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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (48 page)

BOOK: La Tumba Negra
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Teoman, que estaba sentado junto a ella, le acarició el hombro.

—Yo estoy tan preocupado como tú. Pero ayer, cuando volvíamos del partido, no dejaba de decir: «Esta excavación ya no tiene ninguna gracia, yo me voy». Puede que se haya ido de verdad.

—Pero su maleta y sus cosas siguen en la habitación. Si se ha ido, ¿por qué las ha dejado?

Murat aventuró una respuesta con toda su buena intención.

—Decía que Rüstem, el director del museo de Antep, era amigo suyo. Quizá se haya marchado con él.

Esra también había pensado en aquella posibilidad. Pero ¿cómo podía haber ido a Antep a primera hora de la mañana?

—¿En qué coche? —preguntó.

—En camioneta —respondió Halaf—. Hay camionetas que pasan por las aldeas de abajo para llevar verduras a Antep. Habrá ido en una de ellas.

—¿Tan temprano?

—Sí. Salen muy temprano para que a las verduras no les dé el sol y no se estropeen.

¿Podría haber sido así?

—¿Por qué no? —opinó Murat esperanzado—. El otro día, al volver del pueblo, hice autostop y me recogieron sin problemas. Me trajeron hasta la escuela.

—Llamemos al museo —se atrevió a decir Elif—, así sabremos si está allí o no.

Tenía razón. Esra cogió el móvil de inmediato. Marcó el número del museo. En la mesa todos la contemplaban en silencio, expectantes.

—¿Oiga? ¿Puedo hablar con el señor Rüstem? ¿No está? ¿Y sabe dónde está? ¿Que tiene un invitado de Estambul? ¿Sabe cómo se llama el invitado? Ah, bien. ¿Podría darme el número de su móvil? Soy Esra, la arqueóloga. Tomo nota, sí, sí. Muchas gracias. —Se volvió a sus colegas y les dijo—: Rüstem no está en el museo. Está con un invitado. Han ido al museo al aire libre de Yesemek. Pasarán allí la noche.

Murat sonrió con el orgullo de quien ha dado con la solución correcta.

—Muy bien, se acabó. Kemal está con él.

Esra era más cauta.

—Ahora lo veremos —y empezó a marcar el número de Rüstem. Esperó y esperó con el teléfono en el oído. Por fin lo apartó desconcertada—. Está fuera de cobertura.

—Te estás preocupando por nada —dijo Teoman—. En mi opinión, Kemal está con él. Ya sabes que hace dos años participó en las obras del entorno de Yesemek.

Esra recordó que en el hospital había visto a Kemal hablar en susurros con Rüstem y, aunque no quedó convencida, se tranquilizó un poco. Bien podía estar con él.

Tras un apresurado almuerzo, todos se pusieron a trabajar. Elif y Murat se retiraron al cuarto oscuro para revelar las fotografías en blanco y negro de las tablillas; Timothy se puso a descifrar la número veintiocho; Bernd repasó el texto que iba a leer en la conferencia de prensa, y Teoman y Esra pasaron al ordenador la lista de todo lo que habían encontrado, además de las tablillas de Patasana. Cuando un poco más tarde terminaron, Esra, acompañada por Murat, tomó el camino del pueblo para fotocopiar el texto que iban a repartir a los periodistas.

El chico conducía el todoterreno. El calor que se elevaba del asfalto que corría por debajo de ellos era tan intenso como para poder verlo. No había ni un pájaro en el cielo. Hombres, animales e insectos se habían buscado algún lugar fresco en el que refugiarse. Hasta el Éufrates, cuya visión tanto placer le daba siempre, le parecía a Esra torpe y caliente como plomo fundido. Todas las ventanillas del vehículo estaban abiertas, pero el viento que entraba no les traía ni la menor frescura. Se dio cuenta de que se le había pasado el dolor de cabeza. Todavía sentía cierta pesadez, pero se había librado de aquellas malditas palpitaciones. Tomó la botella de agua congelada que tenía a los pies. No había pasado ni media hora, pero ya se había derretido la mitad del hielo. Alzó la botella y el agua se le derramó por las comisuras de los labios, deslizándosele por la barbilla y de allí al pecho. No trató de evitarlo, sino que, cerrando los ojos, intentó sentir el frescor que el agua helada despertaba en su piel.

—Ése es el capitán, ¿no? —aquellas palabras de Murat hicieron que abriera los ojos. Un jeep venía de frente. Miró con cuidado entornando los párpados. Sí, Eşref era quien estaba junto al soldado que conducía. Al verles les hizo un gesto. Murat disminuyó la velocidad. El otro coche se detuvo a su derecha. El capitán les indicaba con la mano que ellos frenaran también. Murat fue hasta la sombra del enorme nogal que había junto a la carretera. Cuando ellos aún estaban bajándose del coche, Eşref ya había llegado a su lado.

—Precisamente iba hacia la escuela.

En los labios de Esra apareció una sonrisa muy significativa.

—¿Con este calor? ¿Qué ocurre?

El capitán no sonrió. Parecía muy cansado y estaba tan serio que despertó la preocupación de la directora de la excavación.

