La última concubina (54 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Sachi sabía que ellas no podrían eludir el edicto eternamente. En un futuro no muy lejano, también ellas se enfrentarían al destino de esos refugiados anónimos que recorrían la ruta Tokaido.

Precisamente cuando Sachi estaba pensando que la situación no podía empeorar, Haru fue a decirle que la despensa estaba casi vacía. Se habían terminado el arroz, el miso, la sal, las verduras, la leña, el aceite de las lámparas... No quedaba casi nada.

Cuando vivía en el palacio de las mujeres, Sachi siempre había tenido todo lo que necesitaba. Tela, hermosos kimonos, toda clase de cosméticos, juegos o instrumentos musicales que hubieran sido inventados; si le faltaba algo, sólo tenía que dar unas palmadas para que apareciera. En cuanto a la comida, nunca había podido terminarse el plato, porque había demasiada. Ni siquiera en la aldea había escaseado nunca la comida; ellos mismos cultivaban sus alimentos. Pero ahora... El miedo la atenazó cuando pensó en los jardines cubiertos de malas hierbas. Los jardineros que cuidaban los huertos debían de haber desaparecido, como todos los demás.

—Y... ¿no tenemos dinero?

En el pasado, ni siquiera había tenido que pensar en el dinero.

—Tenemos dinero —dijo Haru con un deje de reproche en la voz—. Por eso no tienes que preocuparte. ¿Crees que tu padre permitiría que murieras de hambre? ¿Por qué crees que nadie ha venido a atacarnos? Él te protege y nos protege también a nosotras, y se ha asegurado de que tuviéramos dinero.

Sachi la miró, desconcertada. Llevaba meses sin ver a Daisuké, desde que salieran del castillo. Después de la batalla, cuando la ciudad estaba sumida en el caos, él no había ido a verla para tranquilizarla ni para asegurarse de que estaba sana y salva. La joven había pensado que no era muy buen padre, pese a sus halagadoras palabras.

Sin embargo, se había preguntado por qué seguían llevando una vida tan libre de preocupaciones. Aunque los sureños estaban derribando o requisando las casas de los Tokugawa y de sus aliados, ellas no habían tenido que alojar a ningún soldado, ni les habían ordenado marcharse. Por lo visto, Daisuké las había estado protegiendo a distancia.

—Hay que avisar a los mercaderes de arroz —dijo—. ¿Por qué no han venido a proveernos?

No había terminado la frase cuando lo comprendió. No podían avisar a nadie. No tenían sirvientas.

—Ya no vienen —dijo Haru en voz baja.

Sachi la miró con severidad. Haru tenía las mejillas más delgadas y unas marcadas ojeras. Últimamente no se había alimentado bien; reservaba la mitad de su comida para dársela a Sachi. Al pensar en semejante lealtad, a la joven se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Quiero que me des permiso para ir a la ciudad —añadió Haru—. Necesito un nuevo proveedor.

Sachi entrecerró los ojos.

—¿Vas a llevarte dinero?

—Por supuesto.

—La ciudad está sumida en el caos. Iremos juntas, las tres.

—Es demasiado peligroso —argumentó Haru—. Quédate aquí, en la mansión. Iremos Taki y yo. Las damas refinadas no deben deambular por las calles ni ir a sitios donde vive la gente sencilla.

Pero Sachi estaba harta de esconderse. Se asfixiaba en aquellos espacios vacíos, en esas polvorientas y silenciosas habitaciones, en medio de tanta tristeza y tanta soledad. Necesitaba vida, gente.

—Será menos peligroso si vamos las tres —insistió en un tono de voz que descartaba toda discusión.

Sachi se puso una sencilla túnica de chonin y un haori acolchado de discreto color marrón. Le gustaba el tacto áspero del algodón, al que ya se había acostumbrado. En los barrios de los chonin, la más humilde prenda de seda había sido una invitación para los ladrones. Haru llenó una bolsa con monedas de oro, se la metió dentro del kimono y se ató el obi con un fuerte nudo. Aun así, se notaba el bulto.

