La tregua (6 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: La tregua
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Sábado 20 de abril

¿Estaré reseco? Sentimentalmente, digo.

Lunes 22 de abril

Nuevas confesiones de Santini. Otra vez referentes a la hermanita de diecisiete años. Dice que cuando los padres no están en la casa, ella viene a su cuarto y baila casi desnuda frente a él. «Tiene un traje de baño de esos de dos partes, ¿sabe? Bueno, cuando viene a bailar a mi cuarto, se quita la parte de arriba.» «¿Y vos qué hacés?» «Yo… me pongo nervioso.» Le dije que si solamente se ponía nervioso, no había peligro. «Pero, señor, eso es inmoral», dijo, agitando la muñeca con la cadenita y la medalla. «Y ella, ¿qué razones te da para venir a bailar delante tuyo con tan poca ropa?» «Fíjese, señor, dice que a mí no me gustan las mujeres y que ella me va a curar.» «¿Y es cierto eso?» «Bueno, aunque fuera cierto… no tiene por qué hacerlo… por ella misma… me parece.» Entonces me resigné a hacerle la pregunta que él estaba buscando desde hacía tiempo: «Y los hombres, ¿te gustan?». Sacudió otra vez la cadenita y la medalla. Dijo: «Pero eso es inmoral, señor», me hizo un guiño que estaba a medio camino entre lo travieso y lo asqueroso y, antes de que yo pudiera agregar nada, me preguntó: «¿O usted no lo cree así?». Lo saqué vendiendo boletines y le mandé un trabajo de esos bien pudridores. Tiene por lo menos para diez días de no levantar la cabeza. Eso es lo que me faltaba: un marica en la sección. Parece que es del tipo «con escrúpulos». Qué alhaja. Una cosa es cierta, sin embargo: que la hermanita se las trae.

Miércoles 24 de abril

Hoy, como todos los 24 de abril, cenamos juntos. Buen motivo: el cumpleaños de Esteban. Creo que todos nos sentimos un poco obligados a mostrarnos alegres. Ni siquiera Esteban parece alunado; hizo algunos chistes, aguantó a pie firme nuestros abrazos.

El menú preparado por Blanca fue el punto más alto de la noche. Naturalmente, eso también predispone al buen humor. No es del todo absurdo que un pollo a la portuguesa me deje más optimista que una tortilla de papas. ¿No se le habrá ocurrido a ningún sociólogo efectuar un detenido análisis sobre la influencia de las digestiones en la cultura, la economía y la política uruguayas? ¡Cómo comemos, Dios mío! En la alegría, en el dolor, en el asombro, en el desaliento. Nuestra sensibilidad es primordialmente digestiva. Nuestra innata vocación de demócratas se apoya en un viejo postulado: «Todos tenemos que comer». A nuestros creyentes les importa sólo en parte que Dios les perdone sus deudas, pero en cambio piden de rodillas, con lágrimas en los ojos, que no les falte el pan nuestro de cada día. Y ese Pan Nuestro no es —estoy seguro— un mero símbolo: es un pan alemán de a kilo.

Bueno, comimos bien, tomamos un buen clarete, festejamos a Esteban. Al final de la cena, cuando revolvíamos lentamente el café, Blanca dejó caer una noticia: tiene novio. Jaime la envolvió con una mirada rara, indefinida (¿qué es Jaime?, ¿quién es Jaime?, ¿qué quiere Jaime?). Esteban preguntó alegremente el nombre del «infeliz». Yo creo que me sentí contento y lo dejé traslucir. «¿Y cuándo conocemos a esa monada?», pregunté. «Mirá, papá, Diego no va a hacer esas visitas protocolares de lunes, miércoles y viernes. Nos encontramos en cualquier parte, en el Centro, en su casa, aquí.» Cuando dijo «en su casa» debimos haber fruncido nuestros ceños, porque ella se apresuró a agregar: «Vive con su madre, en un apartamento. No tengan miedo». «Y la madre, ¿nunca sale?», preguntó Esteban, ya un poco agrio. «No te pongas pesado», dijo Blanca y en seguida me lanzó la pregunta: «Papá, quiero saber si vos me tenés confianza. Es la única opinión que me importa. ¿Me tenés confianza?». Cuando me preguntan así, a quemarropa, hay una sola cosa que puedo contestar. Mi hija lo sabe. «Claro que te tengo confianza», dije. Esteban se limitó a dejar constancia de su incredulidad en una sonora carraspera. Jaime siguió callado.

