Read La Tumba Negra Online

Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (40 page)

BOOK: La Tumba Negra
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»—Deberías seguir acostado —me dijo el coronel.

»—Tienes que descansar, muchacho —decía Hamit. Sus voces me resonaban en los oídos como los agudos zumbidos de las moscas que se posaban sobre los cadáveres de mis soldados. A medida que hablaban, el ruido iba en aumento y el sabor a sangre que notaba en la boca se me hacía insoportable.

»Me acerqué al coronel. Alargué la mano, y él, creyendo que quería estrechársela, me ofreció la suya. Con un rápido movimiento le arrebaté la pistola de la cintura. Quité el seguro y sólo me llevó unos segundos montarla y vaciarle el cargador en la cabeza a Hamit. El coronel, que se había puesto en pie de un salto, estaba petrificado por la sorpresa.

»—¡Qué has hecho, Eşref! —empezó a gritar asustado. Creía que me había vuelto loco y que le iba a matar también a él. Pero le di la vuelta al arma y se la ofrecí por la culata.

»—Él ha sido el asesino de mis hombres —dije—. Hamit Agá era el traidor que había entre nosotros. Haga que registren su casa y encontrará un terrorista herido en la rodilla. Él se lo contará todo.

»Mientras miraba la cara aturdida por la sorpresa y el horror del coronel, volví a perder el sentido.

»En esa ocasión abrí los ojos en el hospital. Me había pasado dos días y dos noches delirando: “Hamit matará a mis hombres. Que no se escape Cemşid”. Esa tarde, el coronel Rıdvan vino a verme. Habían apresado al terrorista herido en el dormitorio de las mujeres de Hamit Agá. En cuanto le presionaron un poco, confesó que Hamit formaba parte de la organización. No obstante, me dijo el coronel que, sintiéndolo de veras, habría una investigación, porque le había disparado a bocajarro, sin dar tiempo a que lo interrogaran. A mí no me importaba lo más mínimo. No dejaba de pensar en Cemşid. Incluso aunque me expulsaran del ejército, le encontraría y vengaría la muerte de mis hombres. Me resultaría imposible hallar la paz mientras él siguiera vivo… Pero no pudo ser; antes de que yo saliera del hospital, Cemşid cayó junto a seis de sus hombres en la montaña de Cudi bajo el fuego de los helicópteros Cobra. Cuando supe que había muerto, sentí un gran vacío interior. Era como si hubiera perdido el objetivo de mi vida y el deseo de vivir. Sus palabras me resonaban en los oídos: “Tú y yo jugamos a ‘el castillo es mío’. Pero de una forma más sanguinaria y despiadada”.

»Entonces entendí por qué sentía aquel vacío: porque había perdido a mi compañero de juego. Por eso él no me había matado a mí cuando tuvo la ocasión. Seguí pensando en aquello hasta que salí del hospital…

»El tribunal me encontró inocente. Pero yo estaba cada vez más raro. No podía dormir. Cuando por fin caía agotado después de pasarme las noches sin pegar ojo, revivía los sucesos del paso de Boynuz. Me ingresaron de nuevo en el hospital, esta vez en el pabellón psiquiátrico. Me dieron pastillas para que pudiera dormir. Y empecé unas sesiones de psicoterapia en las que me hacían hablar. Hablar me sentaba bien. Estuve en el hospital un mes, más o menos. Los médicos decían que había vuelto a mi estado normal. Pero mis jefes opinaban que ya no serviría de nada en el frente. Me sugirieron que pidiera el traslado a Estambul, pero no acepté. Así fue como vine aquí, aunque esté algo alejado de la primera línea.

—¿Y qué hizo tu mujer? —preguntó Esra, que había permanecido callada desde que Eşref había comenzado su relato.

