Se hallaban en el famoso Pasillo de la Campana, el lugar de acceso al palacio de las mujeres desde los palacios intermedio y exterior, que eran el dominio de los hombres. Sólo lo utilizaba el shogun; él era el único hombre que podía entrar en las dependencias de las mujeres. Había unos pocos hombres que trabajaban en las dependencias de las mujeres —sacerdotes enjutos y apergaminados, un par de médicos de rostro liso, los musculosos guardias de las puertas exteriores—, pero ellos no contaban. Para las mujeres, esos hombres no existían.
Junto a la puerta colgaba una gran bola de campanas de cobre que hacían sonar cuando el shogun se disponía a salir; hacerla sonar en cualquier otro momento constituía un grave delito. Había una dama de honor arrodillada a cada lado, junto con un par de sacerdotisas (unas ancianas de manos nudosas, con la cabeza afeitada y reluciente, que vestían túnicas de sacerdote). La primera vez que las vio, Sachi se llevó una sorpresa, pero ya se había acostumbrado a ellas.
La princesa y su séquito vestían el traje de la corte imperial de Kioto; túnicas blancas, pantalones encarnados y chaquetas de brocado de color bermellón. Pero las aristócratas que llenaban el pasillo lucían las túnicas más fastuosas que Sachi había visto jamás. Algunas tenían bordados dibujos de glicinas y lirios; otras, abanicos de madera de ciprés y carros tirados por bueyes. En algunas, unos paisajes en miniatura pintados con tonos rojos se desenrollaban sobre las curvadas espaldas de las damas. La princesa y sus damas de honor llevaban el largo y liso cabello suelto, hasta el suelo. Pero las cabezas de esas mujeres —que estaban arrodilladas con la frente pegada al suelo— estaban adornadas con gruesos rizos de cabello untado con aceite, y llenas de peinecillos, horquillas y cintas.
La viuda Jitsuse-in, la madre biológica del shogun, estaba arrodillada en el lugar de honor, junto a la puerta. Tenía un rostro cetrino y transido de amargura. Como todas las viudas, llevaba el pelo corto, una sencilla túnica y una cogulla de monja. Sachi la llamaba el Cuervo Viejo. La viuda entraba todos los días en los aposentos de la princesa, con su túnica negra, y encontraba defectos en todas partes. Por mucho que todas intentaran complacerla, ella siempre encontraba algo de qué quejarse.
La princesa ocupó su lugar en el almohadón que había enfrente del de la viuda. Pero cuando todavía estaba metiendo sus faldas bajo las rodillas, una manada de mujeres ataviadas con túnicas ricamente bordadas avanzó lenta y majestuosamente por el pasillo. A la cabeza iba una mujer alta de aspecto imperioso. Iba vestida, como el Cuervo Viejo, con un hábito de monja, pero su túnica era de una seda finísima, de color gris con tintes morados, y su manto estaba astutamente recogido para revelar un atisbo de la suave piel de su cuello, blanca como la nieve. Su porte revelaba que, pese al traje que llevaba, era una princesa.
Sachi alzó la mirada desde el final de la cola y se estremeció. Era la Retirada, la temida viuda Tensho-in. Todas le tenían pavor. Decían que tenía muy mal genio y que era fuerte como un varón. Contaban que en una ocasión, durante un terremoto, había cogido en brazos al anterior shogun, su esposo, y lo había sacado del palacio. Además, las mujeres afirmaban que era una excelente amazona que sabía manejar la alabarda con la misma habilidad que cualquier soldado, y también una experta intérprete de las danzas y los cantos del teatro Noh. Todavía no había cumplido treinta años, y su belleza estaba en pleno esplendor. Se adivinaba una sonrisa de suficiencia en sus labios, brillantes como joyas, y en sus ojos ardía una abrasadora energía.
