¿Hasta dónde llegaba mi culpa y dónde empezaba la de él? Es cierto que yo no los entendí como debía, que no pude suplir totalmente a la madre. Ah, yo no tengo vocación de madre. Ni siquiera estoy demasiado seguro de mi vocación de padre. ¿Pero esto qué tiene que ver con que él haya terminado así? Quizá yo hubiera podido cortar esas amistades en su comienzo. Quizá, si lo hubiera hecho, él habría seguido viéndose con ellos sin que yo lo supiera. «Tengo que hablarle», dije, y Blanca pareció resignarse a la tormenta. «Y además tenés que reconciliarte con Diego», agregué.
Tenía dos cosas que decirle a Avellaneda, pero sólo estuvimos una hora en el departamento y únicamente le hablé de Jaime. No me dijo que yo fuera totalmente inocente, y se lo agradecí. Mentalmente, claro. Pero yo pienso, además, que cuando un tipo viene podrido, no hay educación que lo cure, no hay atención que lo enderece. Claro que yo pude hacer más por él, eso es tan cierto, tan cierto, que no puedo sentirme inocente. Además, ¿qué es lo que quiero, qué es lo que yo preferiría? ¿Que él no fuera marica o simplemente sentirme yo libre de toda culpa? Qué egoístas somos, Dios mío, qué egoísta soy. Aun el sentirme al día con la conciencia es una especie de egoísmo, de apego a la comodidad, al confort del espíritu. A Jaime no lo vi.
Tampoco lo vi hoy. Pero sé que Blanca le dijo que yo quería hablar con él. Esteban es bastante violento. Mejor que no se entere. ¿O ya lo sabrá?
Blanca me trajo el sobre. La carta dice así: «Viejo: sé que querés hablar conmigo y de antemano conozco el tema. Me vas a predicar moral y hay dos razones por las que no puedo aceptar tu prédica. La primera que yo no tengo nada que reprocharme. La segunda que vos también tenés tu vida clandestina. Te he visto con la chiquilina esa que te ha enredado, y creo que estarás de acuerdo en que no es la mejor forma de guardar el debido respeto a la memoria de mamá. Pero allá vos con tu puritanismo unilateral. Como a mí no me gusta lo que hacés y a vos no te gusta lo que yo hago, lo mejor es desaparecer. Ergo: desaparezco. Tenés el campo libre. Soy mayor de edad, no te preocupes. Me imagino además que mi retirada te acercará más a mis hermanitos. Blanca lo sabe todo (por más informes, dirigíte a ella); a Esteban lo enteré yo, en la tarde de ayer, en su oficina. Para tu tranquilidad, debo confesarte que reaccionó como todo un machito y me dejó un ojo negro. El que aún tengo abierto me alcanza para ver el futuro (no es tan malo, ya verás) y dirigir la última mirada a mi simpática familia, tan pulcra, tan formal. Saludos, Jaime». Le alcancé el papel a Blanca. Lo leyó detenidamente y dijo: «Ya se llevó sus cosas. Esta mañana». Estaba pálida cuando agregó: «Y lo de la mujer, ¿es cierto?». «Es y no es», dije. «Es cierto que mantengo un vínculo con una mujer, una muchacha casi. Vivo con ella. No es cierto, en cambio, que ello signifique una ofensa a tu madre. Me parece que tengo derecho a querer a alguien. Bueno, a esta muchacha la quiero. No me he casado con ella sólo porque no estoy seguro de que eso sea lo más conveniente.» Tal vez esta última frase estaba de más. No sé bien. Ella tenía los labios apretados. Creo que vacilaba entre cierto atavismo filial y un sentido muy simple de lo humano. «Pero ¿es buena?», preguntó, ansiosa. «Sí, es buena», dije. Respiró aliviada; aún me tiene confianza. También yo respiré aliviado, al sentirme capaz de provocar esa confianza. Entonces obedecí a una repentina inspiración. «¿Es mucho pedirte que la conozcas?» «Yo misma te lo iba a pedir», dijo. No hice comentarios, pero el agradecimiento estaba en mi garganta.