Él cogió un cigarrillo, se lo puso en los labios y lo encendió. Mientras expulsaba el humo dijo:

—Mi matrimonio, como el tuyo, fue un gran error. Y lo habría sido mayor de no haber nacido Gülin… Mi mujer se hundió cuando me destinaron a Şırnak. Le dije que viniera conmigo, pero me respondió que no podía poner en peligro su vida ni la de nuestra hija. Le di la razón. Así que vine solo a Şırnak. Cuando tenía la oportunidad, iba a verlas, pero me resultó imposible cuando los enfrentamientos empezaron a hacerse más frecuentes. Mi mujer lloraba por teléfono y me pedía que me buscara un enchufe y pidiera el traslado a Estambul. Pero yo no podía plantarme ante mis superiores y pedírselo. Mi abuelo había sido un militar honorable y yo me había unido a las fuerzas armadas siguiendo su ejemplo. No podía ser egoísta mientras morían miles de hijos de la patria. No podía aunque quisiera. Pero mi mujer no lo entendía. En cierta ocasión en que me hirieron, vino a Şırnak, al hospital. Y en cuanto llegó, empezó a sermonearme: «Ya te lo había dicho. Mira, casi te matan. Pide el traslado a Estambul en cuanto salgas del hospital». Y mientras me lo decía, yo recordaba cómo mis hombres, los que habían muerto, habían roto sus cuadernos de «la blanca» cuando formamos el grupo. «La blanca» es el documento que se les da a los soldados cuando se licencian, y cada uno de ellos tiene un cuaderno en el que va marcando los días que pasan. Todos saben perfectamente cuál es el día de «la blanca». Pero cuando formamos el equipo mis hombres me dijeron:

»—Hemos decidido romper los cuadernos de “la blanca”, mi capitán.

»—¿Por qué? —les pregunté.

»—Porque nos distraen, mi capitán.

»Y al recordar cómo mis soldados habían roto los cuadernos de “la blanca”, las palabras de mi mujer empezaron a irritarme de verdad. Le pedí al médico que no le permitiera verme. Es decir que, muy educadamente, conseguí que la echaran del hospital. Y ella se dio cuenta, claro. Desde aquel día nuestra relación se enfrió. Todos los meses le envío dinero, pero voy a Estambul sólo para ver a mi hija. El nuestro es un matrimonio que ha terminado de hecho. A veces creo que no le falta razón. Lo único que quiere es un marido que esté con ella y una vida feliz. Pero ¿qué puedo hacer? Las circunstancias me han impedido ser un hombre como a ella le gustaría…

Eşref guardó silencio. Empezó a mirar hacia la oscuridad dando profundas chupadas a su cigarrillo. Esra le tomó la mano.

—Has vivido cosas terribles… Pero las has aguantado bien, cualquier otro se habría vuelto loco.

Él clavó la mirada en la de Esra, aunque no podía verla bien en la oscuridad.

—No te he contado todo esto para que supieras lo que he vivido, sino para que entiendas lo astuta y lo peligrosa que puede ser la organización. Tienen con el pueblo unas relaciones que no hay que menospreciar. Poseen cuadros muy bien formados, capaces de cualquier argucia con tal de alcanzar sus objetivos y a los que no les importa matar o morir. Si creen que pueden encontrar apoyo en los antiguos pueblos armenios, no les importará vengar asesinatos cometidos hace setenta y ocho años.

Esra no sabía qué decir. Lo que había oído era sorprendente, pero no había servido para resolver las dudas que tenía. Y lo peor era que no se podía decir que no probaran nada aquellos amargos sucesos que había vivido Eşref. Sintiendo su dolor, acarició cariñosamente la fuerte mano de aquel soldado con el alma herida.

Vigésima primera tablilla

En la ciudad todos compartían mi dolor. La muerte de mi padre no sólo me había convertido en escriba de palacio, sino que además me había otorgado un renombre que no me merecía entre los nobles y el pueblo. La gente que me encontraba por la calle me reconocía como hijo de Araras, el hombre que había defendido la ciudad con su vida, y cada vez que me veían, se me acercaban, pronunciaban palabras de encomio sobre mi padre y me aconsejaban que fuera un hombre tan valiente y sabio como él. Comencé mis funciones como escriba con el honor y el entusiasmo que había heredado de mi padre.