Viernes 26 de abril

El gerente convocó a otra reunión de jefes. No estaba Suárez, por suerte tiene gripe. Martínez aprovechó la ocasión para decir algunas verdades. Estuvo bien. Le admiro la energía. A mí en el fondo me importan un cuerno: la oficina, los títulos, las jerarquías y otras pavadas. Nunca me sentí atraído por las jerarquías. Mi lema secreto: «Cuanto menos jerarquías, menos responsabilidad». La verdad es que uno vive más cómodo sin grandes cargos. En cuanto a Martínez, está bien lo que hace. De todos los jefes, los únicos que podían aspirar a una subgerencia (cargo a llenar a fin de año) seríamos, por orden de antigüedad: yo, Martínez y Suárez. A mí Martínez no me teme, porque sabe que me jubilo. En cambio le tiene miedo (y con razón) a Suárez, porque desde que éste anda con la Valverde, sus progresos han sido notables: de ayudante del cajero pasó a oficial 1o a mediados del año pasado, de oficial 1o a jefe de Expedición hace apenas cuatro meses. Martínez sabe perfectamente que la única forma de defenderse de Suárez es desacreditarlo totalmente. Por cierto que para eso no tiene que exprimir demasiado su imaginación, ya que Suárez es, en cuanto a cumplimiento, una calamidad. Se sabe inmune, se sabe odiado, pero el escrúpulo no ha sido nunca su especialidad.

Había que ver la cara del gerente cuando el otro soltó su entripado. Martínez le preguntó directamente si «el señor gerente no sabía si algún otro miembro del Directorio tenía alguna hija disponible que quisiera acostarse con jefes de sección», agregando que él «estaba a las órdenes». El gerente le preguntó qué buscaba con eso, si quería que lo suspendieran. «De ningún modo», aclaró Martínez, «lo que busco es un ascenso. Tengo entendido que el procedimiento es éste». El gerente daba lástima. El hombre sabe que Martínez tiene razón, pero, además, sabe que él no puede hacer nada. Por ahora, al menos, Suárez es intocable.

Domingo 28 de abril

Llegó Aníbal. Fui a recibirlo al Aeropuerto. Está más flaco, más viejo, más gastado. De todos modos, fue una alegría volver a verlo. Hablamos muy poco, porque estaban las tres hermanas y yo nunca me he llevado bien con esos loros. Quedamos en vernos uno de estos días; me llamará a la oficina.

Lunes 29 de abril

Hoy la sección era un desierto. Faltaron tres. Además, Muñoz anduvo en la calle y Robledo tuvo que revisar las fichas con la sección Ventas. Menos mal que a esta altura del mes no hay mucho trabajo. El jaleo viene siempre después del primero. Aproveché la soledad y la escasez de trabajo para charlar un rato con Avellaneda. Hace unos cuantos días que la noto apagada, casi triste. Eso sí, le sienta la tristeza. Le afila los rasgos, le pone los ojos melancólicos, la hace más joven aún. Me gusta Avellaneda, creo que ya escribí esto alguna vez. Le pregunté qué le pasaba. Se acercó a mi mesa, me sonrió (qué bien sonríe), no dijo nada. «Hace unos cuantos días que la noto apagada, casi triste», le dije, y a fin de que mi comentario tuviera el mismo equipo de palabras que mi pensamiento, agregué: «Eso sí, le sienta la tristeza». No lo tomó como un piropo. Sólo se le alegraron los ojos melancólicos, y dijo: «Usted es muy bueno, señor Santomé». ¿Por qué el «señor Santomé», Dios mío? Había sonado tan bien la primera parte… El «señor Santomé» me recordó mi casi cincuentena, apagó inexorablemente mis humos, y sólo me restaron fuerzas para preguntarle en tono fallutamente paternal: «¿el novio?». A la pobre Avellaneda se le llenaron los ojos de lágrimas, sacudió la cabeza en un gesto que parecía una afirmación, balbuceó un «perdón» y salió corriendo hacia el cuarto de baño. Yo quedé por un rato sin saber qué hacer delante de mis papeles; creo que estaba conmovido. Me sentí agitado, como hace mucho no me sentía. Y no era la nerviosidad corriente de alguien que ve a una mujer llorando o a punto de. Mi agitación era mía, sólo mía; la agitación de asistir a mi propia conmoción. De pronto se hizo la luz en mi propio cerebro: ¡Entonces no estoy reseco! Cuando regresó Avellaneda, ya sin lágrimas y un poco avergonzada, yo todavía estaba disfrutando egoístamente de mi novel descubrimiento. No estoy reseco, no estoy reseco. Entonces la miré con gratitud, y como en ese momento regresaban Muñoz y Robledo, ambos nos pusimos a trabajar como obedeciendo a un secreto acuerdo.