«Quizá, al principio, cuando lo nuestro empezó, lo hubiera preferido. Ahora creo que no.» Lo anoto antes que nada, porque tengo miedo de olvidar. Esa fue su respuesta. Porque esta vez le hablé con toda franqueza; el tema matrimonio fue discutido hasta agotarlo. «Antes de que viniéramos aquí, al apartamento, yo me di cuenta de que a vos te resultaba penoso pronunciar esa palabra. Un día la dijiste, en el zaguán de mi casa, y por haberla dicho tenés toda mi gratitud. Sirvió para que yo me decidiera a creer en vos, en tu cariño. Pero no podía aceptarla, porque hubiera sido una base falsa para este presente, que era futuro entonces. De aceptarla, hubiera tenido que aceptar también que vos te doblegaras, que te obligaras a una decisión para la que no estabas maduro. Me doblegué yo, en cambio, pero, como es lógico, puedo estar más segura de mis reacciones que de las tuyas. Yo sabía que, aun doblegándome, no te guardaría rencor; si te forzaba a doblegarte, en cambio, no sabía si vos me guardarías un poco de rencor. Ahora todo pasó. Ya caí. Hay algo atávico en la mujer que la lleva a defender la virginidad, a exigir y exigirse las máximas garantías para rodear su pérdida. Después, cuando una ya cayó, entonces se da cuenta de que todo era un mito, una vieja leyenda para cazar maridos. Por eso te digo que ahora no estoy segura de que el matrimonio sea nuestra mejor solución. Lo importante es que estemos unidos por algo: ese algo existe, ¿verdad que sí? Ahora bien, ¿no te parece más poderoso, más fuerte, más lindo que lo que nos una sea eso que verdaderamente existe, y no un simple trámite, el discurso ritual de un juez apurado y panzón? Además están tus hijos. Yo no quiero aparecer como queriendo disputar tu vida con la imagen de tu mujer, no quiero que ellos sientan celos en representación de su madre. Y finalmente, está tu miedo al tiempo, a que te vuelvas viejo y yo mire a otra parte: no seas tan mimoso. Lo que más me gusta de vos, es algo que no habrá tiempo capaz de quitártelo.» Más que sus verdades, eran mis deseos los que ella enunciaba tan calmosamente. Por otra parte, qué agradables de oír.
Preparé cuidadosamente el encuentro, pero Avellaneda no sabía nada. Estábamos en la confitería. Muy pocas veces salimos juntos. Ella siempre está nerviosa y cree que nos va a ver alguien de la oficina. Yo le digo que tarde o temprano eso tiene que ocurrir. Tampoco nos vamos a pasar la vida encerrados en el apartamento. Por sobre el pocillo, ella vio mi mirada. «¿A quién viste? ¿Alguno de allá?» Allá es la oficina. «No, no es de allá. Pero es alguien que quiere conocerte.» Se puso tan nerviosa que por un momento me arrepentí de haberle provocado esta prueba. Siguió el rumbo de mi mirada y la reconoció antes de que yo dijese otra cosa. Después de todo, Blanca debe tener algún rasgo mío. La llamé con un gesto. Estaba linda, alegre, simpática. Me sentí bastante orgulloso de mi paternidad. «Esta es Blanca, mi hija.» Avellaneda tendió la mano. Temblaba. Blanca estuvo muy bien. «Por favor, tranquilícese. Fui yo quien quiso conocerla.» Pero Avellaneda no recuperaba su equilibrio. Murmuraba, terriblemente inquieta: «Jesús. No puedo hacerme a la idea de que él le haya hablado de mí. No puedo hacerme a la idea de que usted haya querido conocerme. Perdóneme, debo parecerle no sé qué…». Blanca hacía todo lo posible por calmarla, yo también. Pese a todo, pude advertir que un cabo de simpatía se había tendido entre las dos mujeres. Son casi de la misma edad. De a poco, Avellaneda se fue tranquilizando; así y todo derramó alguna lagrimita. A los diez minutos, ya hablaban como dos personas civilizadas y normales. Yo las dejaba. Era un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos mujeres que quiero más. Cuando nos separamos (Avellaneda insistió con fervor en que yo acompañara a mi hija), caminamos unas cuadras bajo la llovizna, antes de tomar el ómnibus. Después, ya en casa, Blanca me dio un abrazo, uno de esos abrazos que ella no derrocha y que por eso mismo son más memorables. Con su mejilla junto a la mía, me dijo: «Me gusta de veras. Nunca creí que supieras elegir tan bien». Comí un poco y me fui a la cama. Tengo un cansancio equivalente a un año entero de trabajos forzados. Pero qué importa.
