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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

La trilogía de Nueva York (5 page)

BOOK: La trilogía de Nueva York
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—¿Es verdad que van a soltar a Stillman?

—Mañana. Llegará a la estación Grand Central por la tarde.

—Y usted cree que tal vez venga a buscar a Peter. ¿Es sólo un presentimiento o tiene alguna prueba?

—Un poco de las dos cosas. Hace dos años iban a darle el alta. Pero le escribió una carta a Peter y yo se la enseñé a las autoridades. Decidieron que, después de todo, no estaba en condiciones de recibir el alta.

—¿Qué clase de carta era?

—La carta de un loco. Llamaba a Peter diablo y le decía que algún día le ajustaría las cuentas.

—¿Tiene usted esa carta?

—No. Se la di a la policía hace dos años.

—¿Una copia?

—Lo siento. ¿Cree usted que es importante?

—Podría serlo.

—Puedo intentar conseguirle una copia si lo desea.

—Deduzco que no hubo más cartas después de ésa.

—Ninguna. Y ahora piensan que Stillman está preparado para ser puesto en libertad. Ése es el punto de vista oficial, por lo menos, y yo no puedo hacer nada para impedirlo. Lo que creo, sin embargo, es que Stillman simplemente ha aprendido la lección. Se ha dado cuenta de que las cartas y las amenazas sólo servirían para mantenerle encerrado.

—Así que usted sigue preocupada.

—Así es.

—Pero no tiene ninguna idea precisa de cuáles podrían ser los planes de Stillman.

—Exactamente.

—¿Qué quiere usted que haga yo?

—Quiero que le vigile cuidadosamente. Quiero que averigüe qué se propone. Quiero que le mantenga alejado de Peter.

—En otras palabras, un trabajo de sabueso distinguido.

—Supongo que sí.

—Creo que debe usted entender que yo no puedo impedirle a Stillman que venga a este edificio. Lo que sí puedo hacer es advertírselo a usted. Y también asegurarme de venir con él.

—Entiendo. Con tal que tengamos alguna protección…

—Bien. ¿Con qué frecuencia quiere usted que le informe?

—Me gustaría que me informase todos los días. Digamos una llamada telefónica por la noche, alrededor de las diez o las once.

—Ningún problema.

—¿Algo más?

—Algunas preguntas más. Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo averiguó usted que Stillman llegará a la estación Grand Central mañana por la tarde.

—Me he encargado de saberlo, señor Auster. Hay demasiado en juego como para que yo deje las cosas al azar. Y si alguien no sigue a Stillman desde el momento en que llegue, podría fácilmente desaparecer sin dejar rastro. No quiero que ocurra eso.

—¿En qué tren llega?

—El de las seis cuarenta y uno, procedente de Poughkeepsie.

—Supongo que tiene usted una fotografía de Stillman…

—Sí, por supuesto.

—También está la cuestión de Peter. Me gustaría saber por qué le contó usted todo esto. ¿No habría sido mejor callárselo?

—Eso quise hacer. Pero casualmente Peter estaba escuchando por el otro teléfono cuando recibí la noticia de que soltaban a su padre. No pude evitarlo. Peter puede ponerse muy terco y he aprendido que lo mejor es no mentirle.

—Una última pregunta. ¿Quién le habló de mí?

—El marido de la señora Saavedra, Michael. Ha sido policía e investigó un poco. Averiguó que usted era el mejor hombre de la ciudad para esta clase de trabajo.

—Me siento halagado.

—Por lo que he visto de usted hasta ahora, señor Auster, estoy segura de que hemos encontrado al hombre adecuado.

Quinn interpretó esto como una indicación de que debía levantarse. Fue un alivio estirar las piernas al fin. Las cosas habían ido bien, mucho mejor de lo que esperaba, pero ahora le dolía la cabeza y su cuerpo se resentía de un agotamiento que no había sentido desde hacía años. Si lo prolongaba más, estaba seguro de que acabaría delatándose.

—Mis honorarios son cien dólares al día más gastos —dijo—. Si pudiera usted darme algo por adelantado, eso constituiría una prueba de que estoy trabajando para usted, lo cual nos aseguraría una privilegiada relación investigador-cliente. Lo cual significa que todo lo que pase entre usted y yo será estrictamente confidencial.

Virginia Stillman sonrió, como por alguna broma secreta. O quizá simplemente respondía al posible doble sentido de su última frase. Como con tantas de las cosas que le sucederían a lo largo de los siguientes días y semanas, Quinn no podía estar seguro de nada.

—¿Qué cantidad desea? —le preguntó ella.

—Da igual. Eso lo dejo a su criterio.

—¿Quinientos?

—Eso será más que suficiente.

—Bien. Iré a buscar mi talonario. —Virginia Stillman se puso de pie y le sonrió de nuevo—. Le traeré también una fotografía del padre de Peter. Creo que sé exactamente dónde está.

Quinn le dio las gracias y dijo que esperaría. La miró cuando salía de la habitación y una vez más se encontró imaginando qué aspecto tendría sin nada de ropa. ¿Estaba ella insinuándosele, se preguntó, o era sólo su propia mente tratando de sabotearle una vez más? Decidió posponer sus meditaciones y retomar el tema más tarde.

