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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (33 page)

BOOK: La tumba de Verne
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Entonces, tomó una decisión: encomendó a Nati, su eficiente secretaria, que localizara aquel asilo, La Isla. Y que, cuando lo hubiera hecho, le reservase una habitación en Vigo, además de un billete de avión para el primer vuelo que partiera desde Madrid.

Así fue como llegó a aquella habitación, situada en una de las plantas más altas de aquel hotel con vistas a la bahía. Contemplando el mar y los barcos atracados, era imposible no recordar lo que había leído en la carta de Gaston a propósito de las travesías que Julio Verne emprendió a lo largo de su vida, en dos de las cuales hizo escala en aquella ciudad gallega.

La primera ocasión en que desembarcó en la ciudad fue en junio de 1878. Y allí regresó seis años después, en el que sería su último gran crucero.

Alexia había buscado información en alguna biografía publicada sobre Julio Verne y había podido comprobar que muchos de los datos que se ofrecían en la carta eran correctos, como por ejemplo las dos escalas que Verne hizo en Vigo a lo largo de su vida como navegante. Pero otras informaciones no aparecían en ninguna publicación. Por ejemplo, la identidad del hijo de Paul que formó parte del pasaje del último crucero de Verne provocaba la discrepancia entre los biógrafos. Algunos proponían que fue Gaston el sobrino embarcado en aquella ocasión, pero otros se decantaban por su hermano Maurice. Y, por supuesto, ningún biógrafo mencionaba que Verne hubiera formado parte de una hermandad secreta. Finalmente, en ninguna parte se mencionaba carta alguna escrita por Gaston a Maurice.

Alexia se duchó, se vistió de un modo mucho más informal que de costumbre —pantalón vaquero oscuro, suéter negro, anorak beig, y botas negras con generosos tacones— y se dispuso a cruzar el umbral de lo racional. Iría al geriátrico de marras dispuesta a salir de dudas. Minutos después, tomó un taxi.

—Necesito ir a un centro geriátrico llamado La Isla.

—Eso está en Gondomar —dijo el taxista.

—¿Queda lejos?

—Media hora, más o menos —respondió el conductor—. Todo el mundo dice que es un sitio de primera.

—¿De veras?

—Hay tortas por conseguir una plaza allí.

Alexia no hizo más comentarios. No tenía ganas de charla, y prefirió consumir el tiempo dejando que sus ojos se untaran del verde del paisaje y permitiendo que su mente deambulara de un lado para otro.

Un puñado de imágenes se fueron superponiendo en su mente sin ningún orden: la muerte de su padre, las pesquisas del inspector Carmona y la propia muerte del policía, la figura del capitán Nemo, la sociedad de La Niebla, el robo de su bolso y el irritante
Tapioca
.

¡Capellán!

¿Qué habría sido de Miguel Capellán?

El recuerdo de la visita de
Tapioca
a su despacho desplazó de pronto al resto de las imágenes. Alexia recordó la clara advertencia que el periodista le había formulado. Ella estaba en peligro, le aseguró. Él mismo, confesó, sospechaba que alguien había entrado en su piso y creía que los asaltantes buscaban la maldita carta.

Alexia imaginaba que Miguel había llegado a la conclusión de que era ella quien conservaba la dichosa carta. Y ella misma se había delatado cuando, sin darse cuenta, dijo en la última conversación que ambos tuvieron que Hetzel formaba parte de aquella hermandad llamada La Niebla. La metedura de pata no pasó inadvertida para el periodista, aunque ella trató de salir del trance lo mejor que pudo.

Miguel le había anunciado su intención de viajar hasta Vigo para esclarecer aquel misterio. Pretendía desenmascarar al misterioso Nemo. Alexia se preguntó si ya lo habría logrado. ¿Estaría Capellán aún en Galicia?

Según él, la lealtad que sentía por Ávalos le obligaba a descubrir la identidad de quienes lo habían asesinado. Miguel nunca había creído que la muerte de Ávalos fuera un accidente. Pero Alexia sospechaba que, al igual que ella, también
Tapioca
ocultaba algo.

—Estamos a un paso, señorita —anunció el taxista.

Alexia no hizo comentario alguno, pero sin poder evitarlo sintió un estremecimiento. Hasta aquel momento no había caído en la cuenta de que no tenía trazado ningún plan. ¿Qué haría cuando llegara a la residencia geriátrica? ¿Acaso podía preguntar directamente por Nemo?

Apresuradamente, intentó construir una estrategia, pero todas sus ideas le parecieron estúpidas y muy difíciles de defender. Por otra parte, no estaba segura de sus dotes como actriz. Seguro que
Tapioca
se las hubiera arreglado mucho mejor que ella.

De pronto, el taxi se detuvo ante una imponente puerta de hierro. Un sólido muro de piedra repleto de musgo amparaba un edificio de aspecto medieval.

—Es un pazo formidable, ¿verdad, señorita? —comentó el taxista.

Ella asintió en silencio. Lo era. De verdad que era un edificio extraordinario.

