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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (36 page)

BOOK: La Tumba Negra
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»—Le hemos avisado —me dijo mi madre. Ella misma había hablado con su yerno. También él lo sentía mucho.

»—¿Cuándo viene? —pregunté.

»—El congreso es muy importante —me contestó mi madre—. En cuanto supo que estabas bien, decidió quedarse hasta que termine. Volverá dentro de dos días.

»Me eché a reír. Me reía a carcajadas. Mi madre pensó que había perdido la cabeza y se fue a buscar a un médico. Pero yo estaba bien, simplemente me estaba desahogando. Cuando regresó con los médicos, yo había empezado a llorar. Me inyectaron un calmante y le dijeron a mi madre que mi reacción era normal. Las mujeres que perdían a sus hijos siempre sufrían una especie de depresión. Orhan llamó por teléfono esa noche. Yo le pedí a mi madre que le dijera que estaba durmiendo. No hablé con él hasta que volvió de Ankara. Se dio cuenta de que me había herido. Comenzó a disculparse con frases llenas de “mi vida” y “mi corazón”. Pero cuanto más se esforzaba en ganarme de nuevo, más me alejaba yo de él. Cada palabra y cada actitud suyas me molestaban. En ese hospital, junto con mi hijo, perdí el cariño que sentía por él. De hecho, nos separamos seis meses más tarde.

Permaneció un rato en silencio y luego levantó la cabeza para mirar al capitán.

—Eso es todo —dijo con una amarga sonrisa en los labios.

—¿Y nunca pensaste en darle otra oportunidad? —le preguntó él.

—No. Nuestra vida era completamente artificial. Y lo peor era que Orhan se engañaba a sí mismo. No me quería, pero por alguna extraña razón se negaba a reconocerlo. Como si fuera a llegar el fin del mundo si lo admitía.

—Puede que te quisiera de verdad, pero que en aquel momento la profesión pesara más para él.

—¿Con su amada esposa en el hospital, habiendo perdido el hijo que tanto le preocupaba incluso antes de nacer?

Eşref no contestó. Ambos guardaron silencio un rato.

—Posiblemente —dijo luego Esra—, lo habría perdonado si no me hubiera mimado tanto antes. Todos podemos cometer errores. Pero Orhan no era sincero. Nunca me confesó sus verdaderos sentimientos, ni siquiera se los confesaba a sí mismo. En vez de eso, se dedicó a representar el papel de buen marido. Por eso no pude hacer nada. Separándonos le hice un favor a él y me lo hice a mí misma.

—Entiendo —dijo él—. Supongo que tomaste la decisión más correcta.

—Sé que era la decisión más correcta.

El capitán la observó admirado.

—Es estupendo que puedas estar tan segura de ti misma.

—Eso no es verdad —contestó Esra. Apoyó la mejilla en la palma de Eşref—. En realidad, yo…

—No —la interrumpió él—. Eres la mujer más fuerte que he conocido, la más segura.

Esra titubeó, no podía contener más las lágrimas, así que se abrazó a él y se echó a llorar. Eşref le acarició cariñosamente el rebelde pelo moreno hasta que se le pasó el llanto. Luego la obligó a girar la cabeza hacia él y comenzó a besarle la comisura de los ojos. Sus labios bajaron por su rostro ardiente hasta llegar a su boca entreabierta. Se besaron apasionadamente.

Cuando se despertaron, ya había oscurecido. Esra miró hacia la ventana y dijo con voz adormilada:

—¡Oh, qué tarde es! Tengo que irme.

Eşref pareció sufrir una decepción.

—¿Te vas? Creía que íbamos a cenar juntos.

—Es mejor que me vaya —contestó ella, aunque en realidad no quería hacerlo.

—¿Te están esperando tus compañeros?

—No, pero…

—Pero ¿qué?

—No he aparecido en todo el día.

—Porque llegues unas horas más tarde…

No pasaría nada porque llegara unas horas más tarde, pero se levantó de la cama sin saber muy bien por qué. Comenzó a buscar su ropa tras mirar a Eşref pidiéndole que la comprendiera. La luz de las farolas del jardín se filtraba en el interior de la habitación iluminando sus firmes hombros, sus pequeños pero bien formados pechos, su vientre terso, el vello del pubis y sus largas piernas. El capitán sintió un irresistible deseo de tocarla, pero se contuvo y permaneció sentado en la cama, decepcionado. Esra salió de la habitación y recogió la ropa que había dejado colgada en el salón. Casi estaba seca y, lo más importante, la mancha de
zahter
había desaparecido. Se vistió y regresó al dormitorio. Cuando vio al capitán tal y como lo había dejado, ceñudo en la cama, comprendió que no podría irse. Pero no se apresuró en revelarle la decisión que había tomado. Se le acercó sonriendo, se sentó en la cama y le acarició la cara.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué va a ocurrir? Que te vas.

—¿Y por eso te enfadas?

—Sí. ¿No te enfadarías tú?

—Sí —contestó ella. Se inclinó hacia él y depositó un sonoro beso en el labio superior del capitán—. Muy bien, me quedo. Pero ¿cómo le vas a explicar a los centinelas de la puerta que tienes a una mujer en tu habitación?

