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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (46 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—Ashmunikal —susurraron mis labios por sí solos—. Ashmunikal.

De repente comprendí cuánto la echaba de menos. Le di las gracias al niño esclavo y le devolví el cántaro. El pequeño lo tomó y se alejó sin decir nada. Me levanté y bajé al Éufrates. Al llegar a la orilla del río me arrodillé y me lavé la cara. Borré las huellas de las lágrimas que había derramado por mi padre. Miré mi reflejo en el agua y murmuré:

—Patasana,
el Escriba
. —Luego negué con la cabeza y añadí—: Ya no existe Patasana,
el Escriba
. A partir de ahora sólo existe Patasana,
el Enamorado
.

Todos seguirían llamándome «Patasana,
el Escriba
», pero yo sería Patasana,
el Enamorado
. No podía alterar el camino que seguían mi pueblo y mi país, pero cambiaría el mío.

24

Estaba en medio del camino. A pesar de que le daba la espalda, Esra comprendió que era Bernd por su corto pelo rubio, sus anchos hombros y su altura. Pensó en llamarle, pero su colega ya se había apartado de la senda y se había internado entre los álamos. ¿Adónde iba?

Empezó a seguirle. Salió del camino de tierra que iba a la aldea y entró también entre los álamos. De repente se encontró rodeada de sombras. La luz del sol no podía penetrar por entre los troncos de los árboles, que se elevaban al cielo como columnas, ni por entre sus pequeñas pero apretadas hojas. Esra avanzaba con cuidado para no perder al arqueólogo alemán entre aquellas densas sombras. Se detuvo cuando notó que Bernd había hecho lo mismo. La distancia entre ellos se había reducido bastante. De pronto vio que él giraba la cabeza. Rápidamente se parapetó tras el árbol más próximo. Después de permanecer un rato allí asomó poco a poco la cabeza y miró buscando a su colega. Pero Bernd ya no estaba. Salió del refugio del árbol y empezó a buscar a su alrededor con la mirada. No, su colega no estaba por allí. No podía haberse alejado mucho. Era muy difícil moverse deprisa por aquella tierra accidentada en la que se alineaban los árboles. Echó a andar mirando atentamente a todos los lados. Avanzó unos cincuenta metros, pero seguía sin poder verle. Según se adentraba en el bosque, las sombras se iban haciendo más densas, hasta el punto de que llegó a estar tan oscuro como la noche. ¿O era que se había perdido? Imposible. Era un bosque muy pequeño. Si caminaba quinientos metros a izquierda o derecha, acabaría llegando a terreno abierto. Avanzó un poco más sin dejar de razonar de aquella manera. Pero el bosque no se acababa. Todo estaba muy oscuro y el aire resultaba pesado con el olor del humus. Ahora avanzaba más despacio porque no podía ver bien lo que tenía delante. De repente tropezó, debía de haberse enganchado el pie en alguna raíz. Al mirar con atención vio que no se trataba de ninguna raíz, sino de un cuerpo humano. «¡Dios mío! ¿Será Bernd?» Se inclinó angustiada hacia la silueta que yacía en el suelo.

—Bernd, Bernd, ¿qué le ha pasado?

Esra intentó dar la vuelta al pesado cuerpo del hombre tendido boca abajo. Sintió que la mano se le manchaba con algo. Se la miró; era un líquido oscuro.

—¿Está herido?

El hombre permanecía en silencio. Sólo pudo oír el eco de su propia voz en el bosque. Por fin logró dar la vuelta al cuerpo.

—¡Dios, mío! ¡Es Eşref! —gritó al verle la cara.

—Sí, Eşref —dijo una voz conocida—. Y los cadáveres de Bernd y Tim están un poco más allá.

Horrorizada, Esra se volvió en la dirección de la que procedía la voz. Unos metros más allá estaba un hombre de pie. En la oscuridad no podía ver quién era.

—Y tú, ¿quién eres?