En el jardín, unas fuertes ráfagas de viento soplaban entre los campos de juncias. Las mujeres se abrieron paso a través de las marañas de gramilla, helechos y llantén, y bordearon matas de gigantescos miscantus hasta llegar al portal. Sachi se fijó con aprensión en que hasta el puente que cruzaba el foso estaba empezando a desmoronarse.

Para llegar a los barrios de los chonin tenían que pasar por el chamuscado páramo que se extendía entre la mansión y la colina, en la dirección opuesta a la de la ruta que tomaban para ir a la casa de Edwards. Unos enormes y negros cuervos descendieron a las desiertas calles y se posaron en las ruinas de los edificios, desde donde contemplaron a las tres mujeres con sus pequeños y amarillos ojos. Sus estridentes graznidos resonaban entre las ruinas, haciendo que aquel lugar pareciera aún más desolado. La colina se alzaba, silenciosa, en el horizonte. Era la primera vez que estaban en esa parte de la ciudad desde el trágico día de la batalla.

Las mujeres se recogieron las faldas de los kimonos y anduvieron tan deprisa como podían con sus sandalias de madera, con todos los sentidos alerta. Lo único que les faltaba era que les robaran.

Iban caminando en medio del silencio cuando vieron a un grupo de hombres andrajosos que estaban escondidos en las sombras. Al verlas, los hombres salieron y ocuparon la calle por completo. Eran entre diez y veinte, y parecían animales hambrientos. Blandían bastones, palos y tablones de madera que parecían arrancados del palacio en ruinas de algún daimio.

Haru se sujetó fuertemente el obi cruzándose de brazos. Esa vez las mujeres estaban solas. Shinzaemon no estaba allí para defenderlas, ni Edwards, y no parecía probable que ninguno de los dos apareciera de pronto en un sitio tan desolado como aquél.

Uno de los hombres avanzó hasta pegar la nariz a la de Sachi. Apestaba tanto que la joven sintió náuseas; era evidente que llevaba muchos días sin lavarse. Tenía la cara delgada y contrahecha, el pelo recogido en un grasiento moño en lo alto de la cabeza, y mirada de loco. Sonrió. Le faltaban la mitad de los dientes, y el resto eran unos raigones negros.

—¿Vais solas, elegantes señoras? —balbuceó. Por lo visto, sus túnicas de chonin dejaban mucho que desear como disfraz, pero al menos esos hombres eran demasiado inocentes para sospechar lo valiosa que era Sachi—. Dadnos vuestro dinero y os dejaremos marchar.

Sachi miró en torno a sí. Otro tipo había agarrado a Haru por los brazos e intentaba separárselos del cuerpo. Ésta permanecía de pie con la cabeza ligeramente inclinada y con las puntas de los pies mirando hacia dentro. Su expresión era imperturbable. El hombre la zarandeaba. De pronto se lanzó hacia ella y le asestó un golpe. Haru no mudó la expresión. Esquivó el golpe sin descruzar los brazos; esperó a que su agresor perdiera el equilibrio e hizo un movimiento tan breve que Sachi casi ni lo percibió. La joven sonrió de satisfacción; había olvidado que Haru era una excelente luchadora. El tipo salió despedido hacia delante poniendo cara de estúpido, tropezó y cayó de bruces al suelo. Le temblaron las esqueléticas piernas, y luego quedó allí tumbado, inerte.

Los otros hombres se quedaron boquiabiertos. Miraron, asombrados, a su compañero y se volvieron hacia las tres mujeres con gesto feroz.

—Habéis tenido suerte —gruñó uno—. Pero no volveréis a tenerla.

Cerraron el cerco. Desprendían un olor nauseabundo.

—No tenemos nada de valor —mintió Sachi—. Dejadnos pasar, os lo ruego. No queremos tener problemas.

Asió el puño de la daga. Las tres mujeres estaban de espaldas unas a otras. Haru se sujetaba firmemente el obi con ambas manos.

—Os creéis muy distinguidas, con vuestros aires y vuestra cortesía —dijo con sorna el que había hablado primero. De su desdentada boca salían escupitajos amarillos. Sachi apartó la cara—. Todo vuestro refinamiento no os servirá de nada. Tendremos el dinero y os tendremos a vosotras. ¿De acuerdo, chicos?