Él, encantado, intentó abrazarla.

—Hace ya rato que ha cambiado la guardia. Han debido llegar otros nuevos.

Esra se deshizo hábilmente de su abrazo.

—Me quedo, pero no tengo la menor intención de estar en la cama todo el rato. Me muero de hambre, no he comido nada desde esta mañana.

Eşref se rehizo enseguida.

—Haré que traigan algo de comer del pueblo.

—No, no, no hace falta. ¿Es muy malo el rancho?

—No demasiado, pero podemos pedir algo mejor.

—Muy bien, entonces comeremos del rancho —dijo ella poniendo punto final a la discusión—. ¿Cuándo estará?

El capitán miró la hora; eran las cinco y veinte.

—Ya habrán preparado la comida. Voy a llamar para pedirla.

Media hora más tarde estaban cenando las albóndigas al estilo de Dalyan, la ensalada y la compota de ciruelas del rancho en una mesa dispuesta en el balcón de la casa de Eşref, a la sombra de las hojas del tilo. A pesar de la insistencia de su anfitrión, Esra no quiso tomar ninguna bebida alcohólica.

—Me encantan las albóndigas así. Hacía mucho que no las comía.

Eşref la contemplaba con expresión feliz pero absorta. Dejó de hacerlo cuando la mirada de Esra se cruzó con la suya y sonrió. Le acarició la mano.

—No acabo de creerme que estés aquí —dijo—. Puede que te resulte ridículo, pero me siento nervioso sin saber por qué.

A ella aquello le resultó extraño.

—¿Nervioso, por qué?

No sabía cómo explicárselo. Era una sensación parecida al miedo que había sentido en la época en la que había estado ingresado en el hospital y que tanto le había alterado. De la misma forma que había sido incapaz de describírsela al psiquiatra, por mucho que quisiera, le era imposible explicársela a Esra. Con todo, decidió intentarlo.

—Como si fuera a estallar un enfrentamiento, como si nos fuera a llegar una noticia que nos alejara…

Pero sus explicaciones sólo sirvieron para dejar aún más confusa a Esra.

—Por eso no quería que te fueras —continuó—. Por si no volvemos a vernos.

—¿Por qué no íbamos a volver a vernos? Estamos los dos aquí, ¿no?

Él le soltó la mano.

—No lo sé, la vida está llena de imprevistos, nos puede pasar cualquier cosa, todos los días ocurre algo malo.

Desvió la mirada. Durante un rato estuvo contemplando absorto el pan sobre la mesa. Esra también dejó de comer. Se sentía desconcertada. ¿Estaría ocultándole algún dato sobre los asesinatos? ¿O aquella forma que había tenido de hablar en el jardín, irritado, casi como si la riñera, había sido sólo una manera de intentar cerrar la brecha que había entre ellos?

—Es cierto que hemos estado viviendo días malos. Pero ya han terminado, ¿no? —le preguntó, aunque en realidad le habría gustado preguntarle si estaba ocultando algo.

—Tienes razón —contestó él como si se despertara de un largo sueño—. Ya han terminado los días malos.

Esra le observó atentamente sin decir palabra.

—Come —dijo Eşref—. ¿No te gustaban tanto las albóndigas?

—Estoy comiendo —respondió ella, aunque pensaba que él quería desviar la conversación. Por fin, no pudo aguantarlo más y le preguntó abiertamente—. No me estarás ocultando algo, ¿verdad?

—Claro que no, ¿por qué iba a hacerlo?

—De repente te comportas de una manera muy rara.

—Es verdad, me he quedado un poco ensimismado, pero no es lo que crees. No tiene nada que ver con los últimos sucesos.

Esra no le creyó, pero tampoco quiso discutir, así que siguió comiendo en silencio. Eşref también callaba. Ella se cansó por fin de su silencio culpable y dejó el tenedor en el plato.

—Tengo algo que confesarte —fruncía los párpados con rabia y su cara estaba tan tensa como si estuviera dispuesta a pelear—. No creo que la organización cometiera los asesinatos.

Eşref no contestó y se limitó a mirarla con una sonrisa amarga en los labios. A ella comenzaban a irritarla cada uno de sus gestos y sus actitudes.

—¿Por qué sonríes?

—¡Eso era exactamente lo que me temía! ¿Ves?, esos malditos asesinatos vuelven a separarnos.

—Este asunto es más importante que nuestra relación —dijo ella—. Estamos hablando de vidas humanas. Si el asesino o los asesinos no han sido capturados de verdad, todos estamos en peligro.

—Pero los hemos encontrado —replicó él, intentando convencerla—. Ya no podrán hacer daño a nadie.

—¿De veras te crees lo que estás diciendo?

—Sí. Porque es la verdad.

—Yo creo que no. La organización no comete ese tipo de asesinatos.

—Si los conocieras, opinarías lo contrario.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Mucho —dijo el capitán—. Tú los infravaloras. Para ti, ellos son gente ignorante y engañada que cree en una causa condenada a la derrota. Y que no son lo bastante inteligentes para planear cuidadosamente una serie de asesinatos para atraerse a las aldeas armenias, que es lo que yo creo.