—Por el amor de Dios, señora Esra —el tipo se le acercó—. ¿Es que no reconoce a quien le prepara esas comidas tan deliciosas, al cocinero con el que habla todos los días?

—Halaf…, tú. ¿Eres tú?

La voz del cocinero resonó insolente en el pequeño bosque.

—Soy yo, ¿quién más podía ser?

—Pero ¿por qué?

—En memoria de un viejo paisano mío.

—¿Un viejo paisano tuyo?

—Vamos, no me diga que no me ha entendido. Estoy hablando de Patasana. Han acabado con la intimidad del pobre hombre.

Todo empezó a iluminarse. Los álamos, como si recibieran órdenes unos de otros, se abrieron dejando que les llegara la luz del día. Por fin Esra pudo ver la cara del hombre con quien estaba hablando. Pero no era Halaf. Con su extraño gorro y su larga túnica de faldas bordadas y la ancha espada que sostenía en la mano, parecía haberse escapado de las profundidades de la historia.

—Patasana —susurró Esra. La voz apenas le salía de puro miedo—. Eres Patasana…

—Os avisé —dijo Patasana hablando con el mismo acento que Halaf—. No habéis hecho caso a lo que decían las tablillas. Pagaréis por ello.

Esra vio que la espada que asía se alzaba en el aire, pero estaba tan sorprendida, tan asustada, que no pudo decir una palabra ni intentó escapar. Observaba el desarrollo de los acontecimientos en silencio, como alguien que se ha rendido a su destino. El hombre levantaba la espada. Esra vio cómo el arma cortaba la luz del sol. Y la luz cortada, al caer al suelo, primero la deslumbró y luego se apagó hundiéndose en la oscuridad de la tierra. La espada descendió siguiendo la luz. Lo hizo con tanta rapidez que Esra sólo tuvo tiempo de cerrar los ojos.

Cuando los abrió, vio la claridad cenicienta que se filtraba por la ventana. Se incorporó en la cama bañada en sudor. La cabeza le dolía como si le fuera a estallar y el corazón le latía enloquecido. Apoyó la espalda en la pared y respiró profundamente.

Al comprender que lo que había vivido había sido sólo un sueño, se echó a reír: «Eso es lo que pasa si se come demasiado asado de Halaf». Pero la risa le aumentó el dolor de cabeza. Cuando intentó levantarse de la cama, notó que las piernas le temblaban. «Ha sido sólo un sueño». Pisó testarudamente con los pies descalzos el suelo de la habitación. «¡Pero qué sueño!» Como si no le hubiera bastado la desagradable escena de ayer, encima había tenido que soportar aquella pesadilla.

La noche anterior se había producido un extraño sentimiento de solidaridad entre los turcos después de que Bernd y Timothy se fueran. Y eso que a Esra ni se le hubiera pasado por la cabeza que Teoman, que había hecho todo lo que estaba a su alcance para evitar el servicio militar, pudiera compartir con Eşref la misma forma de pensar. Y en cuanto a Kemal, la cosa no había sido muy distinta. ¿Y qué decir de Halaf, que, como kurdo que era, tanto recelaba del capitán? Incluso él se había unido a las críticas a los extranjeros. Estaban tan seguros de tener razón que de no haber sabido, como jefa de la excavación, lo peligroso que podía llegar a ser que se formaran ese tipo de corrillos en un equipo, quizá ella misma habría compartido sus sentimientos. Pero su sentido del deber la impulsó a comportarse de manera más responsable y tuvo que hacerles notar que estaban demostrando una susceptibilidad innecesaria. A pesar de que ella misma sospechaba de Bernd, intentó disculparle. Y mientras lo hacía, sin pretenderlo, consiguió irritar a Eşref, provocando que apareciera entre ellos una viva frialdad. —Aguantas los insultos de ese tipo porque es extranjero, pero sospechas de lo que decimos nosotros sólo porque llevamos uniforme —el capitán no se abstuvo de reprochárselo abiertamente delante de todos. Y mientras Esra intentaba ablandarle, Kemal empezó a criticar a Timothy:

—El americano es también uno de ellos. Mira, hace todo lo que puede para ayudar a esa mujer armenia a encontrar a su hermano. Aquello era demasiado.

