Al pasar por una pequeña cala apartada, Francisco vio a dos hombres que hablaban sentados sobre una roca. A uno de ellos no lo había visto jamás, pero en cambio reconoció de inmediato en el otro al famoso escritor al que había servido la cena la noche anterior.
Francisco no era hombre a quien le gustara meterse en la vida de nadie. Su negocio exigía tanto la profesionalidad como la discreción, pero aquella noche le picó la curiosidad y se aproximó a los dos hombres amparándose en las sombras y las rocas que emergían de la arena de la playa.
Verne hablaba animadamente con un sujeto de constitución fuerte, alto, y cuyas maneras tenían algo de aristocrático. Parecía no haber cumplido los cuarenta años.
Novoa no pudo escuchar claramente la conversación entre los dos hombres, pero sí se enteró de que Verne llamaba Nemo a su acompañante. Igualmente, gracias a un afortunado reflejo del farol con el que los dos hombres se alumbraban, Francisco advirtió que en la solapa del desconocido había una bandera negra con una
R
y una
M
bordadas en el centro.
Unos minutos después, con idéntico sigilo al empleado al acercarse, Novoa se alejó de la playa. El paso del tiempo convertiría aquella escena en leyenda de la familia, pues de padres a hijos se relató que el bisabuelo de Matías había visto a Verne junto al mismísimo capitán Nemo.
Tal vez, admitió Matías mirando a Estrela, no todos en la familia dieron crédito a lo que su antepasado confesó. Sabía que algunos se habían burlado de aquella historia, pero él no.
—Para mí, todo lo que mi bisabuelo relató es cierto —dijo—. Y tan cierto lo he creído que desde niño devoré una y otra vez las novelas de Julio Verne. Lo único que no encajaba para mí en aquella historia eran las letras bordadas que mi bisabuelo dijo haber visto, pues, según la novela, en la bandera negra de Nemo hay una solitaria
N
dorada. Solo muchos años después comprendí que mi abuelo no se había equivocado.
»Yo nunca he tenido familia. No me casé, y fui hijo único. Hubo un momento en mi vida en que comprendí que solo tenía dinero y al mirar hacia atrás advertí que todo aquello por lo que había luchado lo había conseguido con creces. Pero aún tenía un sueño de mi infancia por cumplir: dar la vuelta al mundo en ochenta días exactamente igual que hizo Phileas Fogg, el personaje creado por Verne. Quise emular a Nelly Bly. —Novoa observó la cara de incredulidad de Estrela—. Por lo que veo, nunca habías escuchado ese nombre, ¿no es cierto?
Estrela admitió que no tenía la más remota idea de quién era Nelly Bly, y estaba a punto de añadir que no sabía qué podía tener que ver todo aquello con ella y con su abuelo, pero Matías alzó la mano pidiéndole un poco de paciencia.
—Pues estoy seguro de que la historia de Nelly Bly te entusiasmaría. En realidad, era el seudónimo de una audaz periodista norteamericana llamada Elisabeth Jane Cochran, que a finales del siglo
XIX
decidió realizar el mismo viaje que Verne diseñó para Phileas Fogg con el propósito de batir su récord. Pero esa es otra historia. No quiero que pienses que estás ante un viejo al que se le va la cabeza. Déjame que vaya a lo que a ti te interesa.
»El caso es que di la vuelta al mundo siguiendo paso a paso el itinerario de Fogg. Como ya te dije, dispongo de una holgada posición económica, y para muchos aquella aventura fue una excentricidad más de un millonario ocioso. Quienes creían conocerme sabían que Verne había sido una obsesión para mí durante toda mi vida. Empleé buena parte de mi fortuna en adquirir primeras ediciones de sus novelas, rastreé en anticuarios de media Europa y casas de subasta objetos que pertenecieron al escritor. —Novoa tosió y respiró con dificultad. Unos segundos después pareció recuperado y prosiguió su historia—: En cierta ocasión, recibí la información de que en una librería de viejo de Luxemburgo había un libro que me podía interesar. —Su mirada regresó al jardín. Había dejado de llover—. Se trataba de una primera edición de una novela de Verne poco conocida,
El testamento de un excéntrico
. —El hombre se volvió hacia Estrela—. ¿Sabías que un sobrino de Julio Verne llamado Gaston disparó sobre su tío un día y lo dejó cojo de por vida?
Estrela movió negativamente la cabeza.
—Pues eso fue lo que ocurrió. Y, de resultas del caso, a Gaston lo encerraron en un establecimiento psiquiátrico, pues se le tomó por loco. Imagínate mi sorpresa cuando descubrí en aquella librería, y dentro de la novela que te dije, una carta firmada por el mismísimo Gaston y dirigida a un hermano suyo llamado Maurice. En ella, el sobrino de Julio Verne descubría una cara insólita de la personalidad de su tío.
