E
ra un domingo luminoso, aunque frío. Alexia estaba sentada ante su ordenador personal, en el lujoso piso de la calle Velázquez donde residía. Muebles blancos y negros, alfombras gruesas de color crema, cuadros de arte abstracto… Un mundo limpio y aséptico, y seguramente muy caro. No muy diferente a su despacho profesional.
Tenía aún el cuerpo dolorido, y en su frente se advertía la huella morada que había dejado allí el accidente sufrido la tarde anterior. Lucía un vendaje en su muñeca izquierda, y al intentar teclear en su ordenador personal comprobó que le dolía más de lo que había presumido.
En la pantalla del ordenador apareció el nombre de su habitual buscador de Internet, y escribió:
Narración de Arthur Gordon Pym
.
De inmediato, la magia de la red obró el milagro y ante sus ojos verdes aparecieron más de cien mil entradas en las que se ofrecía información de muy diverso tipo a propósito de aquel relato escrito por Edgar Allan Poe y publicado en la revista
Southern Literary Messenger
en enero de 1837, aunque el final del mismo aparecería al año siguiente en otro formato, después de que Poe hubiera abandonado la citada publicación.
Viéndose desbordada, intentó acotar la búsqueda para adecuarla más a sus intereses. Para ello escribió algunas palabras más, hasta que se topó con un par de entradas que le parecieron de interés.
Aquella historia se podía calificar de novela negra de aventuras, aunque los críticos han visto en ella aspectos que tal vez nacieron de la propia experiencia personal del autor, cuyo apellido recuerda fonéticamente de un modo sospechoso al del propio protagonista.
Arthur Gordon Pym, pudo leer Alexia, se embarcó como polizón en el buque ballenero
Grampus
, ajeno por completo a lo que le depararía aquella aventura. Tras terribles penalidades, únicamente Gordon Pym, que narra la historia en primera persona, y tres miembros más de la tripulación quedaron con vida, aunque a la deriva y con remotas posibilidades de salvarse. La tensión que se vive entre los cuatro supervivientes se traslada al lector de forma magistral. Pym y sus acompañantes, Augustus, Peters y Parker, se verán obligados a decidir la muerte de uno de ellos para poder alimentarse. La suerte le fue esquiva a Parker, y los demás bebieron su sangre y se alimentaron de su carne.
Pero ¿qué razones había tenido la elegante y severa abogada Alexia García para buscar información sobre aquel relato?
Si pretendemos ser del todo precisos, habría que decir que fueron al menos dos los motivos de su búsqueda en Internet. En primer lugar, y aunque no quisiera admitirlo, aquella maldita carta que su padre le había entregado y que ella leía a ratos citaba una y otra vez a Edgar Allan Poe como fuente de inspiración para las novelas de Julio Verne. Y en segundo lugar, y este era el motor principal de su búsqueda en la red, su padre le había mencionado cuando era niña una historia que tenía que ver con aquel relato de terror.
—¿Crees en las casualidades? —le había preguntado Ávalos.
Una Alexia de catorce años de edad se encogió de hombros. No sabía qué decir.
—Las casualidades no existen —dijo su padre—. La casualidad es el seudónimo de Dios. —El maestro de escuela mostró un libro a su hija—. ¿Ves este libro? —Ella asintió—.
Narración de Arthur Gordon Pym
—leyó Ávalos enfatizando el título, y a continuación añadió—: Cuenta la historia del naufragio de cuatro marineros que, para sobrevivir, se vieron obligados a comer a uno de ellos.
Alexia hizo un gesto que expresaba su repugnancia por la escena.
—¿Te puedes creer que cuarenta y siete años después de que Edgar Allan Poe escribiera este relato un barco de verdad naufragó y quedaron cuatro supervivientes que, como en el libro, se vieron obligados a comer a uno de ellos?
—Me estás engañando —protestó Alexia.
—No —aseguró Ávalos—. Aquel barco se llamaba
Mignonette
, y naufragó frente a las costas de Cabo Verde. Y lo más extraordinario fue que el marinero al que se comieron se llamaba Richard Parker, igual que el hombre al que devoran los náufragos en el libro.
—¿Cómo pudo ocurrir algo así? Ese escritor, Poe, ¿veía el futuro?
—¿Quién sabe, cariño? —respondió Ávalos—. ¿Quién sabe?
Casi treinta años después, Alexia había recordado aquella historia que su padre le contó. Se preguntaba si era real, si su padre no mentía. Internet no tardó en ofrecerle informaciones escritas con desigual calidad en las que se narraba exactamente lo mismo que ella escuchó siendo una niña. No podía estar segura, no obstante, de si debía conceder o no credibilidad a lo que circulaba en la red. En todo caso, si era mentira, su padre no era el único embustero.