—¡Estás diciendo tonterías! —gritó Esra—. Le estás declarando pro armenio porque ha ayudado a una pobre mujer.

La discusión provocó el mal humor de los comensales y se produjo un largo silencio. Con la esperanza de romperlo, Teoman le pidió a Halaf que cantara y el joven cocinero entonó seguidas dos canciones de Barak. Teoman y Esra intentaron unirse a él, pero no les fue posible y al final lo dejaron correr.

Poco antes de terminar la velada, Eşref comenzó a calmarse y en cierto momento se inclinó al oído de Esra y le sugirió dar un paseo por la orilla del Éufrates. Cuando le invitó a cenar, ella ya había pensado que podrían bajar al río y contemplar la corriente del agua desde la misma roca en la que habían estado sentados. Pero después de lo que había pasado no creía que pudieran interesarle ni las aguas susurrantes del río ni la hermosura de la luna. Con la excusa de que estaba un poco bebida, rechazó la oferta del capitán. Lamentó ver su decepción en la cara, pero era lo bastante mayorcita como para haber aprendido a negarse a lo que no le apetecía.

Cuando se echó en la cama después de haber despedido a su invitado, pensó que había sido demasiado dura con Eşref. ¿Era una mujer sin alma, cruel? En realidad, no. Pero tampoco había sido capaz de convencerse de salir a dar un paseo nocturno con Eşref después de tantos embrollos, y menos delante de sus compañeros de excavación. Ya había provocado bastantes problemas el amor en el equipo. Y ella no quería causar uno más. Y menos mientras aún seguía tan preocupada por aquellos asesinatos… Sentía que tenía razón, pero, a pesar de todo, no lograba relajarse. No obstante, ésas no eran las verdaderas razones por las que no había ido a pasear con el capitán. No le había apetecido. De haber querido, habría encontrado la manera de acompañarle, pero no se había sentido con ganas. Ésa era la verdad. ¿O era que se había cansado de él? ¿Tan pronto? No, mujer… Pero también era consciente de que aquella relación no tenía ningún futuro. Cada vez que se veían quedaba claro lo distintos que eran. No obstante, eso no le había impedido acostarse con él. Y había acabado muy contenta. «¡Ay, Dios! —se dijo abrumada—. Estas cosas es mejor no pensárselas mucho. Durará lo que dure».

Llegó tarde al desayuno, como el día anterior. Halaf ya había empezado a servir los tés cuando ella llegó a la mesa. Seguía con los ojos soñolientos mientras le daba los buenos días a todo el mundo. Bernd y Timothy estaban sentados frente a ella. Esta vez Elif había preferido sentarse en el otro extremo de la mesa, lejos del americano.

Timothy observó a Esra con ojos preocupados.

—No tienes buen aspecto. Por lo que se ve, seguisteis bebiendo después de que nosotros nos fuéramos.

—Bebí demasiado —contestó ella frunciendo el ceño—. Una vez que empiezas, no sabes cuándo acabar.

—Tome café en lugar de té —dijo Bernd. Parecía haber olvidado sinceramente la disputa de aquella noche—. Después del desayuno, tómese un par de aspirinas y estará perfecta.

Esra seguía enfadada con él, pero ahora no se encontraba como para discutir.

—Halaf, ¿puedes llevarte esto? Y prepárame un café bien fuerte —dijo volviéndose hacia el cocinero y señalando el vaso de té que tenía delante.

No le apetecía lo más mínimo comer, pero se sirvió algo de queso y un par de trozos de tomate.

—Coma también unas aceitunas aliñadas —dijo Halaf—. Le vendrán bien para el ardor de estómago.

