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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (8 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—Pero... lo que dijiste. Puede que algunos de nosotros no volvamos a vernos nunca. ¡Debes haber presentido algo! ¿Qué? ¡Debo saberlo! ¿De qué se trata... acaso de Tanis?

Raistlin reflexionó y, al responder, lo hizo más para sí mismo que para Laurana.

—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo dije. Fue solamente que... durante un instante...supe... —hizo un esfuerzo por recordar, pero finalmente se encogió de hombros.

—¿Supiste, qué?

—Nada. Mi retorcida imaginación, como diría el Caballero si estuviese aquí. O sea que Tanis te habló de mi madre —dijo cambiando bruscamente de tema.

Laurana, decepcionada, pero esperando averiguar algo más si continuaba hablando con él, asintió con la cabeza.

—Me dijo que tenía el don de predecir. Que era capaz de mirar al futuro y ver lo que iba a suceder.

—Es verdad. Pero no le sirvió de mucho. El primer hombre con el que se casó era un apuesto guerrero de las tierras del norte. La pasión duró pocos meses y, cuando acabó, se hicieron la vida imposible el uno al otro. Mi madre tenía una salud muy frágil y era dada a caer en extraños trances de los que podía no despertar en horas. Eran pobres, pues vivían de lo que su esposo pudiera ganar con la espada. Él jamás hablaba de su familia, a pesar de que era patente que provenía de sangre noble. No creo que nunca llegara a decirle su verdadero nombre.

Los ojos de Raistlin se estrecharon.

—No obstante se lo dijo a Kitiara. Estoy seguro de ello. Ese es el motivo por el que ella se fue al norte, para encontrar a su familia.

—Kitiara... —pronunció Laurana con dificultad, deseosa de saber más de esa mujer a la que Tanis amaba—. Entonces, ese hombre —el noble guerrero ¿era el padre de Kitiara?

—Sí. Es mi hermanastra mayor. Unos ocho años mayor que Caramon y yo. Supongo que es muy parecida a su padre, tan bella como apuesto era él, decidida e impetuosa, belicosa, fuerte e intrépida. Su padre le enseñó lo único que sabía, el arte de combatir, para después marchar a viajes cada vez más largos, hasta que un día desapareció por completo. Mi madre convenció a los Buscadores para que lo declararan legalmente muerto. Entonces se casó con el que sería nuestro padre, un hombre sencillo, un leñador. Una vez más, su posibilidad de prever no le sirvió de nada.

—¿Por qué? —le preguntó Laurana amablemente, sorprendida al ver tan hablador al taciturno mago, sin comprender que, por el simple hecho de contemplar el expresivo rostro de la elfa, él estaba ganando más en humanidad de lo que estaba dando a cambio.

—El nacimiento de mi hermano y mío —dijo Raistlin. Comenzó a toser ruidosamente y, dejando de hablar, le hizo una señal a su hermano—. ¡Caramon! Es la hora de mi pócima. ¿O te has olvidado de mí al disfrutar del placer de otra compañía?

—No, Raistlin —respondió Caramon sintiéndose culpable y apresurándose a colgar una olla de agua sobre el fuego de la chimenea de la habitación. Tika, avergonzada, bajó la cabeza, intentando evitar la mirada del mago.

Tras contemplarla durante un instante, Raistlin se volvió de nuevo hacia Laurana, quien había escuchado las palabras entre los hermanos con una sensación de frío en la boca del estómago. El mago comenzó a hablar de nuevo como si no hubiese habido interrupción alguna.

—Mi madre nunca llegó a recuperarse del todo del parto. La comadrona me dio por muerto, y, de hecho, no hubiese vivido de no ser por Kitiara, quien acostumbraba a decirque fui su trofeo en su primera batalla contra la muerte. Ella fue la que nos crió. Mi madre era incapaz de ocuparse de nosotros, y mi padre tenía que trabajar día y noche para alimentamos. Murió en un accidente cuando éramos adolescentes. Ese mismo día mi madre cayó en uno de sus trances... y nunca salió de él. Murió de inanición.