Mi primer día como escriba el rey Pisiris me mandó llamar. Y en presencia de la reina, me dijo:

—La razón de que te hayamos nombrado escriba de palacio no sólo es el respeto que sentíamos por tu padre. Ni tampoco que tus ancestros hayan sido escribas desde hace generaciones. La razón por la queremos verte cerca de nosotros, en nuestro palacio, es porque eres uno de los hombres mejor formados de este país. Los elogios pueden desviar del buen camino a los jóvenes, malcriarlos. Pero nosotros te conocemos, sabemos cómo eres. Posees tantos conocimientos como valores morales. Los que te criaron te educaron bien, supieron formarte. No sólo te enseñaron una serie de conocimientos sino también la manera de usarlos. Nos hará felices que estés junto a nosotros.

Tras aquel discurso, comencé oficialmente mi trabajo como escriba, para el que me habían preparado desde mi infancia, primero, mi abuelo Mitannuwa y, luego, mi padre Araras. Éste decía que ser escriba requiere entrega, así que tienes que deshacerte de cualquier cosa o persona que suponga una rémora. Yo tenía dos miedos al empezar mis funciones como escriba: el primero era que Laimas, el ayudante de mi padre, se dejara llevar por la envidia e intentara ponerme la zancadilla; el segundo era mi relación con Ashmunikal.

Mi primera preocupación se resolvió por sí sola. Laimas se hizo a un lado sin presunción alguna y sin susceptibilidades y me permitió demostrar mis conocimientos, mis modales y mi capacidad. Me apoyó. Se comportó de forma más educada y respetuosa de lo necesario, incluso. Sin duda había alguna buena razón para tal comportamiento, pero yo, el inexperto Patasana, lo atribuí al cariño que le había tenido a mi padre.

En cuanto a mi segundo temor, a mi pasión irrenunciable, a mi primer amor, a mi primera mujer, a Ashmunikal… no tardó en llegar a sus oídos mi presencia en palacio. Una mañana me la encontré sentada en un banco de la biblioteca leyendo la epopeya del dios Telipinu. Me miró con aquellos ojos oscuros tan conmovedores. No era una mirada de reprobación, aunque en realidad también, sino sobre todo de nostalgia y cariño. Su mirada me hizo olvidar por un momento quién era yo, cuál era mi misión, dónde me encontraba. Me senté a su lado de inmediato. Aún era pronto y no había nadie más en la biblioteca. Me acarició el pelo y me miró como si nunca más fuera a verme, como si quisiera grabar en su mente cada línea de mi cara, cada arruga, cada color, con interés, con amor, con atención. Luego se apartó de mí de repente y con una voz cargada de miedo me dijo:

—Has cambiado.

Ashmunikal había comprendido mi propósito, había comprendido que planeaba decirle que debíamos acabar con aquella relación, que yo no podía traicionar a mi rey, que no podía arrastrar por el fango el honor del que tanto hablaba mi padre. Pero yo preferí aparentar no haberme dado cuenta.

—Han pasado muchas cosas —dije.

Sus enormes ojos castaños se quedaron ensimismados, como el remanso de un río.

—Siento mucho la muerte de tu padre.

—Ha sido la voluntad de los dioses, qué le vamos a hacer —contesté.

Parecía que ya hubiera aceptado lo que yo quería decirle, que se hubiera doblegado a su destino. Con todo, no podía apartar de mí su mirada, llena de nostalgia y cariño. Y de la misma manera que una gacela a la que ha herido con su flecha un cazador intenta levantarse con un último esfuerzo antes de morir, ella sacudió la cabeza en silencio y dijo como si suspirara:

—Has cambiado mucho, Patasana. Has perdido la inocencia de tu rostro y el brillo de tus ojos, me miras como un carnero muerto. ¿Se ha apagado el fuego que tenías en tu interior o es que esa cara blanca que parece salida de las manos de un escultor torpe lo está ocultando?