—Malas noticias —empezó Eşref—. Ha habido otro asesinato.

A Esra le pareció que se le caía el mundo encima.

—Kemal —tartamudeó.

En el rostro de Eşref apareció una expresión de sorpresa.

—¿Qué le ha pasado a Kemal? —preguntó.

—¿No ha sido Kemal?

—Claro que no, ha sido Nahsen, de la aldea de Timil. ¿Por qué has mencionado a Kemal?

—Está desaparecido desde esta mañana —respondió Esra entristecida.

—¿Cómo que ha desaparecido?

—No lo sabemos. —Esra lo lamentaba por su compañero, pero la curiosidad era más fuerte—. Ya hablaremos de eso luego, cuéntame lo del asesinato.

—Un campesino de unos cincuenta años. Por las noches dormía bajo el emparrado de su huerto para impedir que entraran los ladrones. Cuando los vecinos fueron esta mañana, se lo encontraron colgado de una de las vigas.

—¿Era estañador? —preguntó Esra excitada.

—Él no, su padre —contestó Eşref. Por un instante sus miradas se cruzaron. Por la mente de ambos pasó lo que habían hablado en la residencia—. Y había sido aprendiz del maestro Garo, pero falleció hace cinco años.

—Han matado al hijo en lugar de al padre.

—Sí. Y le pusieron en el cuello un hilo de estaño.

—¿Lo colgaron con hilo de estaño?

—No, lo colgaron con el ronzal que usaba para atar el caballo. Pero le pusieron un hilo de estaño al cuello.

Por los ojos de Esra cruzó un extraño brillo.

—Es un mensaje —susurró—. El asesino quiere que sepamos la razón por la que ha cometido el crimen. También dejó mensajes en los otros asesinatos. A Hacı Settar lo empujó un monje vestido de negro, así el asesino quería recordarnos al padre Kirkor. Y al jefe de los guardias Reşat lo mató exactamente igual que mataron a Ohannes Agá.

—Parece que tenías razón en lo de que se están repitiendo los asesinatos de hace setenta y ocho años —el capitán dudó por un instante y luego, secándose el sudor de la frente con la mano, añadió—: Pero sigo creyendo que detrás de todo esto está la organización.

Esta vez a Esra le agradó la testarudez infantil del capitán. Le miró con cariño. Sacaba ligeramente sus carnosos labios demostrando su mal humor. Pensó en cómo se habían deslizado por su nuca. Recordó la tarde de amor del otro día. Sintió en su interior y sobre ella su musculoso cuerpo. La sacudió un escalofrío. Pero se repuso de inmediato.

—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó.

—Sí —contestó Eşref—. Estamos muertos, llevamos al sol desde esta mañana.

Murat le alargó la botella.

—Está helada —murmuró complacido al tocarla. Luego se la llevó a los labios y bebió un largo trago entornando los ojos.

—Despacio —le dijo Esra—. Te va a sentar mal.

Eşref, saciado, llamó al soldado del jeep.

—Erol, mira, tienen agua helada.

—Démela, yo se la llevaré —dijo Murat.

—En realidad, estoy de acuerdo contigo en eso de la organización —le dijo Esra mientras el estudiante se alejaba con la botella—. Me parece muy difícil que una sola persona sea responsable de tres asesinatos. Creo que es obra de una organización, pero no los kurdos, como tú piensas, sino integristas radicales.

El capitán clavó la mirada en Esra.

—¿Es que hay algo que yo no sepa?

—He oído que Abid Hoca es armenio.

Eşref la miró como preguntándole si era consciente de lo que decía.

—No me mires así. Es de origen armenio. Y, lo más importante, es familia de Ohannes Agá. Además, Reşat, el jefe de los guardias, tomó como amante a su hermana.

La sorpresa del capitán se convirtió en suspicacia.

—Por el amor de Dios, ¿por quién te has enterado de todo eso?

—Preguntando por aquí y por allá. Y si tú investigaras un poco, conseguirías la misma información.

—Para que investigara eso que me dices, antes tendría que ser cierto. ¿Has conseguido la información de fuentes de confianza, o ha sido otra vez ese diligente cocinero vuestro?

Al capitán le costaba trabajo creer lo que estaba oyendo.

—O sea —continuó mirando a Esra a la cara después de pensar un rato—, ¿me estás diciendo que a Reşat lo mató Abid Hoca?

Murat, que había regresado junto a ellos, empezó a prestar atención al oír el nombre de Abid Hoca.

—No sólo a Reşat —respondió ella subrayando las palabras—. Los ha matado a los tres.

—Eso es una acusación muy seria. Puedo aceptar que tuviera motivos para matar a Reşat, pero a los otros…

—Ha querido vengarse de los asesinatos de hace setenta y ocho años. ¿No ha podido su familia inocularle profundamente el odio? ¿Hasta qué punto puede ser alguien musulmán a la fuerza?

—Setenta y ocho años son muchos para mantener vivo el odio —opinó el capitán.

Esra tenía la respuesta preparada.