—¡Qué horror! —exclamó Laurana temblorosa.

Raistlin guardó silencio durante unos largos segundos, mirando fijamente hacia el frío y gris cielo invernal. Luego su boca se torció en una extraña mueca.

—Me enseñó una valiosa lección: hay que aprender a controlar el poder. ¡No dejar nunca que éste te controle a ti!

Laurana no pareció haberlo oído. Se retorcía las manos nerviosa. Aquélla era la oportunidad idónea para hacer las preguntas que ansiaba hacer, aunque eso significara revelar una parte de su intimidad a ese mago al que temía y en el cual no confiaba. No se dio cuenta de que estaba cayendo en una trampa hábilmente preparada, ya que a Raistlin le entusiasmaba conocer los recodos de las almas ajenas, pues sabía que en cualquier momento podrían serle útiles.

—¿ Qué hicisteis entonces? —preguntó la elfa—. ¿Fue Kit...Kitiara...? —quiso pronunciar aquel nombre con naturalidad pero, al embarullarse, enrojeció avergonzada.

Raistlin se dio cuenta de la agitación interna de Laurana.

—Kitiara ya se había ido—respondió —. Se fue de casa a los quince años, se ganaba la vida con la espada. Según Caramon es una verdadera experta, por lo que no tuvo muchas dificultades en encontrar trabajo de mercenario. De tanto en tanto volvía para comprobar que estuviéramos bien. Cuando crecimos nos llevó con ella. Así es como Caramon y yo aprendimos a luchar juntos —yo utilizando la magia, mi hermano la espada—. Más adelante Kitiara conoció a Tanis —los ojos de Raistlin relampaguearon al observar el desconcierto de Laurana—, y ella a veces viajaba con nosotros.

—¿Nosotros... con quién? ¿Adónde ibais?

—Nuestro grupo estaba formado por Sturm Brightblade, quien ya entonces soñaba con la caballería, el kender, Tanis, Caramon y yo. Viajábamos con Flint, antes de que dejara de ser herrero, para ver mundo y para conocernos a nosotros mismos, pero las rutas se tomaron tan peligrosas que Flint dejó de viajar y, para entonces, ya habíamos aprendido todo lo que podíamos los unos de los otros. Nos hallábamos inquietos y Tanis dijo que había llegado el momento de separarnos.

—¿E hicisteis lo que él dijo? ¿También entonces era vuestro líder? —Laurana comenzó a recordarle tal y como lo había conocido antes de abandonar Qualinesti, imberbe y sin las líneas de desasosiego y preocupación que ahora marcaban su rostro. A pesar de que ya en esas fechas era introvertido y caviloso, atormentado por el sentimiento de pertenecer a dos razas y a ninguna. En aquellos tiempos ella no había sabido comprenderlo. Sólo ahora, tras vivir en un mundo de humanos, comenzaba a hacerlo.

—Posee las características que se cree que son esenciales para dirigir un grupo. Es rápido de pensamiento, inteligente, creativo. Pero la mayoría de nosotros posee estas cualidades en mayor o menor grado. ¿Por qué siguen a Tanis los demás? Sturm es de sangrenoble, miembro de una orden cuyas raíces se remontan a tiempos inmemorables, ¿por qué obedece a un bastardo semielfo? ¿Y Riverwind? Desconfía de cualquiera que no sea humano y de la mayoría de éstos. Aún y así, él y Goldmoon seguirían a Tanis hasta los Abismos. ¿Por qué?

—Me lo había preguntado —comenzó a decir Laurana—, y creo...

Pero Raistlin, ignorándola, pasó a responder a su propia pregunta.

—Tanis escucha sus sentimientos. No los contiene, como hace el caballero, ni los oculta, como hace el bárbaro. Tanis sabe que un jefe de grupo, a veces, debe pensar con el corazón y no con la cabeza. —Raistlin la miró fijamente—. Recuerda esto.