No la veía a Avellaneda desde ayer, cuando nos dejó a Blanca y a mí. Hoy, temprano, en la oficina, se acercó a mi mesa con dos biblioratos para hacerme una consulta. Siempre nos cuidamos durante el trabajo (hasta ahora, nadie se dio cuenta). Pero hoy la examiné con atención. Yo quería saber cómo había salido de aquella trampa que le había preparado. Estaba seria, muy seria, casi sin colorete. Le di las indicaciones. Estábamos rodeados de gente, así que no podíamos decirnos nada. Pero ella, cuando se retiró, aprovechó para dejarme dos talonarios y un pedacito de papel con un solo garabato: «Gracias».
Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí. Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera de las ventanas que miran hacia la plaza. Llueve. Mejor todavía. He aprendido a querer ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo. Por algo figura en todas las postales para turistas. Es casi una representación del carácter nacional: guarango, soso, recargado, simpático. Es tan, pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor. Me gusta el Tupí a esta hora, bien temprano, cuando todavía no lo han invadido los maricas (me había olvidado de Jaime, qué pesadilla) y sólo hay uno que otro viejo aislado, leyendo El Día o El Debate con increíble fruición. La mayoría son jubilados que no han podido apearse de sus madrugones. ¿Seguiré yo viniendo al Tupí cuando me jubile? ¿No podré acostumbrarme a disfrutar de la cama hasta las once, como un hijo de director cualquiera? La verdadera división de las clases sociales, habría que hacerla teniendo en cuenta la hora en que cada uno se tira de la cama. Se acerca Biancamano, el mozo amnésico, eficientemente cándido y risueño. Por quinta vez le pido un cortado chico con medias lunas, y él me trae un café largo con traviatas. Es tanta su buena voluntad que me doy por vencido. Mientras yo echo los cuadrados de azúcar en el pocillo, él me habla del tiempo y del trabajo. «Esta lluvia le molesta a la gente, pero yo digo: ¿Estamos en invierno o qué?». Yo le doy la razón, porque es evidente que estamos en invierno. Después lo llama un señor de la mesa del fondo, bastante molesto porque Biancamano le trajo algo que él no había encargado. Es uno que no se da por vencido. O quizá es un mero argentino, que vino a hacer su semanal negocito de dólares y todavía no conoce las costumbres de la casa. En la segunda parte de mi festín, entran los diarios. Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo de cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando las parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos, y, a partir de esa lectura creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a aquel de quien ayer dijeron pestes y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.
Está entusiasmada con Blanca. «Nunca imaginé que fueras capaz de tener una hija tan encantadora.» Me lo dice más o menos cada media hora. Esta frase y la de Blanca («Nunca creí que supieras elegir tan bien») no hablan muy amablemente de mí, de la confianza retroactiva que ellas depositaban en mis respectivas capacidades de generar y de escoger. Pero estoy contento. Y Avellaneda también. Su garabateado «gracias» del martes pasado tuvo después amplio desarrollo. Confiesa haber pasado un mal momento cuando se enfrentó a mi hija. Pensó que Blanca venía a hacerle una escena, con todos los reproches que se imaginaba explicables, que ella se creía a punto de merecer. Pensó que el choque iba a ser tan violento, tan grave, tan demoledor, que lo nuestro no iba a sobrevivir. Y sólo entonces se dio cuenta cabal de que eso nuestro realmente importaba en su vida, que quizá le fuera insoportable acabar ahora con esta situación que apenas tiene patente de provisoria. «No querrás creerlo, pero todo eso me pasó por la cabeza mientras tu hija se acercaba por entre las mesas.» Por eso, la actitud amistosa de Blanca fue para ella un regalo inesperado. «Decíme, ¿podré ser su amiga?», es ahora su pregunta esperanzada, y pone una cara deliciosa, tal vez la misma con que hace veinte años habrá preguntado a sus padres sobre los Reyes Magos.