Pero todas las miradas iban dirigidas hacia la joven que revoloteaba detrás de ella. No era mayor que Sachi, y tenía la nariz respingona y el cutis aceitunado de las muchachas de Edo, muy diferente de la palidez aristocrática de las mujeres de Kioto. Llevaba el rostro, regordete e infantil, primorosamente maquillado al estilo de Edo, y le brillaban los carnosos labios, pintados de un rojo verdoso conocido como «rojo de bambú fresco». Iba tambaleándose con recato, dando cortos pasitos, con los dedos de los pies hacia dentro; ponía un pie delante del otro con mucho cuidado y mantenía la mirada fija en el suelo. Pero sabía que todas la estaban mirando: la delataba la postura de sus hombros.
Al verla, Sachi dio un grito ahogado. Bajo el maquillaje estaba Fuyu, la estrella indiscutible entre las damas más jóvenes. Sachi ansiaba alcanzar la desenvoltura y el aplomo de aquella muchacha. Cuando estaba Fuyu presente, Sachi se sentía cohibida, consciente de sus humildes orígenes y de su escasa educación. En cuanto a Fuyu, no se molestaba en hablar con Sachi, salvo en las raras ocasiones, durante los ejercicios de alabarda, en que Sachi conseguía asestarle un golpe con su bastón. Entonces Fuyu levantaba la barbilla, la miraba con desdén y, tras dar un resoplido, decía: «Supongo que no está mal... ¡para tratarse de una campesina!» Era la hija de uno de los capitanes de la guardia y, como Sachi, sierva joven. Pese a los aires de importancia que se daba, a ella tampoco le estaba permitido entrar en los aposentos del shogun.
Pero lo que levantó un murmullo de admiración entre todas las presentes fue su espectacular haori, una chaqueta con un bordado espectacular de la ciudad de Edo. Describiendo curvas por el dobladillo acolchado estaba el río Sumida, bordeado de edificios y atravesado por el puente Nihonbashi. La bahía de Edo era una sinuosa curva de color azul a la altura de las caderas. Por la espalda y por las mangas se extendían casas, templos, una pagoda, calles salpicadas de diminutas figuras, nubes de follaje y hasta un resquicio de las torrecillas del castillo de Edo destacadas con hilo de oro. Era una obra de arte, increíblemente costosa, diseñada para atraer todas las miradas.
Mientras sus damas ocupaban sus lugares a lo largo de uno de los lados del pasillo, la Retirada se acercó al Cuervo Viejo y a la princesa e hizo una gran reverencia.
—Saludos, Alteza Imperial —dijo dirigiéndose a la princesa.
Hablaba en voz baja, pero su voz, grave y sonora, llegó hasta el final del pasillo—. Bienvenida. Es un gran honor teneros entre nosotras.
Espero de todo corazón que vuestra salud no se resienta de este tiempo tan caluroso.
El pasillo estaba en silencio; sólo se oía el susurro de los abanicos Hacía un calor insoportable. Sachi se removió, incómoda; notaba las pesadas prendas enganchándose a su húmeda piel. Agachó la cabeza y, asustada, escuchó la respuesta de la princesa.
Como todos los que «vivían por encima de las nubes» —al fin y al cabo, era hija del anterior Hijo del Cielo, y hermana del que reinaba en ese momento— la princesa Kazu esperaba que la trataran con la deferencia que correspondía a su elevado estatus. Nunca olvidaba, ni por un momento, que había abandonado la elegante vida de que había disfrutado en la corte imperial de Kioto para descender al nivel de esos plebeyos de baja estofa. Sin embargo, lejos de comportarse con el debido respeto y de mostrar su reconocimiento por el sacrificio que había hecho la princesa, la Retirada aprovechaba cualquier ocasión para reafirmar su preeminencia. Como viuda del anterior shogun y madre adoptiva del actual, la Retirada había ostentado poder en el palacio hasta la llegada de la princesa, y estaba decidida a conservar su autoridad.