Laurana parpadeó, confundida durante un instante, pero al percibir aquel tono de superioridad en las palabras del mago, habló altivamente, irritada.

—Noto que no te has incluido a ti mismo. Si eres tan inteligente y poderoso como dices, ¿por qué sigues a Tanis?

Raistlin guardó silencio, pues Caramon se acercó y le tendió una copa, y luego la llenó de agua de la olla. El guerrero le lanzó una mirada a Laurana, avergonzado e incómodo como siempre que su hermano lo trataba de esa forma.

Raistlin pareció no notarlo. Sacando una bolsa de su fardo, esparció en el agua caliente unas hojas verdes. La habitación se llenó de un olor acre y picante.

—Yo no le sigo —dijo el joven mago mirando a Laurana—. Por el momento, Tanis y yo simplemente viajamos en la misma dirección.

—Los Caballeros de Solamnia no son bienvenidos a nuestra ciudad —dijo el señor secamente, con el semblante serio. Su oscura mirada recorrió el resto del grupo—. Ni lo son los elfos, los kenders, o los enanos, ni aquellos que viajan con ellos. Tengo entendido que también hay un hechicero entre vosotros, uno que viste la túnica roja. Lleváis cotas de malla, vuestras armas están manchadas de sangre, es evidente que sois diestros guerreros.

—Mercenarios sin duda, señor —dijo el condestable.

—No somos mercenarios —dijo Sturm acercándose al banco con porte noble y orgulloso—. Venimos de las llanuras del norte de Abanasinia. Liberamos a ochocientos hombres, mujeres y niños de Verminaard, el Señor del Dragón, en Pax Tharkas. Huimos de la cólera de los ejércitos de los dragones, dejando a los refugiados en un valle oculto entre las montañas. Después, viajamos hacia el sur, esperando encontrar barcos en la legendaria ciudad de Tarsis. No sabíamos que ahora ya no es una ciudad costera, o no hubiéramos venido.

El señor frunció el ceño.

—¿Dices que venís del norte? Eso es imposible. Nunca nadie consiguió atravesar el reino de los Enanos de la Montaña de Thorbardin.

—Si conoces a los Caballeros de Solamnia, sabes que moriríamos antes de decir una mentira, incluso a nuestros enemigos. Entramos en el reino de los enanos, y éstos nos dejaron atravesarlo al encontrar y devolverles el extraviado Mazo de Kharas.

El Señor se agitó inquieto, lanzándole una mirada al draconiano que estaba sentado tras él.

—Sí, conozco a los caballeros, y por tanto debo creer vuestra historia, aunque sea más parecida a un cuento de niños que...

De pronto se abrieron las puertas y entraron dos soldados que arrastraban con violencia a un prisionero. Empujando a los compañeros a un lado, arrojaron al prisionero al suelo. Se trataba de una mujer. Llevaba el rostro cubierto con velos y vestía una falda larga y una pesada capa. Durante unos segundos se quedó tendida en el suelo como si se hallase demasiado cansada o abatida para levantarse. Después, hizo un gran esfuerzo para conseguirlo, sin éxito. Obviamente nadie iba a ayudarla. El señor se la quedó mirando con expresión torva y ceñuda. El draconiano que estaba tras él se había puesto en pie y la contemplaba interesado. La mujer a duras penas podía moverse pues se tropezaba con sus largas vestiduras.

Un segundo después Sturm estaba a su lado. El caballero había contemplando horrorizado el insensible trato que estaba recibiendo. Le lanzó una mirada a Tanis y vio al cauto semielfo sacudir la cabeza, pero la imagen de aquella mujer haciendo un denodado esfuerzo por levantarse era demasiado para él. Al avanzar hacia la dama uno de los soldados se interpuso en su camino.

—Si quieres puedes matarme, pero voy a ayudar a la prisionera.