No hay noticias de Jaime. Blanca preguntó a la oficina. Hace diez días que no va. Con Esteban hemos llegado al tácito acuerdo de no hablar del problema. Para él ha sido un golpe también. Me pregunto cómo reaccionará cuando se entere de la existencia de Avellaneda. Le he pedido a Blanca que no le diga nada. Por ahora, al menos. Tal vez yo exagere la nota, situando a mis hijos (o permitiendo que ellos se encaramen allí) en una función de jueces. Yo he cumplido con ellos. Les he dado instrucción, cuidado, cariño. Bueno, quizá en el tercer rubro he sido un poco avaro. Pero es que yo no puedo ser uno de esos tipos que andan siempre con el corazón en la mano. A mí me cuesta ser cariñoso, inclusive en la vida amorosa. Siempre doy menos de lo que tengo. Mi estilo de querer es ése, un poco reticente, reservado el máximo sólo para las grandes ocasiones. Quizá haya una razón y es que tengo la manía de los matices, de las gradaciones. De modo que si siempre estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos momentos (hay cuatro o cinco en cada vida, en cada individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno? También siento un leve resquemor frente a lo cursi, y a mí lo cursi me parece justamente eso: andar siempre con el corazón en la mano. Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean necesarias las máximas defensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir que es más bien imposible vivir en crisis permanente, fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías. Las buenas señoras dicen, con su habitual sentido de la economía psicológica, que no van al cine a ver películas tristes porque «bastante amarga es la vida». Y tienen algo de razón: bastante amarga es la vida como para que, además, nos pongamos plañideros o mimosos o histéricos, sólo porque algo se puso en nuestro camino y no nos deja proseguir nuestra excursión hacia la dicha, que a veces está al lado del desatino. Recuerdo que una vez, cuando los chicos iban al colegio, en la clase de Jaime pusieron un deber, una de esas recurrentes composiciones sobre el clásico tema de la madre. Jaime tenía nueve años y volvió a casa sintiéndose profundamente desgraciado. Yo traté de hacerle entender que eso le iba a pasar muchas veces, que él había perdido a su madre y debía conformarse, que no era cosa de estar llorando por eso todos los días, y que la mayor prueba de afecto era precisamente demostrar que esa ausencia no le ponía en inferioridad de condiciones frente a los otros. Quizá mi lenguaje fuera inapropiado para su edad. Lo cierto es que dejó de llorar, me miró con una animadversión estremecedora, y, con una firmeza de predestinado, pronunció estas palabras: «Vos vas a ser mi madre, y si no te mato». ¿Qué quiso decir? No era tan chico como para no saber que estaba reclamando un absurdo, pero quizá no era tan grande como para disimular mejor su primera agonía, la primera de esas diarias agonías en las que después concentró sus rencores, sus rebeldías, sus frustraciones. El hecho de que sus maestras, sus compañeros, la sociedad, reclamaran a su madre, le hacía sentir por primera vez toda la fuerza de su ausencia. No sé por qué prodigio imaginativo me echaba a mí las culpas de esa ausencia. Quizá pensaba que si yo la hubiese cuidado mejor, ella no habría desaparecido. Yo era el culpable, por lo tanto debía sustituirla. «Si no te mato.» No me mató, claro, pero se vino a matar él, a anularse él. Ya que el hombre de la familia le había fallado, se dedicó a negar al hombre que había en sí mismo. ¡Ufa! Qué complicada explicación para desarrollar un hecho tan escueto, tan ordinario, tan ilevantable. Mi hijo es un marica. Un marica. Uno como el repugnante de Santini, el que tiene la hermana que se desnuda. Hubiera preferido que me saliera ladrón, morfinómano, imbécil. Quisiera sentir lástima hacia él, pero no puedo. Sé que hay explicaciones racionales y hasta razonables. Sé que muchas de esas explicaciones me cargarían a mí con parte de la culpa. Pero ¿por qué Esteban y Blanca crecieron normalmente, por qué ellos no se desviaron y el otro sí? Justamente el otro, el que yo más quería. Nada de lástima. Ni ahora ni nunca.