Y al ver que Esra le seguía mirando con ojos desconfiados, continuó:

—Les apoyan países de peso. Tienen detrás a los alemanes, a los ingleses, a los griegos, a los sirios, a los iraníes. Hasta los americanos, nuestros supuestos amigos, les ayudan bajo cuerda. Tienen cuadros muy bien formados.

—No sé qué cuadros tendrán, pero no creo que sean capaces de cometer este tipo de asesinatos —insistió Esra sin vacilación—. Yo también leo los periódicos y veo las noticias. Nunca he oído que se dedicaran a crímenes parecidos.

El capitán la miró desesperado. No quería discutir, se sentía sin fuerzas para hacerlo, pero sabía que ya no podría evitar hablar del asunto. Sintió que se le secaba la boca. Se inclinó hacia el vaso que tenía delante. Su mirada se desvió hacia sus manos convulsas. Agarró el vaso con fuerza para impedir el temblor, y después de tomar un largo trago de agua, dijo con toda sinceridad:

—No te creas demasiado las noticias que salen en la prensa. Voy a contarte algo. Pero no es una noticia de un periódico, sino un suceso real. El que la otra noche no me atreví a contarte.

—¿Por qué no lo hiciste entonces?

—Porque me trae muy malos recuerdos y no quiero volver a vivirlos.

—¿Y lo vas a revivir ahora?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? No hay manera de convencerte.

Aquellas palabras, que Eşref pronunció con la cabeza gacha, afectaron a Esra, que notó que se le pasaba el enfado, aunque no podía estar del todo segura. Se limitó indicarle con la mirada que le estaba escuchando. Sabía que eran muy distintos, que veían los acontecimientos desde puntos de vista opuestos, que no podrían vivir juntos. No obstante, aquel hombre le daba una sensación de tranquilidad a la que no estaba acostumbrada, la hacía feliz.

Vigésima tablilla

Mi padre había vuelto de su viaje con noticias que harían feliz a Pisiris. Sardur, rey de Urartu, y Midas, rey de Frigia, habían hecho saber que estaban dispuestos a ayudar a Pisiris contra los asirios, sus enemigos mortales. Mientras le hablaba del apoyo de ambos soberanos, optó por ser cuidadoso y le dijo a Pisiris que debían tomar sus promesas con precaución. Pero nuestro monarca se volvió loco de alegría con la noticia y, sin hacer caso de los avisos de mi padre y de los nobles ancianos, envió correos a los pequeños reinos hititas con el mensaje de que el día de la liberación del yugo asirio estaba próximo.

Entre tanto, Tiglatpileser, el cruel rey de los asirios, había aplacado las revueltas internas haciendo matar a su hermano mayor en palacio. Así, una vez que puso en orden el país, reclutó el más poderoso y despiadado ejército de la historia asiria y, montado en su carro de guerra tirado por tres caballos de ondeantes crines, se puso en marcha para controlar a los reinos que se rebelaran contra él.

Ni siquiera la noticia de que Tiglatpileser había iniciado una campaña atemorizó a Pisiris. Confiaba en Midas, rey de Frigia, y en Sardur, rey de Urartu. Cuando supieron que el monarca de Asiria marchaba a la guerra, los otros reinos empezaron a unirse como una manada de gamos que siente el aliento del león. Los más pequeños se reunieron en torno a Sardur, rey de Urartu. Creían que así podrían detener a Tiglatpileser. Al frente de aquellos reyes se encontraba Pisiris, que apoyaba de corazón a Sardur.

Por fin llegó el momento inevitable: el ejército de Urartu y el asirio se enfrentaron en el campo de batalla. El león de Asiria aplastó a los urarteos. Sardur inició la huida, llevándose consigo a los supervivientes. Y así fue como se desplomó una de las montañas en las que confiaba Pisiris. En cuanto a Midas, rey de Frigia, prefirió observar de lejos la batalla, siguiendo la lógica de que no era tan mala la desgracia que le ocurría a otro.

Por primera vez Pisiris se dio cuenta de que había cometido un error. Tiglatpileser, el rey de los asirios, supo que nuestro país apoyaba a Urartu y nuestro monarca se encerró en su palacio con la negra sombra del miedo cubriéndole el ancho rostro y empezó a pensar qué podía hacer.

La derrota del ejército de Urartu cayó sobre la ciudad como una nefasta premonición. Tiglatpileser se dirigía a Arpad y desde todas las regiones por las que pasaba, desde las riberas del Éufrates, llegaban noticias de muerte y destrucción. Los asirios quemaban y saqueaban allá por donde iban, cegaban a los lugareños, les cortaban las manos y los desterraban de sus hogares, sus aldeas y sus ciudades. Era cuestión de días que el ejército asirio llegara a las puertas de nuestra ciudad. El pueblo temblaba de miedo y esperaba que Pisiris apareciera y les dirigiera palabras tranquilizadoras. Pero pasaban los días y el rey no salía de palacio.

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