Virginia Stillman volvió a entrar en la habitación y dijo:

—Aquí tiene el cheque. Espero haberlo hecho correctamente.

Sí, sí, pensó Quinn mientras examinaba el cheque, todo va de primera. Estaba complacido de su propia astucia. El cheque, naturalmente, estaba extendido a nombre de Paul Auster, lo cual significaba que a Quinn no podrían acusarle de fingir ser un detective privado sin tener licencia. Le tranquilizó saber que de alguna manera se había puesto a salvo. El hecho de no poder cobrar el cheque no le preocupaba. Comprendió entonces que nada de aquello lo estaba haciendo por dinero. Metió el cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Siento que no haya una fotografía más reciente —estaba diciendo Virginia Stillman—. Esta es de hace más de veinte años. Pero me temo que no puedo hacer más.

Quinn miró la foto de la cara de Stillman esperando una repentina inspiración, una súbita corriente subterránea de conocimiento que le ayudase a comprender al hombre. Pero la foto no le dijo nada. No era más que la foto de un hombre. La estudió un momento y llegó a la conclusión de que podría ser cualquiera.

—La examinaré más atentamente cuando llegue a casa —dijo, guardándosela en el mismo bolsillo que el cheque—. Contando con el paso del tiempo, estoy seguro de que podré reconocerle mañana en la estación.

—Eso espero —dijo Virginia Stillman—. Es sumamente importante, y cuento con usted.

—No se preocupe —dijo Quinn—. Hasta ahora nunca le he fallado a nadie.

Ella le acompañó a la puerta. Durante varios segundos permanecieron allí en silencio, no sabiendo si había algo más que añadir o había llegado el momento de despedirse. En ese mínimo intervalo, repentinamente Virginia Stillman le echó los brazos al cuello, buscó sus labios y le besó apasionadamente, metiéndole la lengua hasta el fondo en la boca. Le pilló tan desprevenido que Quinn casi no lo disfrutó.

Cuando al fin pudo respirar de nuevo, la señora Stillman le mantuvo cogido con los brazos extendidos.

—Eso ha sido para demostrarle que Peter no decía la verdad. Es muy importante que me crea.

—La creo —dijo Quinn—. Y aunque no la creyese, no importaría mucho.

—Sólo quería que supiera de lo que soy capaz.

—Creo que tengo una idea.

Ella le cogió la mano derecha entre las suyas y se la besó.

—Gracias, señor Auster. Realmente creo que usted es la respuesta.

Él le prometió que la llamaría la noche siguiente y luego se encontró cruzando la puerta, bajando en el ascensor y saliendo del edificio. Era más de medianoche cuando salió a la calle.

4

Quinn había oído hablar anteriormente de casos como el de Peter Stillman. En los tiempos de su otra vida, poco después de que naciera su propio hijo, había hecho la reseña de un libro sobre el niño salvaje de Aveyron y por entonces había investigado algo el tema. Por lo que podía recordar, el primer relato de un experimento semejante aparecía en los escritos de Herodoto: el faraón egipcio Psamtik aisló a dos niños en el siglo
VII
antes de Cristo y ordenó al criado que estaba a cargo de ellos que nunca pronunciara una palabra en su presencia. Según Herodoto, un cronista notoriamente poco fiable, los niños aprendieron a hablar; la primera palabra que dijeron fue la palabra con que los frigios designaban al pan. En la Edad Media el santo emperador romano Federico II repitió el experimento, confiando en descubrir, mediante la utilización de métodos similares, el verdadero «lenguaje natural» del hombre. Pero los niños murieron antes de haber dicho una palabra. Finalmente, en lo que sin duda era un fraude, a principios del siglo
XVI
el rey de Escocia, Jacobo IV, afirmó que unos niños escoceses aislados de la misma manera acabaron hablando «muy buen hebreo».

No obstante, los chiflados y los ideólogos no fueron los únicos interesados en el tema. Incluso un hombre tan cuerdo y escéptico como Montaigne consideró la cuestión cuidadosamente y en su ensayo más importante, la
Apología de Raymond Sebond
, escribió: «Creo que un niño que hubiese sido criado en completa soledad, lejos de toda asociación (lo cual sería un duro experimento), tendría alguna clase de lenguaje para expresar sus ideas. Y no es creíble que la Naturaleza nos haya negado este recurso que ha concedido a muchos otros animales… Pero todavía está por saberse qué lenguaje hablaría este niño; y lo que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene mucha apariencia de verdad.»