Sachi los miró fríamente, calculando sus posibilidades. Los hombres tenían a su favor la fuerza bruta, pero no sabían pelear. Si no hubieran sido tan ignorantes, se lo habrían pensado dos veces antes de atacar a unas mujeres del palacio. Taki, Haru y Sachi no tenían sus alabardas, y los hombres tenían bastones, pero la joven se fijó enseguida en que ellos no sabían siquiera estar de pie. No les costaría mucho utilizar el impulso de sus propios movimientos para derribarlos. Con todo, ellos eran muchos y estaban desesperados, como perros hambrientos.

El hombre le cerró el paso. Sachi intentó pasar a uno de sus lados, y luego al otro, pero él se mantuvo firme.

Aullando como una manada de lobos, aquellos tipos enarbolaron sus bastones decididos a golpear. Con el rabillo del ojo, Sachi vio que un par de bastones se dirigían hacia su cabeza. Se apartó de la trayectoria de uno de ellos, lo agarró y lo retorció con un rápido movimiento de la muñeca. Se oyó un crujido, y el hombre cayó al suelo. Sachi tuvo el tiempo necesario para apartarse del otro bastón, y el segundo agresor perdió el equilibrio. Se lanzó torpemente hacia ella, tropezó y cayó al suelo con un fuerte golpazo.

Sachi vio descender un tercer bastón; se lo arrebató a su oponente y lo retorció hasta que el hombre se tambaleó hasta una pared y se quedó tumbado donde había caído. No era una alabarda, pero era tan bueno como un bastón de entrenamiento. Sachi empezó a agitarlo, golpeando con él cabezas, pechos y rodillas. Entonces recibió un golpe que ni siquiera había visto venir, en el pecho; cayó al suelo y se le cortó la respiración. Dos de aquellos individuos se abalanzaron sobre ella y la inmovilizaron, apretándola tan fuerte que temió que le rompieran las costillas.

—¡Tengo a una! —gritó una voz—. ¡La otra es la que tiene el dinero! ¡Cogedla!

Sachi forcejeaba intentando soltarse. Consiguió doblar un brazo hasta coger la daga. Con un solo movimiento, liberó el brazo, con la daga en la mano, y se dio la vuelta. Oyó a Haru gritar: «¡Nunca! ¡Soltadme!» El brazo de Sachi se movió por iniciativa propia. Antes de que se diera cuenta de lo que había pasado, el hombre cayó hacia atrás, aullando y tapándose la cara con una mano.

Sachi se puso rápidamente en pie. Haru tenía la ropa desgarrada y la cara magullada. Se le había soltado el obi, pero todavía se sujetaba el estómago con los brazos y lanzaba golpes con los pies y con los hombros. Al volverse Sachi, un hombre le propinó un fuerte golpe en la espalda a Haru. Ésta se tambaleó hacia delante, y por un momento soltó los brazos. El hombre le arrebató la bolsa y echó a correr. Sin pensar, Sachi lanzó su daga, que describió un arco y se le clavó en la espalda, hasta la empuñadura. El hombre cayó al suelo sin gritar siquiera. Sachi saltó por encima de los cuerpos caídos, cogió la bolsa y arrancó la daga. Había varios hombres tendidos en el suelo, tapándose los ojos con las manos; la sangre brotaba entre sus dedos. Taki estaba limpiando una horquilla con las faldas del kimono.

Más atrás había unos cuantos bandidos que todavía estaban en pie, parpadeando como conejos asustados. Sachi se volvió hacia ellos, y al verla, se escabulleron como cucarachas. Jadeando, Sachi le dio la bolsa a Haru, que volvió a guardársela en el kimono y se ató concienzudamente el obi. En silencio, las tres mujeres se alisaron el cabello y se sacudieron los faldones de los kimonos, tratando de desprenderse del hedor de sus agresores. Sachi limpió la daga con su pañuelo y volvió a guardársela en el obi.