Alexia pagó al taxista sin preocuparse sobre cómo regresaría a Vigo. Lo más urgente era diseñar una estrategia, porque ya no había vuelta atrás. El cartel que había junto a la puerta no admitía duda alguna: aquella era la residencia geriátrica que aparecía en el folleto propagandístico que estaba en el despacho de su padre.

Cuando pulsó el timbre, Alexia había tomado una decisión: sería ella misma. Sería una abogada que representaba los intereses de un cliente y le resultaba imprescindible encontrar a una persona en aquel geriátrico. Hablaría claramente al director sobre unas cartas remitidas desde allí y solicitaría su colaboración para localizar al remitente.

La puerta se abrió, y Alexia se adentró en el jardín. Un camino de grava conducía hasta los anchos escalones que daban acceso al pazo, ahora reconvertido en centro para ancianos. Vio una amplia cristalera y, tras ella, a alguien a quien no sabía si deseaba ver o no.

Allí estaba, mirándola como un idiota, Miguel
Tapioca
Capellán.

9

M
iguel se abrió paso entre un grupo de familiares que charlaban animadamente con una anciana sin perder de vista el posible regreso de Marino Rey, el director del geriátrico. La aparición de Alexia podía echarlo todo a perder. No sabía qué excusa iba a utilizar la abogada para explicar su presencia allí, pero fuese la que fuese podía resultar sospechoso que dos personas deslizaran, aunque fuera de forma sutil como él había hecho, el nombre de Julio Verne. Además, Ana Otero, la eficaz secretaria de Marino, podía salir al encuentro de Alexia en cualquier instante.

Miguel se apresuró a llegar hasta la puerta al tiempo que Alexia la franqueaba.

—¿Se puede saber qué haces aquí? —Capellán no se esforzó lo más mínimo en ocultar su enfado.

—¿Disculpa? —Alexia irguió su cuerpo. Los altos tacones le permitían ver por encima del hombro de Capellán—. ¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones de adónde voy o de dónde vengo? ¿Nos hemos casado y yo no me he enterado?

En ese instante, Ana Otero apareció entre un grupo de residentes. En su rostro resplandecía la sonrisa amable y la actitud eficaz que Miguel ya conocía.

—Puedes estropearlo todo —masculló Miguel, procurando no mover apenas los labios para que Otero no escuchara sus palabras.

—¿Ya has descubierto a Nemo? —preguntó Alexia en voz baja.

—Estoy en ello.

—¡No me digas!

Miguel no pudo responder. Ana Otero se presentó a Alexia ofreciendo su mano como saludo.

—Soy Ana Otero, secretaria del director del centro. ¿Usted es…?

—Mi esposa —respondió Miguel anticipándose a Alexia.

Ana miró a la esbelta mujer y luego sus ojos buscaron el rostro sin afeitar de Capellán. Aunque no dijo nada, su expresión denotaba cierta decepción.

Alexia encajó el golpe como pudo y trató de rehacerse.

—Alexia —se presentó, estrechando la mano de Otero—. Me aburría en el coche, ahí fuera. —Miró hacia el aparcamiento—. ¿Ya has visto el centro, cariño? —preguntó volviéndose hacia Miguel.

—Creo que sí —respondió Capellán—. La señora Otero me ha servido de guía.

—Señorita —puntualizó la secretaria con rapidez regalando una sonrisa más a Capellán. Alexia la miró con curiosidad, y Ana Otero no bajó la mirada.

—¿Y bien? —preguntó Alexia a su recién estrenado marido.

—Todo es tan extraordinario como me habían dicho. Incluso tienen un servicio de peluquería y una magnífica biblioteca que hará las delicias de papá. —Miró a Alexia antes de añadir—: Tienen la colección completa de los
Viajes extraordinarios
de Verne. ¡Imagínate! ¡Con lo que le gustan a mi padre esas novelas! Le había preguntado a la señorita Otero si hay algún lector en el centro que muestre preferencia por Verne.

Alexia pareció comprender la estrategia de Miguel. Al menos, eso esperaba él. Alexia debía deducir que él se había presentado allí con la excusa de pedir plaza en la residencia para alojar a su padre, a quien había retratado como un amante de las novelas de Verne.

—Sí, pero como ya le expliqué, tendría que comprobar en las fichas de préstamo si hay algún apasionado lector de esas aventuras —explicó Otero.

En ese momento, Miguel vio al fondo de un pasillo a Marino Rey. Por lo que recordaba de su visita guiada, aquel era uno de los dos pasillos a lo largo de los cuales se distribuían las habitaciones de los residentes situadas en el primer piso que contaban con salida directa al jardín. Miguel se preguntó si alguna de aquellas habitaciones sería la de don Rodrigo, cuya silla de ruedas Rey había conducido minutos antes.

—¿Sería tan amable de mostrar alguna de las habitaciones del primer piso a mi esposa? —preguntó Miguel a Ana Otero. La mujer pareció incómoda. Estaba claro que creía haber empleado ya tiempo suficiente con Capellán, pero finalmente aceptó.

