La tregua (8 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: La tregua
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Sábado 18 de mayo

Ayer, cuando llegué a escribir lo que ella me había dicho, no seguí más. No seguí porque quise que así terminara el día, aun el día escrito por mí, con ese latido de esperanza. No dijo: «Basta». Pero no sólo no dijo: «Basta», sino que dijo: «Por eso vine a tomar café». Después me pidió un día, unas horas por lo menos, para pensar. «Lo sabía y sin embargo es una sorpresa; debo reponerme.» Mañana domingo almorzaremos en el Centro. ¿Y ahora qué? En realidad, mi discurso preparado incluía una larga explicación que ni siquiera llegué a iniciar. Es cierto que no estaba muy seguro de que eso fuera lo más conveniente. También había barajado la posibilidad de ofrecerme a aconsejarla, de poner a su disposición la experiencia de mis años. Sin embargo, cuando salí de mis cálculos y la hallé frente a mí, y caí en todos esos ademanes torpes e incontrolados, vislumbré por lo menos que la única salida para escaparme fructuosamente del ridículo era decir lo que dictara la inspiración del momento y nada más, olvidándome de los discursos preparados y las encrucijadas previas. No estoy arrepentido de haber seguido el impulso. El discurso salió breve y —sobre todo— sencillo, y creo que la sencillez puede ser una adecuada carta de triunfo frente a ella. Quiere pensarlo, está bien. Pero yo me digo: si sabía que yo sentía lo que siento, ¿cómo es que no tenía una opinión formada, cómo es que puede vacilar en cuanto a su actitud de asumir? Las explicaciones pueden ser varias: por ejemplo, que en realidad proyecte pronunciar el terrible «basta», pero haya encontrado demasiado cruel el decírmelo así, a quemarropa. Otra explicación: que ella haya sabido (saber, en este caso significa intuir) lo que yo sentía, lo que yo siento, pero, no obstante ello, no haya creído que yo llegara a expresarlo en palabras, en una proposición concreta. De ahí la vacilación. Pero ella vino «por eso» a tomar café. ¿Qué quiere decir? ¿Que deseaba que yo planteara la pregunta y, por lo tanto, la duda? Cuando uno desea que le planteen una pregunta de este tipo, por lo común es para responder con la afirmativa. Pero también puede haber deseado que yo formulara por fin la pregunta, para no seguir esperando, tensa e incómoda, y estar en condiciones, de una vez por todas, de decir que no y recuperar el equilibrio. Además está el novio, el ex novio. ¿Qué pasa con él? No en los hechos (los hechos, evidentemente, indican el cese de las relaciones), sino en ella misma. ¿Seré yo, en definitiva, el impulso que faltaba, el empujoncito que su duda esperaba para decidirla a volver a él? Además están la diferencia de años, mi condición de viudo, mis tres hijos, etcétera. Y decidirme sobre qué tipo de relación es el que verdaderamente quisiera mantener con ella. Esto último es más complicado de lo que parece. Si este diario tuviera un lector que no fuera yo mismo, tendría que cerrar el día en el estilo de las novelas por entregas: «Si quiere saber cuáles son las respuestas a estas acuciantes preguntas, lea nuestro próximo número.»