Aquel descubrimiento, el de que Poe hubiera escrito un relato que, parecía, se había convertido en realidad casi cincuenta años más tarde, ponía a Alexia ante la tesitura de creer o no otras muchas cosas que su padre le había contado. Tal vez, se dijo, papá no mentía. A lo mejor era real aquel mundo de fábulas, leyendas y quimeras que perseguía. ¿Y si estaba en lo cierto y el contenido de la carta que le confió el día en que murió era realmente peligroso? ¿Y si habían matado a su padre por aquel motivo y ella había estado a punto de sufrir idéntica suerte el día anterior?
Porque, en efecto, las magulladuras, la muñeca vendada y el cuerpo dolorido eran el resultado de un aparatoso accidente de tráfico que había sufrido en una calle de Madrid no muy alejada del centro.
Todo fue muy confuso.
Alexia regresaba del gimnasio al que solía acudir los sábados por la mañana. Eran casi las dos de la tarde. No había demasiado tráfico en aquella calle. El semáforo cambió de color. Rojo. Alexia frenó.
No vio venir al otro coche, el que embistió como un rinoceronte a su Volvo C30. El impacto fue tremendo. A pesar del cinturón de seguridad, Alexia acusó el golpe, y su mirada se emborronó. Pero no perdió el sentido, y eso le permitió ver cómo alguien abría la otra puerta de su coche y robaba impunemente su bolso. El bolso en el que, además de su cartera, guardaba la carta de Gaston a su hermano Maurice.
La policía municipal no tardó en llegar. Ella, aún aturdida, explicó lo ocurrido. Se interrogó a varios viandantes que ratificaron la versión de Alexia. En efecto, dijeron, una berlina oscura —un Audi, según la mayoría— había colisionado contra el vehículo de Alexia. Algunos testigos vieron acercarse a un hombre y robar el bolso de la mujer herida. Los gritos y las imprecaciones de quienes estaban presentes no parecieron importarle. Huyó antes de que nadie pudiera reaccionar.
Alexia puso la correspondiente denuncia por el robo de su bolso, y los funcionarios prometieron tramitarla con celeridad y eficacia.
Eso era todo.
Y ahora, veinticuatro horas después, estaba sentada ante el ordenador buscando en Internet pruebas que demostraran que su padre no era un fabulador, porque bien podría haber ocurrido que el accidente no hubiera sido tal, sino que formara parte de un plan calculado, minucioso, para arrebatarle la carta de marras simulando los ladrones que su interés se centraba en el bolso en el que, se suponía, habría dinero. Sin embargo, el robo de un bolso en el que podía o no haber dinero suficiente se le antojaba a Alexia un magro botín para una puesta en escena que incluía una violenta colisión en una céntrica calle de Madrid.
¿De verdad su padre no mentía?
Entonces, en su mente escuchó claramente unas voces que creía desterradas. Las voces de los niños de la escuela que gritaban que el padre de Alexia estaba loco. ¿Lo estaba ella ahora?
Una persona sensata, por ejemplo ella misma un mes antes, no tendría la menor duda de que estaba perdiendo el juicio. ¿Cómo podía siquiera dedicar un minuto de su vida a reflexionar sobre misteriosos asaltantes y oscuras hermandades esotéricas? Esas cosas no existían.
No había prueba alguna que permitiera hablar de asesinato en las circunstancias que rodeaban la muerte de su padre, aunque era evidente que alguien había entrado en su casa. En cuanto al hombre del sombrero, aquel a quien Capellán persiguió por las calles de Cuenca, podía ser un tipo cualquiera que corrió temeroso al ver que un hombre iba tras él. Y finalmente estaba lo que Capellán le había confesado: alguien había entrado en su casa.
Pero, a pesar de todo, algo se había removido en su interior. Alexia lo sabía, aunque luchaba por evitar que aquella incómoda sensación ganara espacio en sus entrañas.
Por un momento, decidió, se olvidaría de
Tapioca
y sus paranoias para centrarse exclusivamente en su padre. Le concedería a Ávalos el beneficio de la duda, al menos durante unos minutos.
Había una evidencia, y era el hecho de que alguien remitía a su padre aquella carta bajo el seudónimo de Nemo. Eso era verdad. Otra cosa bien diferente era determinar si aquella carta la había escrito o no Gaston Verne.
Admitiendo esa posibilidad, había que reconocer que allí se relataban aspectos insólitos de la vida de Julio Verne.
Era igualmente cierto que el estudio de su padre había sufrido un concienzudo registro. Y también lo era que Ávalos creía que aquella carta era peligrosa.
De acuerdo, se dijo: jugaría con aquella hipótesis. Tal vez las personas interesadas en mantener en secreto la carta habían imaginado que ella era la depositaria de la misma. Y, en ese caso, solo un seguimiento detallado de sus costumbres podía haberles hecho sospechar que llevaba en su bolso aquellos documentos cuando provocaron el accidente de tráfico.
Alexia se dejó llevar por la fantasía y sonrió satisfecha, porque, si las cosas habían ocurrido de aquella manera, quienes con tanta atención la habían vigilado desconocían un detalle de gran interés: había hecho una copia de la carta y la guardaba en la caja fuerte de su despacho.
