En las montañas del Japón rural de 1861, la piel pálida y las delicadas facciones de Sachi hacen que se sienta diferente. Y lo es. Cuando cumple once años, una princesa imperial se la lleva al palacio de las mujeres del castillo de Edo. Allí, en un ambiente de intrigas y rivalidades, conviven tres mil mujeres y el joven shogun, gobernador de Japón. Sachi será la elegida para convertirse en su concubina.
Sus privilegios, sin embargo, pronto son sólo un recuerdo, ya que al estallar la guerra civil la joven debe huir para salvar su vida. En un Japón en pleno cambio, en el que no hay lugar para la pasión y ni siquiera existe la palabra «amor», Sachi se enamora de un joven guerrero. Pero antes de que pueda imaginar un futuro con él, debe resolver el misterio que subyace en sus orígenes y que amenaza con destruirla.
La última concubinaes una intensa mezcla de aventura y romance, el relato de la lucha de una mujer memorable para encontrar su destino.
Basada en hechos históricos y ambientada en una de las eras más turbulentas en la historia de Japón, ésta es una novela mágica y llena de fuerza, que nos abre las puertas a un mundo exótico y desconocido.
«Empezaste la vida como campesina, pero tienes corazón de samurái.»
Lesley Downer
La última concubina
ePUB v1.0
OZN28.12.11
Título: La última concubina
Autor/es: Lesley Downer
Traducción: Gemma Rovira Ortega
Edición: 1ª ed., 1ª imp.
ISBN: 978-84-322-3176-6
Fecha Edición: 05/2008
Publicación: Editorial Seix Barral, S.A.
Si no es a ti,
¿a quién le enseñaré
la flor del ciruelo?
Pues de pétalos y aromas
sólo sabe quien sabe de verdad.
Ki no Tomonori (Kokinshu I:38)
Oshikaraji Sin rencor
kimi to tami to no si es por vos, mi señor,
tame naraba y por vuestro pueblo
mi wa Musashino no desapareceré con el rocío
tsuyu to kiyu tomo en la llanura de Musashi.
Princesa Kazu, 1861
—Shita ni iyo! Shita ni iyo! Shita ni... Shita ni... ¡De rodillas! ¡De rodillas! Agachaos... Agachaos...
El grito llegó flotando por el valle, tan débil que parecía un susurrar de hojas transportado por el viento. En lo alto del desfiladero, donde el camino empezaba a descender hacia la aldea, cuatro niños despeinados, envueltos en kimonos desteñidos y remendados, escuchaban con mucha atención. Era uno de esos días de finales de otoño en que todo parece paralizado, como a la espera de algo. Los pinos que bordeaban el camino estaban asombrosamente quietos, y una suavísima brisa arrastraba, sin llegar a levantarlas, las hojas rojas y doradas, enmohecidas, que formaban pulcros montoncitos en los arcenes. Un halcón describía círculos perezosamente, y una bandada de gansos pasó por el cielo. De detrás de una esquina llegaba flotando el familiar olor a humo de leña, mezclado con el olor a estiércol de caballo, a basura y a sopa de miso. De vez en cuando cacareaba un gallo, y los perros de la aldea replicaban con un coro de aullidos. Pero, por lo demás, el valle estaba en silencio. Normalmente, el camino iba lleno de gente, palanquines y caballos hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, ese día estaba completamente vacío.
Así era como Sachi recordaría siempre ese día, años más tarde: los pinos, altos y oscuros, elevándose infinitamente hacia el cielo; la cúpula celeste, tan azul que parecía lo bastante cercana para tocarla, mucho más cercana que las pálidas montañas que brillaban en el horizonte.