Domingo 19 de mayo

La esperé en Mercedes y Río Branco. Llegó con sólo diez minutos de retraso. Su traje sastre de los domingos la mejora mucho, aunque es probable que yo estuviera especialmente preparado para encontrarla mejor, siempre mejor. Hoy sí estaba nerviosa. El trajecito era un buen augurio (quería impresionar bien); los nervios, no. Presentí que por debajo del colorete, sus mejillas y labios estaban pálidos. En el restorán eligió una mesa del fondo, casi escondida. «No quiere que la vean conmigo. Mal augurio», pensé. No bien se sentó abrió su cartera, sacó su espejito y se miró. «Vigila su aspecto. Buena señal.» Esta vez hubo un cuarto de hora (mientras pedimos el fiambre, el vino, mientras pusimos manteca sobre el pan negro) en que el tema fueron generalidades. De pronto ella dijo: «Por favor, no me acribille con esas miradas de expectativa». «No tengo otras», contesté, como un idiota. «Usted quiere saber mi respuesta», agregó, «y mi respuesta es otra pregunta». «Pregunte», dije. «¿Qué quiere decir eso de que usted está enamorado de mí?» Nunca se me había ocurrido que esa pregunta existiera, pero ahí estaba a mi alcance. «Por favor, Avellaneda, no me haga aparecer más ridículo aún. ¿Quiere que le especifique, como un adolescente, en qué consiste estar enamorado?» «No, de ningún modo.» «¿Y entonces?» En realidad, yo me estaba haciendo el artista; en el fondo bien sabía qué era lo que ella estaba tratando de decirme. «Bueno», dijo, «usted no quiere parecer ridículo, pero en cambio no tiene inconveniente en que yo lo parezca. Usted sabe lo que quiero decirle. Estar enamorado puede significar, sobre todo en la jerga masculina, muchas cosas diferentes». «Tiene razón. Entonces póngale la mejor de esas muchas cosas. A eso me refería ayer, cuando se lo dije.» No era un diálogo de amor, qué esperanza. El ritmo oral parecía corresponder a una conversación entre comerciantes, o entre profesores, o entre políticos, o entre cualesquiera poseedores de contención y equilibrio. «Fíjese», seguí, algo más animado, «está lo que se llama la realidad y está lo que se llama las apariencias». «Ajá», dijo ella, sin decidirse a parecer burlona. «Yo la quiero a usted en eso que se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando pienso en eso que se llama las apariencias.» «¿Qué problemas?», preguntó, esta vez creo que verdaderamente intrigada. «No me haga decir que yo podría ser su padre, o que usted tiene la edad de alguno de mis hijos. No me lo haga decir, porque ésa es la clave de todos los problemas y, además, porque entonces sí voy a sentirme un poco desgraciado.» No contestó nada. Estuvo bien. Era lo menos riesgoso. «¿Comprende entonces?», pregunté, sin esperar respuesta. «Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar de que usted también lo sea. Y eso es lo difícil. Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta, porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora no es pensar en mí sino pensar en usted. Yo no puedo olvidar —usted tampoco— que dentro de diez años yo tendré sesenta. ‘Escasamente un viejo’, podrá decir un optimista o un adulón, pero el adverbio importa muy poco. Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuerzas como para hablar de matrimonio. Pero —siempre hay un pero— ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que admita otro planteo. Porque es evidente que existe otro planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor, pero no la hay en cambio para el matrimonio.» Levantó los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esta altura, yo ya estaba decidido a no detenerme. «A ese otro planteo, la imaginación popular, que suele ser pobre en denominaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir verdad, yo también estoy asustado, nada más que porque tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted está pensando que la realidad es precisamente la inversa; que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reconozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que usted pueda tener en mí.» En ese momento estábamos a la espera del postre. El mozo trajo al fin los manjares del cielo y yo aproveché para pedirle la cuenta. Inmediatamente después del último bocado, Avellaneda se limpió fuertemente la boca con una servilleta y me miró sonriendo. La sonrisa le formaba una especie de rayitos junto a las comisuras de los labios. «Usted me gusta», dijo.

Lunes 20 de mayo

El plan trazado es la absoluta libertad. Conocernos y ver qué pasa, dejar que corra el tiempo y revisar. No hay trabas. No hay compromisos. Ella es espléndida.

Martes 21 de mayo

«Te hace bien el tónico», me dijo Blanca al mediodía. «Estás animado, más contento.»

Viernes 24 de mayo

Es una especie de juego, ahora, en la oficina. El juego del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo, del trato normal, de la rutina. A las nueve de la mañana distribuyo el trabajo: a Muñoz, a Robledo, a Avellaneda, a Santini. Avellaneda es una más en la lista, sólo una de todos esos que extienden su mano frente a mi mesa para que yo les entregue las planillas. Allí están la mano de Muñoz, larga, rugosa, con uñas tipo garra; la mano de Robledo, corta, casi cuadrada; la mano de Santini, de dedos finos, con dos anillos; y al lado, la de ella, con dedos parecidos a los de Santini, sólo que femeninos en vez de afeminados. Ya le avisé que, cada vez que se acerca con los otros y extiende su mano, yo deposito (mentalmente, claro) un beso de caballero sobre sus nudillos afilados, sensibles. Ella dice que eso no se nota en mi cara de piedra. A veces se tienta, trata de contagiarme las ganas incontenibles de reír, pero yo me mantengo firme. Tan firme que esta tarde Muñoz se me acercó y me preguntó si me pasaba algo, pues hacía unos días que me notaba un poco preocupado. «¿Es por el balance que se acerca? Esté tranquilo, jefe. Los libros los ponemos rápidamente al día. En otros años hemos estado mucho más atrasados.» Qué me importa el balance. Casi le largo la risa en la cara. Pero hay que disimular. «¿Usted cree, Muñoz, que llegaremos? Mire que después vienen los plazos de Ganancias Elevadas y los pesados ésos rechazan tres o cuatro veces las declaraciones juradas, y, claro, nos empezamos a atorar con el trabajo. Hay que meterle, Muñoz, mire que éste es mi último balance y quiero que salga al pelo. Dígaselo a los muchachos, ¿eh?»