El guardia parpadeó y dio un paso atrás, mirando a su señor a la espera de órdenes. El señor negó levemente con la cabeza. Tanis, que lo observaba atentamente, contuvo la respiración. Le pareció ver que el señor sonreía, cubriéndose rápidamente la boca con la mano.

—Señora mía, permitidme que os ayude —dijo Sturm con suma cortesía sujetándola con sus fuertes manos y ayudándola a ponerse en pie.

—Sería mejor que no me hubieses ayudado, caballero —dijo la mujer. A pesar de que sus palabras apenas fueron audibles debido al velo que cubría su rostro, Tanis y Gilthanas dieron un respingo y se miraron el uno al otro—. No sabes lo que has hecho... has arriesgado tu vida...

—Es un privilegio haberlo hecho —dijo Sturm haciendo una reverencia y permaneciendo junto a ella sin apartar la mirada de los guardias.

—¡Es una elfa de Silvanesti! —le susurró Gilthanas a Tanis —. ¿Lo sabe Sturm?

—Por supuesto que no —respondió Tanis en voz baja ¿Cómo podría saberlo? Yo mismo apenas he reconocido su acento.

—¿Qué debe estar haciendo aquí? Silvanesti está muy lejos...

—Puede que... —comenzó a decir Tanis, pero uno de los soldados le dio un golpe en la espalda para que guardase silencio pues el señor se disponía a hablar.

—Princesa Alhana —dijo éste en un frío tono de voz—, se os comunicó que abandonaseis la ciudad. La última vez que os presentasteis ante mí fui misericordioso porque veníais en misión diplomática, y en Tarsis aún observamos el protocolo. No obstante, os dije entonces que no esperarais que os ayudásemos y os di veinticuatro horas para partir, pero veo que aún seguís aquí. —Dirigió una mirada a los guardias—. ¿De qué se la acusa?

—De intentar comprar mercenarios, señor —respondió el condestable —. La encontramos en una posada de la zona del Puente Viejo. Ha sido una suerte que no encontrara a este grupo —dijo lanzándole una mirada a Sturm—, ya que, por supuesto, en Tarsis nadie ayudaría a un elfo.

—Alhana —murmuró Tanis para sí. Luego se dirigió a Gilthanas—. ¿Por qué me resulta tan familiar ese nombre?

—¿Has estado alejado de nuestra gente tanto tiempo que ya no reconoces ese nombre? Sólo una de nuestras primas de Silvanesti se llamaba así. Alhana Starbreeze, hija del Orador de las Estrellas, princesa y única heredera de su padre, ya que no tiene hermanos.

—¡Alhana! —exclamó Tanis recordando. Los elfos se habían separado cientos de años atrás, cuando Kith-Kanan guió a muchos de ellos a la tierra de Qualinesti tras las guerras de Kinslayer. Pero sus dirigentes se habían mantenido en contacto a la misteriosa manera de los elfos quienes, se dice, pueden leer mensajes en el viento y hablar el idioma de Solinari. Ahora recordaba a Alhana —que tenía la reputación de ser la más bella de todas las mujeres elfas, y tan distante como la luna plateada que brilló la noche que nació.

El draconiano se agachó para conferenciar con el señor. Tanis vio que el rostro del hombre se ensombrecía, y tuvo la sensación de que estaba a punto de decir que no estaba de acuerdo, pero tras morderse el labio y suspirar, el señor asintió con la cabeza. El draconiano volvió a ocultarse entre las sombras una vez más.

—Quedáis arrestada, princesa Alhana —dijo el señor. Al ver que los soldados la rodeaban, Sturm se acercó más a la mujer y les lanzó una mirada amenazadora. Su apariencia era de tal nobleza y seguridad, incluso desarmado, que los guardias tuvieron un momento de duda. No obstante, su señor les había dado una orden.

—Será mejor que hagas algo —gruñó Flint—. Estoy de acuerdo con la caballerosidad, pero hay un momento y un lugar para cada cosa, y ¡éste no es ni el momento ni el lugar!

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