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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

La trilogía de Nueva York (2 page)

BOOK: La trilogía de Nueva York
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—¿Oiga? —dijo la voz.

—¿Quién es? —preguntó Quinn.

—¿Oiga? —repitió la voz.

—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?

—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.

—Aquí no hay nadie que se llame así.

—Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.

—Lo siento —dijo Quinn—. Debe haberse equivocado de número.

—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.

—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.

—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.

—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.

Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. «Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie», se dijo.

Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.

Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.

El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra «i», inicial de «investigador», era «I», con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira
[1]
. Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras.

Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo fuera en su mente.

Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared blanca y desnuda.

A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.

La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del
Sporting News
, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco —la ópera de Haydn
El hombre en la luna
— y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.

Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres —o lo habría sido, si hubieran estado vivos— y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído —poder conocer con precisión el primer momento de su existencia— y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches —aún no eran las once— y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.

—¿Diga? —dijo.

De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.

—¿Diga? —repitió—. ¿Qué desea?

—Sí —dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado—. Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.

—¿Qué es necesario?

—Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora mismo. Sí.

—¿Y con quién quiere usted hablar?

—Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.

Esta vez Quinn no vaciló. Sabia lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.

—Al habla —dijo—. Yo soy Auster.

—Al fin. Al fin le encuentro.

Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.

—Exactamente —dijo Quinn—. Al fin. —Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro—. ¿Qué desea?

—Necesito ayuda —dijo la voz—. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.

—Depende de a qué cosas se refiera.

—Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.

—Ésa no es exactamente mi especialidad —dijo Quinn—. No voy por ahí matando gente.

—No —dijo la voz, malhumorada—. Quiero decir lo contrario.

—¿Alguien va a matarle a usted?

—Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.

—¿Y quiere usted que yo le proteja?

—Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.

—¿No sabe usted quién es?

—Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.

—¿Puede usted explicarme el asunto?

—Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.

—¿Qué le parece mañana?

—Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.

—¿A las diez?

—Bien. A las diez. —La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este—. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.

—No se preocupe —dijo Quinn—. Allí estaré.

2

A la mañana siguiente Quinn se despertó más temprano de lo que lo había hecho en varias semanas. Mientras se bebía el café, untaba las tostadas con mantequilla y leía los resultados de los partidos de béisbol en el periódico (los Mets habían perdido otra vez, dos a uno, por un error en la novena entrada), no se le ocurrió que fuera a acudir a su cita. Incluso esa expresión,
su cita
, le parecía extraña. No era su cita, era la cita de Paul Auster. Y él no tenía ni idea de quién era esa persona.

No obstante, a medida que pasaba el tiempo se encontró haciendo una buena imitación de un hombre que se prepara para salir. Recogió las cosas del desayuno, tiró el periódico sobre el sofá, fue al cuarto de baño, se duchó, se afeitó, entró en el dormitorio envuelto en dos toallas, abrió el armario y eligió la ropa que iba a ponerse ese día. Se descubrió buscando una chaqueta y una corbata. Quinn no se había puesto una corbata desde el funeral de su esposa y su hijo y ni siquiera recordaba si todavía tenía alguna. Pero allí estaba, colgando entre los restos de su guardarropa. Descartó una camisa blanca por parecerle demasiado formal, sin embargo, y en su lugar escogió una de cuadros grises y rojos para que hiciera juego con la corbata gris. Se las puso en una especie de trance.

No empezó a sospechar qué iba a hacer hasta que tuvo la mano en el pomo de la puerta. «Parece que voy a salir», se dijo. «Pero si voy a salir, ¿adónde voy exactamente?» Una hora más tarde, cuando bajaba del autobús número cuatro en la calle Setenta esquina con la Quinta Avenida, aún no había respondido a la pregunta. A un lado tenía el parque, verde bajo el sol de la mañana, con sombras afiladas y fugaces; al otro lado estaba el edificio Frick, blanco y sobrio, como abandonado a los muertos. Pensó por un momento en el cuadro de Vermeer
Muchacha sonriente con un soldado
, tratando de recordar la expresión de la cara de la chica, la posición exacta de sus manos en torno a la taza, la espalda roja del hombre sin rostro. Vislumbró mentalmente el mapa azul de la pared y la luz del sol entrando por la ventana, tan parecida a la que le rodeaba ahora. Iba andando. Estaba cruzando la calle y avanzando hacia el este. En Madison Avenue torció a la derecha y caminó una manzana hacia el sur, luego torció a la izquierda y vio dónde estaba. «Parece que he llegado», se dijo. Se detuvo delante del edificio. De repente ya no parecía que tuviese importancia. Se sentía notablemente tranquilo, como si todo le hubiese ocurrido ya. Mientras abría la puerta del portal se dio el último consejo. «Si todo esto está sucediendo realmente, debo mantener los ojos abiertos», se dijo.

Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Por alguna razón, Quinn no había esperado esto y le dejó desconcertado. Las cosas iban demasiado deprisa. Aún no había tenido tiempo de asumir la presencia de la mujer, de describírsela a sí mismo y formar sus impresiones, y ella ya le estaba hablando, obligándole a responder. Por lo tanto, ya en aquellos primeros momentos había perdido terreno. Estaba empezando a dejarse atrás a sí mismo. Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre estos sucesos, conseguiría reconstruir su encuentro con la mujer. Pero eso fue obra de la memoria, y él sabía que las cosas recordadas tenían tendencia a subvertir lo recordado. Como consecuencia, nunca pudo estar seguro de lo ocurrido.

La mujer tenía treinta años, quizá treinta y cinco; estatura media como mucho; las caderas un poco anchas, o bien voluptuosas, dependiendo del punto de vista; cabello oscuro, ojos oscuros, y una expresión en esos ojos que era a la vez reservada y vagamente seductora. Llevaba un vestido negro y un lápiz de labios muy rojo.

—¿El señor Auster?

Una sonrisa insegura; una inclinación de cabeza interrogadora.

—Exactamente —dijo Quinn—. Paul Auster.

—Yo soy Virginia Stillman —dijo la mujer—. La esposa de Peter. Le está esperando desde las ocho.

—La cita era a las diez —dijo Quinn, echando una mirada a su reloj. Eran las diez en punto.

—Está frenético —explicó la mujer—. Nunca le había visto así. No podía esperar.

Ella abrió más la puerta para que Quinn pasara. Mientras cruzaba el umbral y entraba en el piso sintió que se quedaba en blanco, como si su cerebro se hubiera cerrado repentinamente. Había deseado fijarse en los detalles de lo que estaba viendo, pero la tarea le resultaba imposible en aquel momento. Veía el piso como envuelto en una especie de neblina. Se dio cuenta de que era grande, quizá cinco o seis habitaciones, y estaba lujosamente amueblado, con numerosos objetos artísticos, ceniceros de plata y cuadros con marcos muy trabajados en las paredes. Pero eso era todo. Nada más que una impresión general, a pesar de que estaba allí, mirando aquellas cosas con sus propios ojos.

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