Mientras se servía las aceitunas, Esra le preguntó a Bernd:

—¿Qué se cuenta Joachim?

—Nada importante. Tuvieron un problema en el hotel. El turco de Joachim no es muy bueno. Querían darles el salón pequeño por un malentendido, pero al final lo arreglamos. Todo va bien. Esta mañana empezarán con los preparativos.

—Hablando de preparativos, ya he redactado el texto que vamos a repartir a los periodistas. Kemal lo ha corregido y está listo para ser traducido.

—Muy bien —dijo Bernd—; en cuanto vuelva, lo traduciré al alemán.

—¿Tiene Kemal el texto? —preguntó Timothy.

—Sí —Esra comprendió que no le apetecía hablar con él—. No te preocupes, yo te lo pasaré.

—Si lo encuentras —intervino Murat—. Esta mañana, cuando nos despertamos, Kemal no estaba en la cama.

Sorprendida, abrió enormemente sus ojos entrecerrados por el sueño. ¿Qué estaba diciendo ese muchacho?

—Es verdad, Kemal no aparece por ninguna parte —ahora era Teoman quien hablaba—. ¿Lo has enviado a algún sitio?

—No. No lo he enviado a ningún sitio. Debería estar por aquí.

—Pues no está. He ido hasta el huerto de la abuela Hattuç, por si había salido a dar un paseo, y tampoco estaba allí.

A Esra le parecía que la cabeza le iba a estallar. Ahora no quería pensar en Kemal.

—Ha debido de bajar a la orilla del Éufrates —hablar le parecía una condena a muerte—. No te preocupes, supongo que pronto estará de vuelta.

Pero Kemal no volvió. No apareció ni durante el desayuno ni mientras el equipo subía a los vehículos para ir a la excavación. Esra envió a Elif y a Murat para que recogieran a los obreros y le dijo a Teoman que bajara a la orilla del río para buscar a Kemal. Ella misma, acompañada por Bernd, fue a mirar en la habitación que usaban como dormitorio. La cama estaba deshecha, así que esa noche había dormido allí. Pero resultaba insólito que un hombre como Kemal, pulcro hasta lo enfermizo, se hubiera marchado dejando la cama así. Por primera vez se sintió preocupada por su compañero. Notó que el dolor de cabeza, que había mejorado bastante con las aspirinas, regresaba con mayor violencia.

—¿No habrá abandonado la excavación? —preguntó Bernd—. Puede que no quisiera seguir con nosotros después de todo lo que ha pasado entre Elif y él.

¿De veras podía haberse ido sin avisar? ¿Sin avisar? Había dicho claramente que quería irse. Y como no le dio permiso… ¿Habría sido capaz de hacerlo? Se agachó para mirar debajo de la cama. Al levantar la colcha vio la maleta marrón de Kemal.

—¡No se ha ido! —la voz le salió tan alegre como si hubiera encontrado al propio Kemal—. Él también bebió demasiado. Ha debido bajar al río para despejarse.

Cuando llegaron al emparrado, descubrieron que Teoman había regresado con las manos vacías. Por desgracia, Kemal tampoco estaba en la orilla del Éufrates. De nuevo volvieron a preocuparse.

—¿Dónde habrá ido este hombre? —dijo Esra—. ¿No le habrá pasado algo?

—¿Y qué puede haberle pasado? —preguntó Teoman.

En lugar de contestar, Esra le miró inquieta.

—Quizá —dijo Timothy, que llevaba desde el desayuno intentando no tener que exponer aquella opinión— se haya ido para fastidiar a Elif y llamar la atención.

Esra le miró como si quisiera convencerse de aquello. Lo que decía tenía lógica. Kemal no se atrevería a abandonar la excavación, pero sí era capaz de una niñería así. Si se había escondido, no les quedaba más remedio que esperar hasta que apareciera. Levantó la mirada al cielo, estaba a punto de salir el sol.

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