Domingo 26 de mayo

Hoy cené con Vignale y Escayola. Todavía estoy impresionado. Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante cogote, unos labios carnosos y blandos, una cara con manchas que parecen de café chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se ríe. Porque ahora Escayola se ríe. Cuando vivía en la calle Brandzen, la eficacia de sus chistes residía precisamente en que él los contaba muy serio. Todos nos moríamos de risa, pero él permanecía impasible. En la cena de hoy hizo algunas bromas, contó un cuento verde que yo sabía desde que iba al colegio, narró alguna anécdota presumiblemente picante, extraída de su actividad como corredor de Bolsa. Lo más que pudo lograr fue que yo me sonriera moderadamente y que Vignale (realmente un tipo pierna) soltara una carcajada tan artificial que más bien parecía una carraspera. No pude contenerme y le dije: «Aparte de algunos kilos de más que tenés ahora, lo que más extraño en vos es que te rías fuerte. Antes te mandabas el más criminal de los chistes con una cara de velorio que era sensacional». A Escayola le pasó por los ojos un destello de rabia o quizá de impotencia y en seguida se puso a explicarme: «¿Sabés lo que pasó? Yo siempre hacía los chistes con gran seriedad, tenés razón, ¡cómo te acordás! Pero un día me di cuenta de que me estaba quedando sin temas. A mí no me gustaba repetir cuentos ajenos. Vos sabés que yo era un creador. El chiste que yo contaba, nadie lo había oído antes. Yo los inventaba y a veces intentaba verdaderas series de chistes con un personaje central como el de las historietas, y le sacaba jugo por dos o tres semanas. Ahora bien, cuando me di cuenta de que no encontraba temas (no sé qué me habrá pasado; a lo mejor se me vació el marote) no quise retirarme a tiempo, como un buen deportista, y entonces empecé a repetir chistes de otros. Al principio los seleccionaba, pero pronto se me agotó también la selección, y entonces agregué cualquier cosa a mi repertorio. Y la gente, los muchachos (yo siempre tuve mi barra) empezaron a no reírse, a no encontrar gracioso nada de lo que yo decía. Tenían razón, pero tampoco ahí me retiré, inventé otro recurso: reírme yo, a medida que contaba, a fin de impresionar a mi oyente y convencerlo de que el cuento era efectivamente muy chispeante. Al principio me acompañaban en la risa, pero pronto aprendieron a sentirse defraudados, a saber que mi risa no era precisamente un augurio de segura comicidad. También aquí tenían razón, pero ya no pude dejar de reírme. Y aquí estoy, ya lo viste, convertido en un pesado. ¿Querés un consejo? Si querés conservar mi amistad, habláme de cosas trágicas».

Martes 28 de mayo

Ella viene casi todos los días a tomar el café conmigo. El tono general de la charla es siempre el de la amistad. A lo sumo, de amistad y algo más. Pero voy haciendo progresos en ese «algo más». Por ejemplo, a veces hablamos de Lo Nuestro. Lo Nuestro es ese indefinido vínculo que ahora nos une. Pero cuando lo mencionamos es siempre desde afuera. Me explico: decimos, por ejemplo, que «en la oficina todavía nadie se dio cuenta de Lo Nuestro», o que tal o cual cosa sucedió antes de que empezara Lo Nuestro. Pero, en definitiva, ¿qué es Lo Nuestro? Por ahora, al menos, es una especie de complicidad frente a los otros, un secreto compartido, un pacto unilateral. Naturalmente, esto no es una aventura, ni un programa, ni —menos que menos— un noviazgo. Sin embargo, es algo más que una amistad. Lo peor (¿o lo mejor?) es que ella se encuentra muy cómoda en esta indefinición. Me habla con toda confianza, con todo humor, creo que hasta con cariño. Tiene una visión muy personal y bastante irónica de cuanto la rodea. No le gusta oír chismes acerca de la oficina, pero los tiene a todos bien catalogados. A veces, en el café, mira a su alrededor, y deja caer un comentario certero, puntual, inmejorable. Hoy, por ejemplo, había una mesa con cuatro o cinco mujeres, todas alrededor de los treinta o treinta y cinco años. Las miró detenidamente y después me preguntó: «¿Son escribanas, verdad?». Efectivamente, eran escribanas. Conozco a algunas de ellas, por lo menos de vista, desde hace años. «¿Las conoce?», le pregunté. «No, nunca las he visto.» «¿Y entonces?, ¿cómo acertó?» «No sé; siempre puedo reconocer a las mujeres que son escribanas. Tienen rasgos y hábitos muy especiales, que no se repiten en otras profesionales. O se pintan los labios de un solo trazo duro, como quien escribe en un pizarrón, o tienen una eterna carraspera de tanto leer escrituras, o no saben llevar sus carteras de tanto cargar portafolios. Hablan frenándose, como si no quisieran decir nada que vaya a contrariar los códigos, y nunca las verá usted mirarse en un espejo. Fíjese en aquélla, la segunda de la izquierda, tiene unas pantorrillas de vicecampeona atlética. Y la que está al lado, tiene cara de no saber hacer ni un huevo frito. A mí me dan fiebre, ¿y a usted?» No, a mí no me dan fiebre (más aún, recuerdo una escribana que es propietaria del busto más atractivo de este universo y sus alrededores), pero me divierte escucharla cuando se entusiasma en pro o en contra de algo. Las pobres escribanas, hombrunas, enérgicas, musculosas, siguieron discutiendo, totalmente ajenas a la demoledora crítica que, mesa por medio, iba agregando nuevos reproches a su aspecto, a su postura, a su actitud, a su charla.

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