Martes 30 de abril

Vamos a ver, ¿qué me pasa? Todo el día estuvo transitando por mi cabeza, como si se tratara de un slogan recurrente, la única frase: «Así que se peleó con el novio». Y a continuación mi ritmo respiratorio se alegraba. El mismo día en que descubro que no estoy reseco, me siento en cambio intranquilizadoramente egoísta. Bueno, creo que, a pesar de todo, esto significa un paso adelante.

Miércoles 1° de mayo

El Día de los Trabajadores más aburrido de la historia universal. Para peor: gris, lluvioso, prematuramente invernal. Las calles sin gente, sin ómnibus, sin nada. Y yo en mi cuarto, en mi cama camera de uno solo, en este oscuro, pesado silencio de las siete y media. Ojalá fueran ya las nueve de la mañana y yo estuviera en mi escritorio y de vez en cuando mirara hacia la izquierda y encontrara aquella figurita triste, concentrada, indefensa.

Jueves 2 de mayo

No quise hablar con Avellaneda. Primero, porque no quiero asustarla; segundo, porque no sé realmente qué decirle. Antes tengo que saber con precisión qué me está sucediendo. No puede ser que, a mis años, aparezca de pronto esta muchacha, que ni siquiera es definidamente linda, y se convierta en el centro de mi atención. Me siento nervioso como un adolescente, eso es cierto, pero cuando miro mi piel que empieza a aflojarse, cuando veo estas arrugas de mis ojos, estas várices de mis tobillos, cuando siento por las mañanas mi tos vejancona, absolutamente necesaria para que mis bronquios empiecen su jornada, entonces ya no me siento adolescente sino ridículo.

Todo el mecanismo de mis sentimientos quedó detenido hace veinte años, cuando murió Isabel. Primero fue dolor, después indiferencia, más tarde libertad, últimamente tedio. Largo, desierto, invariable tedio. Oh, durante todas estas etapas el sexo siguió activo. Pero la técnica fue de picoteo. Hoy un programa en el ómnibus, mañana la contadora que estuvo de inspección, pasado la cajera de Edgardo Lamas, S. A. Nunca dos veces con la misma. Una especie de inconsciente resistencia a comprometerme, a encasillar el futuro en una relación normal, de base permanente. ¿Por qué todo eso? ¿Qué estaba defendiendo? ¿La imagen de Isabel? No lo creo. No me he sentido víctima de ese trágico compromiso, que, por otra parte, nunca suscribí. ¿Mi libertad? Puede ser. Mi libertad es otro nombre de mi inercia. Acostarse hoy con una, mañana con otra; bueno, es un decir, alcanza con una vez por semana. Lo que pide la naturaleza y nada más; igual que comer, igual que bañarse, igual que ir de cuerpo. Con Isabel era diferente, porque había una especie de comunión y, cuando hacíamos el amor, parecía que cada duro hueso mío se correspondía con un blando hueco de ella, que cada impulso mío se hallaba matemáticamente con su eco receptor. Tal para cual. Igual que cuando uno se acostumbra a bailar con la misma pareja. Al principio, a cada movimiento corresponde una réplica; después, la réplica corresponde a cada pensamiento. Uno solo es el que piensa, pero son los dos cuerpos los que hacen la figura.