Alexia miró con extrañeza a Miguel, pero no dijo nada. Imaginó que el periodista debía tener alguna razón para pedir una nueva visita a aquella zona del edificio.

Instantes después, los tres se detuvieron ante la misma puerta a la que la secretaria de Marino Rey había llevado a Miguel minutos antes. Una vez más, buscó entre las llaves que custodiaba la necesaria para abrir la habitación, y los tres entraron en ella.

Alexia percibió el olor a limpio y la sencilla comodidad con la que todo estaba dispuesto, de manera que cuando confesó sentirse gratamente sorprendida por lo que veía no mintió. Realmente, las instalaciones de La Isla parecían envidiables.

—¿Alguna de estas habitaciones está libre? —preguntó Miguel.

—Lo cierto es que no —respondió la secretaria—. Las de esta ala del edificio están ocupadas por residentes veteranos.

—Comprendo —comentó Capellán antes de añadir de un modo que pretendió que fuera casual lo siguiente—: Imagino que se refiere a don Rodrigo y a personas que, como él, llevan aquí mucho tiempo.

Ana Otero miró fijamente a Miguel.

—¿Don Rodrigo?

—Sí, ese anciano que usted me dijo que llevaba aquí desde el primer día, el que nunca habla.

—Sí —admitió Otero—, el pobre don Rodrigo es uno de los residentes de esta ala. Su habitación es aquella. —Señaló una puerta situada al fondo del corredor.

Miguel miró la puerta y luego a Alexia.

—Creo que este lugar supera todas mis expectativas. Es mucho mejor de lo que me habían contado. —Se giró hacia Otero y dijo—: Le enviaré la documentación que me ha solicitado esta misma semana. ¿Nos vamos, cariño? —Miró a Alexia y ella se esforzó en esbozar una sonrisa.

Miguel y Alexia atravesaron el jardín en dirección a la puerta de hierro de la finca sin cruzar una sola palabra. Caminaban juntos, como el matrimonio que se suponía que eran. Los dos sentían la mirada inquisidora de Ana Otero en sus espaldas. No era el momento de reproches ni preguntas. Pero, cuando llegaron al aparcamiento y se sintieron a salvo de miradas indiscretas, Alexia rompió el fuego.

—¿Tu mujer? Pero ¿quién coño te has creído que eres?

—Alguien que no está dispuesto a que una aficionada estropee sus planes.

—¿Tus planes? ¿Qué planes? ¿Lo único que se te ha ocurrido es hablar de un padre al que pretendes buscar asilo aquí? —Señaló el pazo con su dedo índice.

—¿Te parece que mis ideas no están a la altura de las tuyas? Pues cuéntame, ¿qué tenías pensado tú?

—Ser yo misma —respondió Alexia—, una abogada que vela por los intereses de su cliente, que en este caso es mi padre. Un padre real, no de ficción. Y, por si lo has olvidado, un padre que ha muerto.

—Yo no he olvidado a tu padre. Por eso estoy aquí.

—No me hagas llorar —se burló Alexia—. Tú estás aquí porque buscas una historia que escribir. No me vengas con que te preocupa saber qué le ocurrió en verdad a mi padre.

—Lo que le ocurrió a tu padre ya lo sé y ya te lo dije: lo asesinaron. Y te dije que tú y yo podíamos ser los siguientes.

Alexia respiró profundamente, obligándose a pensar lo que debía responder. No quería decirle aún a Miguel lo que le había sucedido al inspector Carmona. Le costaba admitir que Capellán hubiera estado en lo cierto sobre lo de su padre y, tal vez, sobre el peligro que ellos mismos corrían. Miró hacia el pazo y descubrió las cámaras de seguridad.

—Hay cámaras de seguridad. No deberíamos discutir aquí.

—Ya sé que hay cámaras de seguridad —replicó Miguel—. Recuerda que yo llegué antes. Y, además, te avisé que vendría. En cambio tú…

—He venido cuando me ha parecido. —Alexia observó de nuevo a las cámaras de vigilancia—. Oye, vámonos de aquí, ¿de acuerdo? ¿Tienes coche?

—Por supuesto —respondió Miguel—. ¿Cómo diablos has venido tú?

—En taxi.

—¡¿En taxi?! ¡Eso sí que es discreción!

Alexia
Bacall
lo taladró con la mirada.

—¿Nos vamos o no?

Miguel abrió el Golf con el mando a distancia y se obligó a ser cortés, de manera que ofreció el asiento del acompañante a Alexia. Ella se acomodó en el interior del vehículo.

Durante unos minutos, un espeso silencio se instaló entre ellos. Finalmente, Capellán escuchó decir a la abogada:

—Sufrí un accidente de tráfico, y creo que fue intencionado.

Miguel miró por el espejo retrovisor. Ningún vehículo circulaba en la misma dirección. Frenó y aparcó en el arcén.

—¿Un accidente? ¿Qué pasó?

Alexia ocultó su rostro entre las manos, se frotó los ojos y luego respondió:

—Y creo que han matado al inspector Carmona.

—¿Cómo que lo han matado?

Alexia tomó aire y buscó las palabras adecuadas.

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