En la intimidad de los aposentos de la princesa, las aristócratas que habían acompañado a la princesa Kazu desde la capital no sentían otra cosa que desprecio por la Retirada y sus damas de honor. Decían que eran poco refinadas, por no decir absolutamente vulgares. ¿Cómo se atrevían a tratar a la princesa con tan poco respeto? Y respecto a su forma de vestir, de hablar y de comportarse, propia de samuráis, la habrían calificado de lamentable si no la hubieran encontrado tan ridícula. Cuando las damas de la princesa se cruzaban con las de la Retirada en los pasillos, pasaban de largo sin apenas molestarse en hacer una desdeñosa cabezada. Pero entre sus doncellas eran frecuentes las peleas. Se gritaban unas a otras, y a veces hasta se arañaban, se pellizcaban, se mordían y se tiraban del pelo y de la ropa.
Las dos grandes damas hacían todo lo posible por mantenerse alejadas una de otra. Sin embargo, a veces las cosas llegaban a un punto crítico. La princesa era demasiado orgullosa y había recibido una educación demasiado refinada para imponerse y hacer valer sus derechos, pero Sachi sabía el dolor que le causaban esos encuentros.
Cuando llegó al castillo, la princesa había insistido en hablar el dialecto arcaico de la corte imperial. Ése fue el primer idioma que le enseñaron a Sachi. La princesa esperaba que todas las mujeres del palacio adoptaran la lengua y las costumbres de Kioto; ésa había sido una de las condiciones de su boda. Pero en eso, como en muchas otras cosas, se había llevado un desengaño.
Ahora, en lugar de decir «Os agradezco vuestra amabilidad» con acento de Kioto, como habría hecho en el pasado, susurró: «Estoy en deuda con vos, Honorable Retirada.» Tenía una vocecilla aguda y entrecortada, como el trino de un pájaro.
Durante varios minutos, las dos mujeres intercambiaron cumplidos, superándose una a otra en lo florido de su lenguaje y en la extravagancia de sus lisonjas. Entonces la Retirada se irguió y dijo:
—Una vez más, os doy mis más sinceras gracias, Alteza Imperial, por cuidar tan bien de Su Majestad, mi hijo adoptivo. —Miraba con fijeza a la princesa y estiraba los labios para componer la más dulce y venenosa de las sonrisas—. Pero me disgusta comprobar que las escoltas han cometido el error de siempre. Como suelen hacer, os han hecho sentar, erróneamente, en mi lugar. Comprenderéis que, como suegra vuestra y como primera dama de esta casa, yo debo ser la primera en dar la bienvenida a mi hijo a su hogar. Estoy segura de que me ayudaréis de buen grado a rectificar el error.
Hubo un silencio. Todas contenían la respiración. La princesa Kazu mantenía la vista fija en el suelo, mordiéndose el labio inferior.
—Al contrario, soy yo quien debe expresaros agradecimiento, Tensho-in —murmuró con fría cordialidad—. Me alegro mucho de veros. Pero sabéis muy bien que, como representante del Hijo del Cielo y humilde consorte de Su Majestad, estoy obligada, aunque no lo merezca, a tener precedencia. Confío en que seréis tan amable de permitirme permanecer en el lugar que me corresponde, al menos por esta vez.
—Ya hemos mantenido esta discusión muchas veces, nuera —replicó la Retirada sin alterarse, aunque sus negros ojos despedían fuego—. Habláis de tradición y de formas establecidas de hacer las cosas, pero olvidáis que estamos en el castillo de Edo. Aquí, en Edo, tenemos nuestras propias tradiciones y nuestras propias formas de hacer las cosas, que son las que estableció el primer shogun, Su Venerada Majestad el príncipe Ieyasu, y que llevan siglos en vigor. Sabéis muy bien que soy la viuda de Su Majestad tredécimo shogun, el príncipe Iesada. Como suegra vuestra, me horroriza que se os pueda ocurrir siquiera contradecir mi voluntad. Os empeñáis en conservar vuestro pintoresco título, vuestro peinado y vuestra forma de vestir provincianos. Eso me parece muy bien. Pero cuando nos veamos obligadas a vernos, debéis mostrarme respeto.