A lo lejos, el monte Ueno parecía una apacible loma cubierta de árboles. Los pájaros lo sobrevolaban, y sus agudos trinos resonaban por la pálida cúpula celeste. Las mujeres tomaron otra dirección, hacia el este, donde estaban los barrios de los chonin.

Sachi empezó a oír un murmullo de voces y a oler a comida, a fuego de leña y a excrementos humanos. No tardaron en llegar a un gran espacio abierto donde juglares, charlatanes, acróbatas y narradores exhibían sus habilidades. Una mujer hacía hacer trucos a su mono. Otra vendía flores. Había puestos donde vendían pulpo asado y tortillas. La gente deambulaba, mirando embobada y aplaudiendo. Unas mujeres ojerosas buscaban entre la multitud, ofreciendo su cuerpo. La vida continuaba en una ciudad al borde de la extinción. Todos tenían que sobrevivir.

Unos individuos escuálidos, con ojos hambrientos como ratas, circulaban alrededor del gentío, vigilando a las mujeres. Haru iba con los brazos cruzados a la altura de la cintura. Sachi se ciñó el pañuelo que le tapaba la cara, para que su pálido cutis y sus aristocráticas facciones no llamaran la atención. Era tranquilizador ver a otras mujeres por allí. Algunas eran geishas o prostitutas, pero también había mujeres normales y corrientes que se ocupaban de sus asuntos. Eso hacía más fácil perderse entre la multitud. Pese a la urgencia de su misión, Sachi se encontraba a gusto en la calle, lejos de las viciadas habitaciones de la mansión, en una parte del mundo donde convivían hombres y mujeres.

A ambos lados de la calle había tiendas, pero muchas estaban cegadas con tablones, y en las que estaban abiertas había pocas mercancías y pocos clientes. En uno de los establecimientos había un letrero de un mercader de arroz. Las mujeres se asomaron e intentaron abrir la puerta, pero estaba bien cerrada. Los mercaderes de arroz —como todos los que habían podido permitírselo— se habían marchado de la ciudad.

Bajaron por un callejón con viviendas a ambos lados, y luego por otro. Las casas estaban muy apiñadas unas a otras, y no entraba ni un solo rayo de sol. Sachi, Haru y Taki avanzaban en fila india, pegándose a la pared para dejar pasar a la gente que venía en la dirección opuesta. Las alcantarillas iban llenas de agua pestilente, olía a comida podrida y a excrementos humanos, las ratas correteaban, los pájaros gorjeaban en sus jaulas y los insectos zumbaban. Los mendigos, flacos como palillos, sentados en el suelo, tendían sus cuencos y gritaban lastimeramente pidiendo limosna.

Se habían perdido. Sachi no decía nada, pero empezaba a inquietarse. Entonces una joven caminó dándose aires hacia ellas, con unos altos zuecos de madera. Ellas se apartaron para dejarla pasar. La joven las miró y abrió tanto los ojos que parecía que fueran a salírsele de las cuencas.

—Hora! —exclamó—. ¿Eres... Haru-sama? Y... ¡Oyuri!

Oyuri. Hacía más de tres años que Sachi no oía ese nombre; entonces el shogun todavía vivía, ella aún era la concubina de Su Majestad, la Señora de la Alcoba Contigua.

Y esa voz, aguda y chillona... La reconoció al instante. Las palabras resonaron en sus oídos: «Sucia campesina. No quiero ni acercarme a ti. ¿Por qué no estás en los establos con los animales?» Su mente rescató imágenes de una niña altanera de nariz respingona con un precioso kimono con toda la ciudad de Edo representada en un bordado, pavoneándose por el gran pasillo que conducía a la puerta de los aposentos del shogun; de bastones de entrenamiento entrechocando y de la brutal pelea que habían protagonizado en la sala de entrenamiento y que Sachi había ganado, contra todo pronóstico. Entonces vio una mano levantada, oyó el silbido de una sandalia al cortar el aire. Sintió el dolor y la humillación cuando la sandalia la golpeó cerca de la oreja; oyó las risitas, vio una hermosa cara deformada por el odio y los celos...

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