—Discúlpeme, señor Novoa, y perdone que le interrumpa. Pero ¿se puede saber qué tiene que ver la leyenda de su familia y esa carta que dice que encontró conmigo y con mi abuelo?
—Querida niña —respondió Matías Novoa—, me preguntas qué tiene ver mi historia contigo y con tu abuelo, y debo decirte que todo. Pero respóndeme antes a la pregunta que te formulé en el salón: ¿qué darías por estar eternamente junto a tu abuelo?
Estrela miró a aquel extraño hombre, convencida de que Matías no estaba en sus cabales. No obstante, algo en su interior la retenía en aquella habitación. Don Rodrigo, Matías o como quiera que se llamara aquel anciano, ejercía sobre ella una extraña fascinación. Por otra parte, responder a aquella pregunta era para ella bien sencillo.
—Por mi abuelo, haría cualquier cosa.
—No esperaba menos de ti —respondió Matías, y acto seguido se acercó a la estantería situada frente a su cama, apartó un libro de la misma, y accionó algún tipo de mecanismo que Estrela no pudo ver. Para su sorpresa, la estantería se desplazó dejando ver una puerta oculta. Matías la abrió y Estrela descubrió con asombro una estancia que nada tenía que ver con la austera habitación en la que se encontraba—. ¿Serías tan amable de acompañarme?
… Como te dije al comienzo de esta carta, Maurice, días antes de que me hicieras llegar la noticia de la muerte de nuestro tío, recibí la visita de un hombre a quien antes nunca había visto. Era un tipo de aspecto anodino. Nada en él era llamativo, ni su ropa ni su cara. El tono de su voz era monótono, y a veces parecía cansado.
En principio, supuse que me traería alguna nueva información sobre Jules. Tal vez, una nueva novela. Así había ocurrido durante todos los años que llevo aquí encerrado. Como ya te dije, por ellos tenía noticia de lo que Jules hacía o escribía. Así supe que en la primavera de 1894 nuestro tío había comenzado a cartearse con un joven estudiante italiano llamado Mario Turiello
[101]
. Como habrás imaginado, ELLOS controlaban la correspondencia de nuestro tío.
Pero no, aquella no era una visita más.
El desconocido me preguntó sin preámbulos dónde creía yo que Jules escondería algo si hubiera decidido tal cosa. Lo miré asombrado. No entendía el motivo de la pregunta. Por mi parte, exigí saber cuándo pensaban restablecer mi honor y sacarme de mi encierro. A lo que aquel hombre respondió con evasivas y exigió de mí un último servicio.
Monté en cólera. ¿Un último servicio? ¿Les parecía poco haber espiado a nuestro tío, haberle disparado incluso en la confianza de que servía a un proyecto honorable? Y ahora, casi veinte años después de haber iniciado mi encierro, aún se me exigía un nuevo servicio. En ese instante supe que jamás recuperaría mi libertad.
Ajeno a mi dolor, el visitante me dijo que Jules había pretendido engañarlos. De sus labios escuché por vez primera el nombre de Albert Roze, un escultor que, al parecer, era amigo de nuestro tío y con quien fraguaba un plan desde 1898. Me dijo que Jules había encargado a Roze el diseño de su mausoleo y que la decoración de esa tumba no se había elegido por casualidad.
Supe igualmente que Jules había quemado ese mismo año de 1898 una gran cantidad de documentos, criptogramas y todos aquellos papeles que lo vinculaban con La Niebla y con la orden. Lo hizo cumpliendo un precepto que la propia orden imponía a sus grandes iniciados. Al parecer, los hombres sin rostro creyeron que en aquella hoguera había desaparecido también el manuscrito del que antes te hablé,
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud.
Pero no fue así. Jules había pretendido engañarlos.
En una de las cartas que había remitido a ese joven italiano, nuestro tío le hablaba de la existencia de ese relato. A él le había comentado también sus tratos con Roze, y anticipaba que su mausoleo sería muy especial. En aquella tumba, anunció, ocultaría parte de las claves necesarias para localizar el lugar donde pretendía ocultar
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud.
Yo escuchaba las palabras de aquel hombre sin el más mínimo interés. No había esperanza alguna para mí, pero el visitante proseguía imperturbable diciendo que el resto de las claves estaban sepultadas en las páginas de la novela que Jules escribió precisamente en el mismo año en que comenzó a diseñar su tumba y quemó todos aquellos papeles:
El testamento de un excéntrico
.
Sin duda, no había título más adecuado para lo que al parecer nuestro tío tramaba. Y todo, según parecía, se lo había confesado al tal Turiello, en quien parecía tener gran confianza.
Me repuse como buenamente pude y pregunté a aquel hombre qué era lo que quería de mí. ¿Acaso no había desvelado nuestro tío a Turiello dónde había ocultado el manuscrito?
Sonreí satisfecho cuando el visitante me confesó que esa carta, la carta clave, se había perdido. Estaban seguros de que Jules la había escrito, pero jamás llegó a manos de Turiello. Por eso yo les resultaba imprescindible. Creían que nadie mejor que yo conocía a Jules Verne, y de ahí que creyeran que sería capaz de decirles dónde había escondido nuestro tío el relato que tanto miedo les daba.