Sachi estaba horrorizada, y sentía la humillación de la princesa como si fuera suya. La princesa Kazu no dijo nada más; se retiró y se arrodilló en el suelo, y la Retirada ocupó su lugar en el almohadón.
Sonaron las campanas que había al final del pasillo. Su débil sonido metálico todavía resonaba cuando se oyeron, provenientes de las murallas del castillo, cuatro golpes de tambor, uno tras otro, que señalaban la hora. Las veteranas y las escoltas, las damas de honor y las sacerdotisas se postraron a ambos lados de la puerta.
Sachi también estaba arrodillada, mirando el tatami. Oyó el chirrido de unos cerrojos de hierro al descorrerse y el crujido de la gran puerta al deslizarse y abrirse. Hubo un largo silencio, seguido de un amortiguado tintineo. Entre el murmullo de voces se distinguía el timbre poco familiar de una voz masculina, la primera que Sachi oía desde hacía casi cuatro años. Junto con el murmullo de voces femeninas y el frufrú de seda se oía el ruido sordo de unos pasos que avanzaban por las esteras del tatami —unos pasos desenvueltos, indudablemente de varón—, y se percibía el aroma de un exótico y complejo perfume. El tiempo transcurría con dolorosa lentitud. La voz y el aroma se acercaban cada vez más. Cada vez estaban más próximos los cumplidos, las charlas y las risas. Los pasos masculinos avanzaban poco a poco. Entonces se detuvieron, justo delante de Sachi.
—¿De modo que ésta es? —preguntó la voz.
Las palabras sonaban extrañas y arcaicas. Era la primera vez que Sachi oía la formal terminología que sólo podía utilizar el shogun, y tuvo que hacer un esfuerzo para entender qué había dicho.
—Levanta la cabeza, niña —susurró Tsuguko, la primera dama de honor de la princesa, que estaba arrodillada al lado de Sachi—. ¡Saluda a Su Majestad!
Sachi levantó la cabeza lo suficiente para ver un par de medias de seda blanca. Luego la levantó un poco más, y se encontró contemplando un par de ojos castaños e inquisitivos. Bajó rápidamente la cabeza; estaba tan turbada y confundida que le ardían las puntas de las orejas.
Hubo un largo silencio.
—¿Cómo se llama? —preguntó la voz.
Un murmullo parecido al sonido del viento haciendo susurrar un campo de hierba en verano recorrió el pasillo. Tsuguko soltó una risa tintineante.
—Esta humilde niña, Señor, es Yuri, de la casa de Sugi, portaestandartes del daimio de Ogaki —contestó, utilizando el nombre oficial de Sachi—. Es mi protegida.
Sachi todavía temblaba mucho después de que los pasos y el aroma se hubieran alejado y de que oyera cómo las puertas de los aposentos privados del shogun se abrían y se cerraban.
Siguió en silencio a las damas de honor hasta la habitación de la princesa. Su mente era un torbellino. Había violado la norma esencial: había levantado la cabeza y había mirado a un ser aún más elevado que las veteranas, que Tsuguko o que la Retirada: a Su Majestad el shogun, que estaba más cerca de los dioses que de los hombres. El rango de la princesa Kazu era superior al del shogun, desde luego, pero su caso era diferente. Sachi pertenecía a la princesa. La princesa la había escogido y la había mantenido a su lado. ¿Lo habría entendido mal? Seguro que Tsuguko no pretendía que ella cometiera semejante falta de protocolo.
También le había extrañado mucho la juventud de Su Majestad. Siempre había dado por hecho que una persona tan poderosa y tan sabia debía de ser aún más vieja, brusca y temible que esos consejeros que a veces iban al palacio con mensajes para alguna gran dama.