Además de tales experimentos, estaban también los casos de aislamientos accidentales —niños perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas, niños criados por lobos—, así como los casos de padres crueles y sádicos que encerraban a sus hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un armario, los torturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura, y Quinn había leído toda la extensa literatura dedicada a estas historias. Estaba la del marinero escocés Alexander Selkirk (considerado por algunos el modelo de Robinson Crusoe) que había vivido durante cuatro años en una isla frente a la costa de Chile y que, según el capitán del barco que le rescató en 1708, «había olvidado su idioma por falta de uso, hasta tal punto que apenas podíamos entenderle». Menos de veinte años antes, Peter de Hanover, un niño salvaje de unos catorce años, que había sido descubierto mudo y desnudo en un bosque cerca de la ciudad alemana de Hamelin, fue llevado a la corte inglesa bajo la especial protección de Jorge I. Tanto Swift como Defoe tuvieron la oportunidad de verle y la experiencia inspiró el panfleto de Defoe
Mera naturaleza bosquejada
, publicado en 1726. Peter nunca aprendió a hablar, sin embargo, y varios meses después fue enviado al campo, donde vivió hasta los setenta años, sin mostrar ningún interés por el sexo, el dinero u otros asuntos mundanos. También estaba el caso de Victor, el niño salvaje de Aveyron, que fue encontrado en 1800. Bajo los pacientes y meticulosos cuidados del doctor Itard, Victor aprendió los rudimentos del habla, pero nunca progresó más allá del nivel de un niño pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar Hauser, que apareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un estrafalario traje y casi incapaz de emitir un sonido inteligible. Podía escribir su nombre, pero en todos los demás aspectos se comportaba como un niño pequeño. Adoptado por la ciudad y confiado a los cuidados de un maestro local, se pasaba los días sentado en el suelo jugando con caballos de juguete y solamente comía pan y agua. No obstante, Kaspar evolucionó. Se convirtió en un excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, tenía pasión por los colores rojo y blanco y, según el decir general, demostraba una extraordinaria memoria, especialmente para los nombres y las caras. Sin embargo, prefería permanecer en lugares interiores, rehuía la luz intensa y, como Peter de Hanover, nunca mostró el menor interés por el sexo o el dinero. Cuando recobró gradualmente la memoria, pudo recordar que había pasado muchos años en el suelo de una habitación oscura, alimentado por un hombre que no le hablaba nunca ni se dejaba ver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue asesinado con una daga por un hombre desconocido en un parque público.

Hacía años que Quinn no se permitía pensar en estas historias. El tema de los niños le resultaba demasiado doloroso, especialmente niños que hubieran sufrido, que hubieran sido maltratados, que hubieran muerto antes de poder crecer. Si Stillman era el hombre de la daga que había vuelto para vengarse del muchacho cuya vida había destrozado, Quinn quería estar allí para impedírselo. Sabía que no podía devolverle la vida a su hijo, pero al menos podía evitar que otro muriese. De pronto se le ofrecía la posibilidad de hacer eso, y en aquel momento, mientras se hallaba de pie en la calle, la idea de lo que le esperaba se alzó ante él como un sueño terrible. Pensó en el pequeño ataúd que contenía el cuerpo de su hijo y en que había visto cómo lo bajaban a la tumba el día del entierro. Eso sí que era aislamiento, se dijo. Eso sí que era silencio. No le ayudaba, quizá, que su hijo también se llamara Peter.

5

En la esquina de la calle Setenta y dos con Madison Avenue paró un taxi. Mientras el coche traqueteaba por el parque hacia el West Side, Quinn miró por la ventanilla y se preguntó si aquéllos eran los mismos árboles que Peter Stillman veía cuando salía al aire y la luz. Se preguntó si Peter veía las mismas cosas que él o si el mundo era un lugar diferente para él. Y si un árbol no era un árbol, se preguntó, qué era en realidad.

Después de que el taxi le dejara delante de su casa, Quinn se dio cuenta de que tenía hambre. No había comido desde que desayunó por la mañana temprano. Era extraño, pensó, lo rápidamente que había pasado el tiempo en casa de los Stillman. Si sus cálculos eran correctos, había estado allí más de catorce horas. Interiormente, sin embargo, parecía que su estancia había durado tres o cuatro horas como máximo. Se encogió de hombros ante la incongruencia y se dijo: «Tengo que aprender a mirar el reloj más a menudo.»

Volvió atrás por la Ciento siete, torció a la izquierda al llegar a Broadway y echó a andar hacia el centro, buscando un sitio adecuado para comer. Aquella noche no le apetecía un bar —comer en la oscuridad, el agobio de la charla alcohólica—, aunque normalmente se habría alegrado de encontrar uno. Al cruzar la calle Ciento doce vio que la Heights Luncheonette estaba aún abierta y decidió entrar. Era un local muy iluminado pero triste, con un gran expositor de revistas de chicas en una pared, una zona de artículos de papelería, otra zona de periódicos, varias mesas para los clientes y un largo mostrador de formica con taburetes giratorios. Un puertorriqueño alto con un gorro de cartón blanco de cocinero estaba detrás del mostrador. Su trabajo era hacer la comida, que consistía principalmente en hamburguesas tachonadas de cartílago, sandwiches con tomate blando y lechuga mustia, batidos, pasteles de crema y bollos. A su derecha, acomodado detrás de la caja registradora, estaba el jefe, un hombrecito medio calvo con el pelo rizado y un número de campo de concentración tatuado en el antebrazo, mangoneando su dominio de cigarrillos, pipas y puros. Permanecía allí impasible, leyendo la edición nocturna del
Daily News
de la mañana siguiente.

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