Sábado 4 de mayo

Aníbal me telefoneó. Mañana nos veremos.

Avellaneda faltó a la oficina. Jaime me pidió plata. Nunca lo había hecho antes. Le pregunté para qué la precisaba. «No puedo ni quiero decírtelo. Si querés me la prestás y si no guardátela. Me da exactamente lo mismo.» «¿Lo mismo?» «Sí, lo mismo, porque si tengo que pagar ese precio chusma de abrirte mi vida íntima, mi corazón, mis intestinos, etcétera, prefiero conseguirla en cualquier otro lado, donde sólo me cobren interés.» Le di el dinero, claro. Pero ¿a qué tanta violencia? Una mera pregunta no es un precio chusma. Lo peor de todo, lo que más rabia me da, es que generalmente hago esas preguntas de puro distraído, ya que lo que menos quiero es meterme en las zonas privadas de los otros y, menos que menos, en las de mis hijos. Pero tanto Jaime como Esteban están siempre en estado de preconflicto en lo que a mí respecta. Ya son tremendos pelotudos; pues entonces, que se las arreglen como puedan.

Domingo 5 de mayo

Aníbal no es el mismo. Siempre tuve la secreta impresión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero parece que la eternidad llegó, porque ya no lo encuentro joven. Ha decaído físicamente (está delgado, los huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su bigote está como deshilachado), pero no es sólo eso. Desde el tono de su voz, que me parece mucho más opaco que el que yo recordaba, hasta el movimiento de las manos, que han perdido vivacidad; desde su mirada, que en el primer momento me pareció lánguida pero después me di cuenta de que era sólo desencantada, hasta sus temas de conversación, que antes eran chispeantes y ahora son increíblemente grises, todo se sintetiza en una sola comprobación: Aníbal ha perdido su goce de vivir.

No habló casi nada de sí mismo, es decir, habló sólo superficialmente de sí mismo. Juntó algún dinero, parece. Quiere establecerse aquí con un negocio, pero aún no ha decidido en qué ramo. Eso sí, se sigue interesando en la política.

No es mi fuerte. Me di cuenta de eso cuando él empezó a hacer preguntas cada vez más incisivas, como buscando explicaciones a cosas que no alcanza a comprender. Me di cuenta de que esos temitas que uno a veces baraja en charlas de oficina o de café, o sobre los cuales vagamente piensa de refilón cuando lee el diario durante el desayuno, me di cuenta de que sobre esos temas yo no tenía una verdadera opinión formada. Aníbal me obligó y creo que me fui afirmando a medida que le respondía. Me preguntó si yo creía que todo estaba mejor o peor que hace cinco años, cuando él se fue. «Peor», contestaron mis células por unanimidad. Pero luego tuve que explicar. Ufa, qué tarea.

Porque, en realidad, la coima siempre existió, el acomodo también, los negociados, ídem. ¿Qué está peor, entonces? Después de mucho exprimirme el cerebro llegué al convencimiento de que lo que está peor es la resignación. Los rebeldes han pasado a ser semirrebel- des, los semirrebeldes a resignados. Yo creo que en este luminoso Montevideo, los dos gremios que han progresado más en estos últimos tiempos son los maricas y los resignados. «No se puede hacer nada», dice la gente. Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo ilícito. Vaya y pase. Ahora también da coima el que quiere conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo total.

Pero la resignación no es toda la verdad. En el principio fue la resignación; después, el abandono del escrúpulo; más tarde, la coparticipación. Fue un ex resignado quien pronunció la célebre frase: «Si tragan los de arriba, yo también». Naturalmente, el ex resignado tiene una disculpa para su deshonestidad: es la única forma de que los demás no le saquen ventaja. Dice que se vio obligado a entrar en el juego, porque de lo contrario su plata cada vez valía menos y eran más los caminos rectos que se le cerraban. Sigue manteniendo un odio vengativo y latente contra aquellos pioneros que lo obligaron a seguir esa ruta. Quizá sea, después de todo, el más hipócrita, ya que no hace nada por zafarse. Quizá sea también el más ladrón, porque sabe perfectamente que nadie se muere de honestidad.

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