Sachi tenía once años, pero era bajita y delgada. En verano se ponía tan morena como los famosos zainos del Kiso, pero el resto del año tenía la piel asombrosamente traslúcida y pálida, casi tan blanca como el vaho que sacaba por la boca. Muchas veces lamentaba no ser morena y robusta como los otros niños, aunque a ellos eso no parecía importarles. Hasta sus ojos eran diferentes. Los de los demás eran castaños o negros, y los suyos eran de un verde oscuro, tan verdes como los pinos en verano y el musgo que cubría el suelo del bosque. Pero en el fondo, y pese a saber que eso no estaba bien, le gustaba la blancura de su piel. A veces se arrodillaba frente al desazogado espejo de su madre y contemplaba el reflejo de su pálido rostro. Entonces sacaba el peine que llevaba guardado en la manga. Era su talismán, su amuleto: hermoso, reluciente y centelleante. Siempre le había pertenecido, desde que ella tenía uso de razón, y nadie tenía un peine como el suyo. Despacio, pensativa, se peinaba hasta que le brillaba el cabello, y luego se lo recogía en la nuca con una cinta de crespón rojo.
Un par de veranos atrás habían llegado a la aldea unos actores ambulantes. Montaron un escenario improvisado y, durante unos días, representaron historias de fantasmas que les ponían a todos la piel de gallina. Apiñados unos a otros —acuclillados, paralizados de miedo—, los niños vieron una obra sobre una esposa abandonada que muere de pena. Al final de la representación, la difunta, con la cara muy blanca, aparecía de pronto flotando en el aire ante su esposo infiel. Se peinaba el largo y negro cabello, y al hacerlo iban desprendiéndose mechones. Los niños gritaban tan fuerte que no se oía lo que decían los actores. Desde entonces, cuando los otros niños querían burlarse de Sachi, le decían que ella también debía de ser un fantasma.
Su abuela afirmaba que era una niña «enfermiza». A veces Sachi la oía reprendiendo a su madre.
—Esa hija tuya, Sa —rezongaba—, ¡cómo la malcrías! ¿Cómo quieres que consiga un marido, con lo pálida y enfermiza que está? Y con lo presumida que es. Se pasa el día peinándose. Ningún hombre quiere a una esposa que se pasa la vida delante del espejo. Necesitas una hija con caderas anchas, una buena paridora que sepa trabajar. Si no, tendrás que quedártela.
—Es delicada —replicaba su madre con gentileza, y sus labios dibujaban esa sonrisa cansada y paciente—. No es como los otros niños. Pero al menos es bonita. —Su madre siempre la defendía.
—¿Bonita? —replicaba su abuela—. ¡Vaya! ¿De qué le sirve a la esposa de un campesino ser bonita?
Sachi desplazaba el peso de una pierna a otra mientras se frotaba las manos y se soplaba en ellas. Pese a las numerosas capas de grueso algodón, la chaqueta acolchada que su madre le había conseguido y los pañuelos que llevaba atados en la cabeza, seguía teniendo frío. Lo único que le proporcionaba un poco de calor era el bebé que llevaba atado a la espalda en un canguro. El bebé estaba profundamente dormido, y le colgaba la cabeza como si fuera una muñeca de trapo. Acurrucada junto a Sachi estaba su amiga Mitsu. Las dos eran inseparables desde muy pequeñas. A primera vista, Mitsu era todo lo contrario de Sachi: muy morena y retacona, como un mono, con los ojos pequeños y la nariz chata.
Cuando nació Mitsu, su madre le dijo a la comadrona que la matara. «Mira qué fea es. Nunca encontrará marido —dijo—. Y entonces ¿qué haremos con ella?» La comadrona asintió. Era una petición sensata. A muchos bebés los mataban al nacer. La comadrona escupió en un trozo de papel, le tapó la boca y la nariz a la niña con él, y luego la envolvió fuertemente en unos harapos. Pero cuando creían que ya había muerto, la niña empezó a retorcerse, a aullar y a berrear. Por lo visto, los dioses habían decidido que tenía que vivir. «Y ¿quiénes éramos nosotras para contradecir a los dioses?», decía su madre abriendo las manos, enrojecidas por el trabajo. Al parecer, amaba más a su hija por haber escapado milagrosamente de la muerte. A Mitsu, una niña alegre, realista y maternal, no le preocupaba en absoluto esa historia. Llevaba a una de sus hermanas atada a la espalda, igual que Sachi.