Iba a responder que no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Quién conocía en verdad a Jules Verne si él mismo decía de sí que era el más desconocido de los hombres? Pero en ese instante recordé una conversación que mantuve con nuestro tío muchos años antes.
Estábamos sentados en la galería de su casa en la calle Charles Dubois. Desde aquel jardín de invierno acristalado contemplábamos cómo la tarde cenicienta se desplomaba sobre el patio adoquinado.
La gente mira sin ver, dijo él de pronto. Tenía la mirada ausente y el ceño fruncido. Con voz cansada comentó que durante toda su vida había ocultado ideas, secretos, entre las líneas de sus novelas, y nadie parecía advertirlo. De pronto, pareció reparar en mi presencia, me miró y me preguntó si creía que algún día alguien comprendería su obra. ¿Habrá valido la pena tanto disimulo?
No supe qué decir.
Jules desvió la mirada de nuevo hacia el patio y confesó que el mejor lugar para ocultar un verdadero secreto era ponerlo a la vista de todo el mundo. Admitió que no sabía si los libros eran la mejor opción. Si quisiera ocultar un árbol, dijo, lo plantaría en medio de un bosque. Si quisiera ocultar una piedra, elegiría una que estuviera rodeada por otras semejantes.
Ante mi silencio, el visitante volvió a preguntar si sabía dónde podría haber ocultado nuestro tío su último relato.
Por un instante, estuve a punto de decir lo que pensaba: que Jules no habría elegido un lugar recóndito para ocultar su legado. Estaba seguro de que el manuscrito reposaba allí donde nadie imaginaría, delante de las narices de todo el mundo. Pero no fue eso lo que dije. En realidad, no dije nada. Me encogí de hombros, sostuve la mirada del visitante y aguardé a que se fuera.
Supongo, querido Maurice, que la historia hablará de mí como el sobrino loco de Jules Verne que le disparó a bocajarro dejándolo cojo para siempre. Nadie mencionará nunca el tormento que para mí ha supuesto este encierro en el que me consumo, ni se interesarán por cuáles fueron mis verdaderas intenciones cuando cometí aquel terrible atentado del que hoy me arrepiento.
Confío en ti. Solo tú, y esta carta, podréis restablecer mi honor. Y, mientras ese día llega, mantengo la esperanza de que ELLOS nunca encuentren el último Verne…
E
strela comprendió que aquel apartamento confortable y no exento de cierto lujo se había construido en el espacio ocupado por la vieja capilla adosada al pazo. Jamás hubiera podido sospechar que ambos edificios estuvieran conectados de aquel modo.
—En otros tiempos, el señor del pazo accedía a la capilla a través de una entrada privada —explicó Matías Novoa—. Como ves, este acceso ha sido una excelente solución para mi proyecto. Me he esforzado en ocultar mi rastro hace mucho tiempo. —Señaló un sillón a Estrela. Él ocupó otro situado justo enfrente. Una mesa de cristal los separaba—. Matías Novoa murió en un incendio a todos los efectos, y digamos que su fortuna la heredó un amigo suyo llamado Rodrigo Castro, un viejecito a quien el alzhéimer ha apresado y que nunca habla. Mi fortuna está a salvo. Hasta ahora, dos personas conocían mi auténtica identidad. Uno es mi abogado y hombre de confianza. Otro es Marino Rey, el director de este establecimiento que yo mismo ordené construir. Ahora, también tú, Estrela, conoces mi secreto.
—¿Y por qué yo? ¿Por qué se ha escondido y ha cambiado de identidad?
—Ten un poco más de paciencia, solo un poco, y comprenderás mis razones. ¿Te apetece café o cualquier otra cosa? ¿No? Está bien. —El anciano miró a su alrededor y dijo—: Como ves, el hecho de que quisiera pasar inadvertido no ha impedido que viva con total comodidad, salvo que debo andar con cuidado cuando abro las ventanas. —Cogió un mando que se encontraba sobre la mesa de cristal alrededor de la cual ambos habían tomado asiento y se lo mostró a Estrela—. Tengo un sistema de seguridad magnífico, de lo mejor. —Pulsó un botón y se encendieron varias pantallas en las que Estrela no había reparado. En ellas se ofrecían diferentes perspectivas de la finca y del geriátrico. La joven descubrió que la estancia no estaba dividida, sino que se trataba de un gigantesco salón en el que sí se advertían diferentes rincones delimitados por muebles concretos. En la zona donde habían tomado asiento las paredes estaban forradas de madera y piedra. En un rincón alejado, Estrela descubrió un piano.
—Me gusta tocarlo de vez en cuando —confesó Matías adivinando los pensamientos de su invitada—. Pero debo ser cuidadoso para que nadie sospeche de dónde procede la música.