»Has envejecido, Patasana. Las arrugas de tu cara se han hecho más profundas, tus labios, antes siempre dispuestos a sonreír, ahora se avergüenzan de sentirse felices, te has vuelto serio, como si sobre ti hubiera caído una pesada carga. Tu dulce timidez se ha convertido en un entumecimiento prematuro. Tu cuerpo, que antes era incapaz de estarse quieto, como el de un potro, ahora se ha vuelto lento como el de una tortuga anciana.

»Me has olvidado, Patasana. Mi presencia ya no te emociona. Me miras como si miraras una tablilla. Mi voz es para ti como la de cualquier otra mujer en este palacio. De la misma manera que un campesino arranca de raíz las malas hierbas, tú me has arrancado de tu corazón.

«No», me habría gustado decirle a Ashmunikal, que se había echado a llorar. Habría querido decirle que todavía la amaba enloquecidamente, desesperadamente, retorciéndome de angustia. Me habría gustado dirigirme a ella con aquellas palabras de mi padre: «De la misma manera que el Éufrates trae fertilidad a las tierras, las espigas dan trigo, los albaricoques crecen en las ramas del albaricoquero, las ovejas nos proporcionan carne y leche, el rey gobierna el país y los guerreros luchan, yo también tengo una sagrada misión que cumplir. Yo, Patasana, nieto de Mitannuwa, hijo de Araras, sagrado cálamo de los dioses, no puedo abandonar mi misión por amor». Quise decirle que la llevaría siempre en el corazón como una herida incurable, como la melancolía cada vez más dolorosa del viajero que no puede regresar a su hogar, como la esperanza inquebrantable del reo de muerte que sueña con alcanzar la libertad. Pero fui incapaz de decírselo. Me limité a escucharla en silencio, aceptando que un dolor más profundo que la pena de Asmunikal me destrozara el corazón.

Renuncié a aquella felicidad incomparable, propia de los dioses, y que tenía al alcance de la mano, por la profesión que mi estirpe llevaba generaciones ejerciendo, por proteger el honor del rey Pisiris y por mi país y los dioses. Me traicioné a mí mismo. Traicioné los frescos recuerdos de mi juventud, que nunca más volvería a gozar. Hice lo que no debía haber hecho, cerré la puerta que no debía haber cerrado, encerré la brisa que llevaba un dulce olor a mi jardín en una habitación oscura. Arranqué de mi corazón aquella maravillosa alegría y dejé mi cuerpo abandonado como una copa vacía. Era consciente de mi traición y por eso, mientras miraba a los ojos tristes de Ashmunikal, sólo me salió una palabra temblorosa de los labios:

—Perdóname —aquella palabra fue lo único que pude decirle—. Perdóname.

Ashmunikal no respondió. Me dejó a solas con mi desesperación, con mi sagrada misión, con mi seriedad, con mi traición, y se alejó en silencio de mí. No volvió a cruzarse en mi camino hasta dos años después, cuando me arrojé a sus pies para implorarle en la pequeña habitación de la biblioteca.

22

Se habían reunido en la pequeña habitación de la biblioteca. Bernd acarició con cariño los trozos de piedra dispersos que empezaban a verse por el suelo.

—No hay la menor duda de que éstos son fragmentos del tabique que ocultaba la celda secreta de la habitación —dijo.

Habían detectado la existencia de dos tabiques en el cuadrado D5 de la retícula de cinco por cinco metros con la que habían dividido la zona de excavación, es decir, en el rincón derecho de la pequeña habitación en la que Patasana había escrito sus tablillas.

BOOK: La Tumba Negra
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jake Undone by Ward, Penelope
Bleed by Laurie Faria Stolarz
Peeping Tom by Shelley Munro
Lover Enshrined by J. R. Ward
Spellbinder by Lisa J. Smith
Bacon Nation: 125 Irresistible Recipes by Peter Kaminsky, Marie Rama