Lo siguiente que hizo fue buscar en un cajón la tarjeta del inspector Carmona y marcar su número de teléfono móvil.
C
abeza abajo, piernas abiertas… El mundo de Estrela era diferente al de las demás personas. A cinco metros de altura y con el cuerpo del revés, todo era distinto, nada resultaba igual a como parecía cuando las cosas se veían con los pies en suelo. Era el inicio de una rutina más. Acababa de dar los primeros pasos de una danza compuesta por arrojes y nudos, agarres y presas. Suspendido del techo, el espectador podía admirar un cuerpo abrazado a unas telas, y unas telas que envolvían un cuerpo sin que se supiera bien si ambos bailaban o pugnaban por la libertad.
Una acrobacia daba paso a un movimiento de agarre. Un suspiro de alivio seguía a una desenrolada doble. Y siempre la sonrisa dibujada en el rostro de la audaz acróbata, transmitiendo alegría, serenidad a un público que no existía en aquella nave industrial en la que ensayaba la compañía de teatro de la que Estrela formaba parte.
Era maravilloso verla convertida en libélula, en hada voladora. El hada Campanilla de Peter Pan debía parecerse mucho a Estrela. Ambas volaban, y ambas provocaban el pasmo dejando a los humanos con la boca abierta.
Pero entre Estrela y Campanilla había algunas diferencias. Para empezar, Estrela era más alta que Campanilla. Sus piernas eran más largas, pesaba cincuenta y cinco kilos, y llevaba toda una vida puliendo aquel cuerpo fibroso en escuelas de danza y gimnasios.
La pasión que Xurxo, su padre, supo transmitirle por la cultura en general y por la danza en particular la convirtió en apasionada bailarina. Desde niña tomó clases de danza clásica y contemporánea, y unos años después decidió unir aquellos conocimientos a otra de sus pasiones: el deporte. Fue entonces cuando se inició en el disciplinado mundo de la gimnasia rítmica.
Aquellos años de formación pulieron su carácter perseverante y posibilitaron que controlara su cuerpo de un modo consciente. La constancia en los entrenamientos se trasladó después a muchos otros territorios de su vida. Por ejemplo, a los estudios.
Estrela siguió la senda humanista de su padre desde los años de bachillerato, y no la abandonó cuando dio el salto a la universidad para matricularse en Historia del Arte en Santiago de Compostela.
Fue precisamente en los días universitarios cuando salió a su encuentro el teatro físico y el circo. Ocurrió el día en que aceptó aquel café al que le invitó Bieito Nuñez. El mismo chico de pelo revuelto y negro como el tizón que aplaudía en aquel instante desde el suelo la última desenrolada doble que Estrela había ejecutado.
—¡Fantástico, niña! ¡Eres la mejor! —Bieito sonrió como él sabía hacerlo. Y su sonrisa desarboló una vez más a Estrela.
Ella bajó de su mundo etéreo compuesto de seda y licra. Las telas con las que ejecutaba sus ejercicios eran elásticas, más amables que las fabricadas con otros materiales, pero ni siquiera eso impedía que se produjeran quemaduras en sus pies, en sus manos y en sus caderas durante las largas horas de ensayo.
—¡Eres un zalamero! —También ella sonrió al joven.
Aquel café, el que compartió con Bieito hacía ya cinco años, cambió su vida.
Estrela nunca había visto a Bieito hasta aquella noche de verano en Santiago de Compostela. Acompañada de otras dos amigas de la facultad, paseaba por el casco antiguo y en su vagabundeo fueron a parar a la plaza de Quintana.
Era una noche magnífica, de esas de estrellas en el cielo y chicos guapos en la tierra. Una noche de luna llena gallega. Una noche de circo en la plaza de Quintana, muy animada a pesar de estar en la zona reservada a los muertos
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En medio del corro que había formado el público alrededor de los titiriteros que actuaban en la plaza poniendo la gorra como única taquilla, Estrela vio al chico que hacía malabares con antorchas. No era demasiado alto, pero eso no la decepcionó. Lo que sedujo a Estrela fueron los ojos negros de aquel muchacho de cabello rebelde, ancho pecho y barba incipiente. Cuando aquellos ojos se detuvieron en los de ella durante unos brevísimos instantes, los precisos para que él lanzara una vez más las antorchas al aire y las recogiera sin que cayeran al suelo, Estrela se estremeció.
El espectáculo se prolongó aún durante media hora, pero Estrela no fue capaz de admirar ningún número más, y en sus recuerdos aquella función no tuvo más artista que el chico de las antorchas. Su memoria se detuvo en aquel momento mágico, como si anticipara la historia de amor que ambos vivirían durante los dos años siguientes. Y todo comenzó cuando, al finalizar la función, el chico de las antorchas se acercó a ella y se presentó: