La Tumba Negra (32 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
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—No deberíais hablar así de nuestro rey —la previne—. Él os ama.

—Él sólo se ama a sí mismo. Ama a otras diez como yo —dijo—. Pronto, en cuanto encuentre a otra más joven y hermosa, la tomará para su harén y la hará su nueva favorita. Y, aunque me amara, yo no le amo. Es fuerte pero feo, noble pero rudo. Su mirada no es agradable como la tuya, no sonríe de una manera tan bonita como tú, en su voz no hay esa música tan dulce que existe en la tuya.

Mientras yo escuchaba lo que me decía Ashmunikal ruborizándome y empalideciendo, en la puerta apareció Laimas. Rápidamente cambié de tema y dije con la voz lo bastante alta como para que él lo oyera:

—Honorable Ashmunikal, si lo deseáis, puedo daros esta tablilla para que os la llevéis y podáis elegir lo que preferís pensándolo con tranquilidad.

Ella también había visto a Laimas.

—Quiero el poema que el poeta sumerio Ludingirra le escribió a su madre —dijo.

—Muy bien —mientras me estiraba hacia el estante en el que habíamos puesto la tablilla con el poema de Ludingirra se me ocurrió algo, me volví hacia Ashmunikal y le dije—: Quiero preguntaros algo, si me dais vuestro permiso. El poema está en acadio. ¿Conocéis la lengua?

Un extraño brillo cruzó sus ojos y en su rostro apareció una expresión artificial:

—Sé un poco.

—Entonces, lamentablemente, no podréis leerlo —dije inclinando la cabeza—. Para entender a Ludingirra, hay que saber muy bien acadio.

Laimas, que se nos había acercado mientras tanto, intervino en la conversación como si fuera parte de sus obligaciones.

—Mira lo que se me acaba de ocurrir, Patasana. Traduce el poema para la honorable Ashmunikal y se acabó. Además, ¿no te lo sabes de memoria?

—No puedo —grité como si mi mano hubiera rozado el fuego—. Tengo otras cosas que hacer.

Ashmunikal entornó sus hermosos ojos y dijo:

—Y yo se lo diré al rey y él encontrará a otro que haga la traducción.

Así que no traducir el poema sería oponerme a las órdenes de Pisiris.

—No, no es necesario —dije intentando salvar la situación—. Lo tendré listo dentro de unos días.

Ashmunikal clavó en mí una mirada llena de confianza en sí misma.

—Quiero acompañarte mientras lo traduces. Así podré mejorar mi acadio.

—Qué gran honor para nosotros —volvió a intervenir el eficiente Laimas.

Mientras mentalmente le lanzaba una lluvia de maldiciones a aquel escriba inútil, me volví hacia Ashmunikal:

—Para mí será un placer serviros, siempre y cuando el rey Pisiris dé su permiso.

Ella, coronando su rostro con la más hermosa de las sonrisas, añadió:

—No te preocupes, escriba Patasana, enseguida conseguiré el permiso. Estate preparado para empezar la traducción mañana.

Luego tomó la tablilla con la lista y se fue de la biblioteca.

—Es una joven incomparable —dijo el viejo Laimas, que se había quedado mirándola mientras se iba—. Como el brote que hiende la piedra, como el fuego que derrite el hielo, como el viento que orienta la lluvia. Qué suerte tiene el rey. Quien mira a esa joven ve jardines más fértiles que los del Éufrates, quien oye su voz halla la paz como si escuchara una música celestial, incluso los momentos más tediosos, si se pasan junto a ella, en un parpadeo, se convierten en los más dulces de los recuerdos.

Mientras Laimas contemplaba admirado la puerta por la que había salido Ashmunikal, no pude evitar pensar si diría lo mismo si supiera lo que había ocurrido entre nosotros.

18

—Me enteré de lo que había ocurrido mucho después —continuó David. El Volkswagen, después de dejar el jardín, avanzaba por un camino flanqueado por moreras. Iban bastante despacio. Cualquiera que les viera pensaría que estaban simplemente dando un paseo. Sin embargo, el médico le estaba contando a Esra el amargo suceso ocurrido hacía tanto tiempo y que había causado la profunda tristeza de su padre unos momentos antes.

En cuanto el vehículo dejó el jardín, ella le había preguntado cuál era el motivo por el que el anciano se había entristecido de repente.

—Es una historia triste —le contestó él. Su cara, como la de su padre, estaba abrumada por la pena—. Mi padre cree que se trata de un suceso vergonzoso para nuestra familia y por eso se lo ha ocultado siempre al tío Sakıp.

Esra se dio cuenta de que la cuestión era delicada y, a pesar de que su curiosidad iba en aumento, se sintió obligada a decir:

—Si lo desea, olvidemos que lo he preguntado —pero David, después de un instante de silencio, comenzó a contárselo como si lo hiciera para sí mismo.

—Anoche le mencioné la diferencia entre mi abuelo y Tim. Y aunque no lo expresara abiertamente, lo que tenía en la cabeza era el ejemplo de Masis. Como ha dicho el tío Sakıp, los tres eran grandes amigos antes de que estallara la guerra. Sakıp y Masis se pasaban el día en casa de mi abuelo. Los deliciosos bizcochos de pasas que hacía mi abuela influían bastante, pero tenían más importancia las revistas recién llegadas de América y el mobiliario, con sus ecos del Nuevo Mundo. Las familias de Masis y Sakıp no se oponían a aquella amistad porque también ellos se veían todos los días en la calle y en el mercado y vivían de forma amistosa unos junto a otros. Pero después de que estallara la Primera Guerra Mundial, la vida cotidiana se envenenó y los dirigentes del Partido por la Unión y el Progreso, que estaban sufriendo una derrota tras otra, con la excusa de los grupos de
taşnak
que colaboraban con los rusos, que provocaban levantamientos en la retaguardia, que atacaban a los musulmanes y que organizaban matanzas, decidieron la deportación y despacharon órdenes para que los armenios fueran expulsados en masa de las regiones en las que vivían. Durante el cumplimiento de aquellas órdenes se produjeron ejecuciones y masacres, cientos de miles de armenios, hombres, mujeres y niños, perdieron la vida y corrió la sangre entre pueblos que habían vivido fraternalmente juntos seiscientos años.

»Masis y su familia lograron quedarse en la ciudad gracias a la ayuda de Celal, el gobernador de Alepo, de la que por aquel entonces dependía administrativamente Antep. Pero cuando la guerra terminó con la derrota de los otomanos y la región de Antep fue ocupada primero por los ingleses y luego por los franceses, los armenios que habían sido desterrados a Alepo o a otras zonas del imperio regresaron y, en cuanto lo hicieron, se unieron a las fuerzas de ocupación y empezaron a tiranizar a la población local con la pasión de la venganza. La población, que hasta cierto punto aceptaba a las fuerzas de ocupación, no pudo digerir que se les unieran los armenios, se alzó en armas y comenzó la resistencia.

»En Antep la resistencia duró diez meses justos y la ciudad, sitiada, no se rindió hasta que la gente no estuvo a punto de morir de hambre.

Los franceses se vieron obligados a ocuparla con un gran número de tropas, a pesar de que la ciudad no había recibido ninguna ayuda seria durante todos aquellos meses, lo cual representó un alivio para el ejército nacional que estaba luchando contra las potencias ocupantes. La población, vencida por el hambre y no por la artillería francesa, fue obligada a evacuar la ciudad, algo que alegró sobre todo a los armenios porque creyeron que entonces podrían crear su propio estado, tal y como les habían prometido rusos, ingleses y franceses. Pero las cosas no les fueron tan bien como esperaban. Sin que hubieran pasado diez meses de la caída de Antep, los franceses pusieron fin a la ocupación a instancias de la Conferencia de Londres, retiraron sus tropas, y los armenios, que habían confiado en ellos, volvieron a sufrir una enorme decepción y, como había ocurrido en 1915, de nuevo tuvieron que ponerse en marcha con sus familias.

»Como ha contado el tío Sakıp, durante la guerra, Masis se convirtió en uno de los más renombrados combatientes armenios, demostró sus cualidades en el sitio de la ciudad, estuvo en primera línea de combate durante los duros enfrentamientos de la zona de la mezquita de Çınarlı, y después de la derrota, a pesar de que tuvo la posibilidad de irse, no huyó y solicitó trabajar en el comité que organizaba la evacuación. No obstante, como el comité se retrasó en poner en marcha sus planes, se encontraron cerrado el camino a Alepo, y Masis y sus compañeros se vieron obligados a ocultarse en la ciudad. Sus compañeros fueron capturados uno a uno, y a él ya no le quedaba dónde refugiarse cuando una noche llamó desesperado a la puerta de la casa de mi padre y le pidió cobijo. Él lo escondió en la amplia cueva que había bajo la casa y que usaban como despensa, y cuando mi abuelo regresó la tarde siguiente del hospital, le explicó la situación. En un primer momento mi abuelo se enfadó con mi padre por haber aceptado en casa a su amigo, pero, después de pensárselo, bajó a hablar con Masis. Media hora más tarde, mi abuelo volvió a subir muy irritado.

»—Ese hombre tiene que irse de casa de inmediato —dijo. Y cuando mi padre le preguntó qué había pasado, le contestó—: Es un inconsciente que se ha desviado del buen camino. Le propuse que se hiciera protestante y le salvaríamos, y me contestó que prefería morir.

»Mi padre comenzó a implorarle y a decirle que con el tiempo Masis vería la luz y se haría protestante. Mi abuela también intercedía por él, pero mi abuelo hacía oídos sordos a sus ruegos. Mientras discutían, abajo se oyó el estampido de un arma.

»Mi padre echó a correr hacia la cueva y se encontró a Masis en un charco de sangre con un tiro en la sien. Junto a él tenía la pistola, cuyo cañón aún humeaba. Mi abuelo, que había seguido a mi padre, se lo encontró histérico paralizado por el horror y le dio un par de buenas bofetadas para que reaccionara.

»—Vuelve en ti —le dijo—. Si encuentran aquí el cadáver, tendremos problemas. Vamos a enterrarlo en nuestro cementerio.

»Poco antes de medianoche se lo llevaron al cementerio americano y allí lo enterraron. Mi abuelo no permitió que se le pusiera ninguna inscripción ni nada parecido para que la tumba pasara desapercibida. Mucho después de la muerte de mi abuelo, mi padre hizo colocar en la sepultura de Masis una lápida de mármol, pero en ella no consta quién está enterrado allí por la profunda vergüenza que le causaba aquel trágico incidente provocado por mi abuelo. Ocultó el secreto incluso a sus seres más queridos durante años. Pero según iba haciéndome mayor, comenzó a llamarme la atención aquella lápida sin nombre del cementerio. Un día le pregunté quién estaba enterrado allí. “Tu tío”, me respondió. Pero, por lo que yo sabía, no tenía ningún tío. Así que fui a hablar con mi abuela, le mencioné la tumba y ella me contestó con medias palabras. Cuando me hice mayor y más maduro, volví a preguntar por la tumba. Entonces mi padre me contó todo lo ocurrido. Y ahí está Masis, enterrado en una sepultura con una lápida sin nombre.

—Una historia muy triste —dijo Esra—. Ahora entiendo por qué su padre se ha sentido tan apenado de repente.

—Lo que más me ha dado que pensar siempre de todo este asunto ha sido la actitud de mi abuelo. Cuando murió, yo tenía siete años. Él estaba jubilado y pasaba gran parte de su tiempo en el jardín conmigo, estábamos todo el día juntos, como si él fuera también un niño. Jugábamos al escondite y él bajaba a ocultarse en la misma cueva en la que Masis se había suicidado. Hacía ruido para que lo encontrara y yo acababa por descubrirle. Lo recuerdo como al hombre más cariñoso del mundo. Y todos sus conocidos también le querían. Incluso ahora, si se le menciona, todos los que le conocieron hablan de él con admiración. Sin embargo, no dudó en empujar a la muerte a un muchacho que podría haber sido su hijo sólo porque sus creencias eran distintas a las suyas.

David suspiró profundamente. Volvió sus ojos, claros como dos gotas de agua, hacia Esra y le dijo:

—No entiendo cómo un hombre tan bueno puede cometer una maldad semejante.

—A veces —contestó Esra con una voz cargada de sentimiento, pero segura de lo que decía— la fe puede cegar a la gente. Impide que seamos tolerantes con los que son distintos a nosotros. Hace que veamos como natural, incluso como necesaria, la muerte y la exterminación de los que no son de los nuestros.

David volvió a mirar hacia la carretera sacudiendo la cabeza con desesperación.

—Supongo que tiene razón —prosiguió—. El ser humano no puede librarse de su pasión por matar y destruir, sea cual sea el precio. Y mi familia tuvo que pagar un precio muy alto por la muerte de Masis. Desapareció la antigua alegría de la casa y se introdujo entre padre e hijo una tremenda tensión, cuyas causas ambos conocían pero de las que ninguno hablaba. La que peor llevó aquella situación fue mi abuela. La pobre mujer se quedó en medio, entre su marido y su hijo, y no dejaba de sugerirle a mi padre que olvidara el pasado. Pero como bien ha podido ver usted, él no ha olvidado la muerte de su amigo.

Esra se dio cuenta de que a David le temblaba la voz. El hombre que bromeaba y le sonreía pícaramente cuando habían llegado al jardín había desaparecido y era como si su lugar lo hubiera ocupado otro aplastado por el peso de la responsabilidad.

—Discúlpeme —le dijo—. De haberlo sabido, ni habría sacado el tema a relucir, ni le habría preguntado.

—Se lo he contado porque me apetecía hacerlo, de verdad —contestó David. Tenía la mirada en el camino, pero la mente en otro lugar—. Usted es la primera en saberlo fuera de nuestra familia. No sé por qué se lo he contado. Supongo que los secretos pesan y uno solo no puede soportar el peso demasiado tiempo —volvió la mirada hacia su acompañante y le hizo un ruego—. De todas maneras, preferiría que no se lo contara a nadie.

—Esté tranquilo, le aseguro que nadie más lo sabrá.

—Gracias —susurró David.

Ambos guardaron silencio. La mente de Esra era un torbellino. La idea que más la obsesionaba era cuánto tenían en común los asesinatos cometidos en la región setenta y ocho años antes y las muertes de Hacı Settar y el jefe de los guardias rurales, Reşat. ¿Sería responsable la organización como había dicho el tío Sakıp? De ser así, es decir, si ellos habían cometido los crímenes, entonces ya no había problema porque, según el capitán, habían acabado con los asesinos. Pero ¿y si el tío Sakıp se equivocaba y los culpables no eran de la organización sino gente que quería vengarse de lo ocurrido hacía setenta y ocho años? Bien, ¿y quiénes eran? Algún familiar de los asesinados o alguien cercano a ellos, como Bernd. No debía pensar así de un colega. Pero el alemán se le había venido inevitablemente a la cabeza en cuanto David dijo que había hablado con su padre sobre aquellos acontecimientos. ¿No había hablado Nicholas del hijo del padre Kirkor, al que mataron tirándolo del campanario? ¿No había dicho que el muchacho había huido a Beirut llevándose a su madre? ¿Y no había huido el suegro de Bernd a Francia desde Turquía? ¿Era una coincidencia? «No, no», pensó Esra temiendo las consecuencias a las que podía llevarla aquella lógica. Bernd era incapaz de matar a nadie. Pero, al recordar la conversación que había mantenido con él el día anterior, no pudo estar del todo segura de aquella afirmación. ¿No le había dicho: «Haría cualquier cosa por mi mujer, incluso renunciaría a mi carrera»? Pero una cosa era renunciar a la carrera y otra muy distinta matar a dos inocentes… No obstante, ¿acaso no se había atrevido a enfrentarse a la policía por Vartuhi, aunque a él no le fuera nada en aquella manifestación? Recordó los ojos de color azul acero del alemán, que a veces perforaban hasta la médula. «No, no». De nuevo intentó alejar de su mente la duda. Y aunque Bernd fuera un enamorado lo bastante audaz como para matar, ¿le parecería bien a Vartuhi? ¿Le gustaría que su marido fuera un asesino? Sin duda, no; pero ¿y si Bernd hubiera cometido los asesinatos sin que su mujer lo supiera, sólo para demostrar las dimensiones de su amor, para poder decirle cuando regresara a Alemania: «He vengado a tu abuelo Kirkor»? ¿Era posible? ¿Por qué no? ¿No había presenciado lo que el amor podía provocar en el caso de Kemal? Bernd, que ya de por sí era un tipo raro, ¿por qué no iba a cometer locuras aún mayores? Y, pensándolo bien, ¿qué estaba haciendo el alemán mientras se cometían los asesinatos? «¿Qué iba a hacer? Dormir en su cama, como el resto de equipo». ¿De verdad estaba durmiendo? Intentó recordar todo lo que había ocurrido las noches de los asesinatos. La mañana siguiente a la noche en la que habían matado a Hacı Settar no había encontrado a Bernd en su habitación. Incluso empezaron tarde la reunión porque tuvieron que esperarle. Además, estalló una pequeña discusión entre Tim y él. Creía recordar que había dicho que había ido a pasear por la ribera del Éufrates. ¿Y la noche en la que mataron al jefe de los guardias Reşat? Forzó la memoria y recordó la pequeña conversación que aquella mañana habían mantenido Bernd y Teoman. Éste le había dicho que tenía las ruedas de su bicicleta bajas. En la cara del alemán apareció una extraña expresión y en un instante pasó a la defensiva diciendo: «Pero si yo esta noche no he montado en bicicleta». ¿Por qué se había puesto tan nervioso? ¿Acaso aquella misma noche había tomado la bicicleta y había ido a la aldea de Göven para matar a Reşat? Se le puso la piel de gallina al recordar lo que había contado el pastor que encontró el cadáver. ¿No había dicho que había visto a un hombre volando por el cielo? A la luz de la luna podía no haber distinguido la bicicleta y haber pensado que la enorme silueta del ciclista deslizándose era la de un hombre que volaba…

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