Los sonidos que llegaban desde el otro extremo del valle eran cada vez más fuertes. Las niñas aguzaron el oído y distinguieron pasos, el amortiguado golpeteo de los cascos de caballo, forrados de paja, el sonido de hierro contra hierro y de hierro contra piedra. En medio del alboroto se oyó un coro de voces que al principio era sólo un murmullo, pero que poco a poco fue haciéndose más claro, hasta que las niñas pudieron distinguir cada sílaba, repetida una y otra vez en un sonsonete: «Shita ni iyo! Shita ni iyo! Shita ni... Shita ni...» Los viajeros todavía estaban en el bosque, ocultos bajo el denso follaje que cubría la ladera de la montaña, y sin embargo las voces no cesaban ni un instante. Era como si pretendieran que todo —los altos árboles con sus gruesas copas, las plantas, los lobos, los zorros, los ciervos, los torpes osos negros y los feroces jabalíes con sus afilados colmillos— se pusiera de rodillas.
Genzaburo, el indiscutible líder de los niños, trepó a un árbol y avanzó por una rama hasta quedar precariamente suspendido sobre el camino. Era un niño delgado y nervudo, de brazos y piernas muy largos, con la piel quemada por el sol, casi negra, y una sonrisa pícara; siempre andaba metido en líos, y solía escaparse para ir a pescar o a nadar en el río cuando tenía que estar trabajando. Era experto en acercarse con sigilo a un caballo y arrancarle unos cuantos pelos de la cola; luego echaba a correr, huyendo del mozo de cuadra. Los pelos grises eran los mejores para pescar, porque los peces no los veían, así que nunca desaprovechaba la oportunidad de arrancarle unos cuantos pelos a un caballo gris que pasara por la aldea. Genzaburo también se había hecho famoso por enfrentarse a un jabalí que un día había irrumpido en la aldea, aterrorizándolos a todos, cuando sólo tenía diez años. Le había dado patadas y puñetazos hasta que la bestia puso pies en polvorosa y regresó al bosque. A veces mostraba, orgulloso, la cicatriz de la herida que le había hecho el jabalí en el brazo. Era su insignia de honor.
Sólo Chobei, el más pequeño del grupo —hermano de Sachi—, un crío mugriento con el pelo de punta, vestido con un grueso kimono marrón, no le prestaba ninguna atención a aquel alboroto que se aproximaba por el valle. Agachado junto al camino, examinaba un lagarto que había salido de la maleza.
Genzaburo siguió avanzando por la rama, escudriñando la lejanía con los ojos entornados.
—¡Vienen hacia aquí! —gritó—. ¡Vienen hacia aquí!
Sólo un minuto más tarde, todos pudieron ver los primeros estandartes, que sobresalían entre las copas de los árboles: eran rojos, morados y dorados, y se agitaban como pétalos. El sol arrancaba destellos a los extremos de acero de los estandartes y las lanzas. Los niños observaban embelesados, con el corazón acelerado. Todos sabían perfectamente qué significaba «Shita ni iyo». Era la primera lección que habían aprendido. Todos habían notado las grandes y ásperas manos de sus padres sobre sus cabezas, empujándolos hacia abajo para que se arrodillaran hasta tocar el suelo con la cara, y casi podían oír a sus padres gritándoles: «¡Agáchate ahora mismo! ¡Te van a matar!»
Nadie había olvidado el terrible destino de Sohei, el borracho. Unos años atrás, después de beberse unas cuantas tazas de sake, se había cruzado, tambaleándose, con una procesión. Antes de que nadie pudiera apartarlo, un par de samuráis desenvainaron las espadas y lo mataron allí mismo, en medio de la calle. Los aldeanos retiraron el cadáver en silencio, petrificados de miedo. Aquello sirvió para demostrar lo poco que valía una vida. Los samuráis eran sus amos; tenían el poder de matarlos o dejarlos vivir. Así había sido siempre y así seguiría siendo.