—Las creencias duran toda la vida. Viven durante siglos. Hay una mujer llamada Nadide,
la Infiel
. Ni siquiera ella ha renunciado por completo a su fe. Cree tanto en el Corán como en la Biblia.

—No sé —dijo el capitán frunciendo el ceño—. No es un tipo cualquiera, es el imán de una mezquita.

—La verdad es que yo también sospecho de Abid Hoca —intervino Murat—. Hablando del asesinato de Hacı Settar, Halaf dijo que sólo Abid Hoca tenía las llaves del alminar. Por lo que, cuando mataron a Hacı Settar, él tenía que estar allí.

A Eşref le molestó que también Murat expusiera sus teorías sobre los asesinatos.

—Nunca ha ocultado que estuviera presente —dijo—. Yo personalmente hablé con él. Como todos los viernes por la mañana, abrió la puerta del alminar para que subiera Hacı Settar y luego volvió a la mezquita. Es imposible que viera u oyera lo que pasó en el alminar mientras estaba dentro. Ni siquiera se enteró después de que Hacı Settar cayera al suelo. Se lo contaron los que habían acudido a la oración.

—¿Y si miente? —replicó Esra—. ¿Y si tiró a Hacı Settar y entró después en la mezquita?

—No tendría ninguna lógica. Digamos que lo hizo. Los testigos presenciales vieron cómo huía un hombre vestido de negro…

—Abid Hoca se vistió de negro para disimular, huyó y luego se metió en la mezquita. Todavía no había nadie porque no se había llamado a la oración. Se quitó la túnica, la escondió en cualquier sitio y empezó a esperar a los fieles.

—No sé —en los ojos oscuros del capitán se podía leer la desesperación—. Por alguna extraña razón, esa posibilidad no me parece muy convincente.

De nuevo se produjo un breve silencio. Sólo se oía el susurro de la brisa templada que soplaba por entre las ramas del nogal. Fue Esra quien lo interrumpió.

—Pero no tienes a ningún otro sospechoso. Si Abid Hoca no lo hizo, ¿quién fue entonces?

El capitán la escuchaba con los ojos entornados. Su respuesta no se hizo esperar demasiado.

—¿Qué me dices de Bernd? Anoche habló como un verdadero fanático de los armenios. ¿Viste con qué rabia me miraba? ¿Y si está loco y nosotros lo ignoramos? ¿Acaso sabemos dónde estaba a la hora en que se cometieron los asesinatos?

Esra no supo qué responder. Si contaba lo que pensaba sobre Bernd, Eşref lo declararía de inmediato el principal sospechoso. Y no le faltaría razón. ¿No le había considerado ella misma culpable antes de saber que Abid Hoca era armenio? Pero todo había cambiado después de enterarse de esto. El imán tenía mejores razones para matar.

—Ningún criminal se metería en discusiones que pudieran descubrirle. De haber sido Bernd el asesino, no habría defendido de manera tan fanática a los armenios. Habría intentado disimular.

El capitán era consciente de que tenía razón.

—Creo que deberías interrogar al imán —continuó Esra—. Y si te preocupa cómo pueden reaccionar sus feligreses, investígalo en secreto. Por lo menos deberías enterarte de dónde estaba y con quién cuando se cometieron los asesinatos. Ha tenido muchas posibilidades. Hay hombres como Fayat que le obedecerían con los ojos cerrados. ¿Cómo sabemos que no ha formado con ellos una especie de banda? Aquello era demasiado.

—¡Vamos, Esra! —gritó el capitán—. ¿Me estás diciendo que una organización islamista ha cometido una serie de asesinatos a favor de la causa armenia?

Esra no tenía la menor sombra de dudas en cuanto a la certeza de su teoría.

—Es muy listo y no le habrá dicho a su gente que lo hacían por la causa armenia. Les habrá contado que tiene que ver con el gran renacer del Islam y cosas semejantes.

Eşref suspiró abrumado.

—¿Te das cuenta? Hemos vuelto al principio. Cuando mataron a Hacı Settar, yo decía que habían sido los separatistas y tú que lo habían hecho los integristas…

—Yo no creo que hayamos vuelto al principio, sino más bien que hemos avanzado bastante. Si eres inteligente, no tardarás en atrapar al asesino.

—No sé si servirá de algo, pero en realidad tenemos otra pista —dijo él después de un momento de duda—. Creemos que el asesino está herido.

—¿Cómo lo sabes?

—Encontramos un rastro de sangre cerca del emparrado. Teniendo en cuenta que la víctima no sangró, sólo puede ser del asesino. Y encontramos una hoz con manchas de sangre. Creemos que Nahsen se resistió y que durante la pelea hirió al asesino con la hoz. Encontramos rastros de sangre también en el carro que le robaron. Creemos que el asesino se marchó de allí con él después de que Nahsen le hiriera.

—¿Dónde encontrasteis el carro?

—En el prado que hay bajo la aldea.

—¡Es una noticia extraordinaria! —los ojos de Esra habían empezado a brillar de excitación—. Así que el asesino está herido. Lo que hay que hacer es comprobar si Abid Hoca o cualquiera de sus hombres lo están.

—Lo haremos, pero la verdad es que no creo que encontremos nada.

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