La última concubina (2 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Pero los estandartes todavía estaban lejos. Los niños los contemplaban, hechizados, conscientes de que estaban haciendo algo prohibido y muy peligroso.

A lo lejos, unas diminutas figuras vestidas de azul y negro salieron en grupo del bosque. Los niños, haciendo visera con la mano, distinguieron varios batallones de soldados que marchaban en cerrada formación, guerreros a caballo con los cuernos de los cascos destellando y largas hileras de porteadores que transportaban relucientes baúles lacados. Las figuras iban haciéndose más grandes a medida que la columna de soldados se aproximaba. Cada vez se oían mejor el tintineo de los anillos metálicos de los bastones de los guardias, el arrastrar de pies, el crujido de los cascos de caballo y aquel coro amenazador: «Shita ni iyo! Shita ni iyo! Shita ni... Shita ni...»

De pronto se rompió el hechizo. Cogiéndose unos a otros de la mano, muertos de miedo, los niños dieron media vuelta y echaron a correr atropelladamente por la pendiente; los bebés que las niñas llevaban atados a la espalda cabeceaban y botaban.

La montaña que cubría la aldea con su sombra era tan alta y escarpada que los primeros rayos de sol sólo habían empezado a traspasar la gélida atmósfera, aunque ya era la hora del caballo y el sol estaba casi en su cenit. Cuando llegaron al principio de la calle, los niños se pararon para recobrar el aliento. Nunca habían visto la calle tan llena de gente y con tanto trajín. Las destartaladas posadas que la bordeaban parecían tambalearse con tanta aglomeración. Los posaderos habían abierto las puertas de listones, y de los profundos y oscuros interiores de los establecimientos salían nubes de humo de leña que formaban remolinos. No paraban de entrar y salir grupos de porteadores patizambos, ataviados con chaquetas de algodón acolchadas y leotardos, que sorbían de unos cuencos de gachas de cebada. Los mozos de cuadra forcejeaban con malhumorados caballos del tamaño de ponis para atarles las sillas de montar y ponerles herraduras de paja. Otros hombres que parecían almiares andantes se abrían paso entre la multitud cargados de enormes capas de paja. Muchos estaban allí plantados, esperando, fumando de sus pipas de boquilla larga. Algunos eran de pueblos vecinos y siempre aparecían cuando se necesitaban porteadores y mozos de cuadra, pero la mayoría eran desconocidos, hombres de manos nudosas provenientes de las aldeas más alejadas de las montañas, y habían caminado un día entero para llegar hasta allí.

De pie en medio del tumulto había un hombre alto con un rostro despejado y sereno y una mata de pelo negro recogido en una cola de caballo. No paraba de dar órdenes, agitando los brazos y mandando a la gente de un sitio para otro. Sachi y los demás se abrieron paso entre el gentío, colándose por debajo de los brazos de la gente, y lo agarraron de las mangas.

—¡Viene la princesa! ¡Viene la princesa! —gritaron a coro.

El hombre les sonrió y les dio unas palmaditas en la cabeza.

—Muy bien, muy bien —dijo—. ¡Volved ahora mismo con vuestras madres!

II

Jiroemon, el padre de Sachi, era el jefe de la aldea y el responsable de todo cuanto pasaba allí, como lo habían sido otros varones de su familia desde tiempos remotos. Había asumido el cargo diez años atrás, relevando a su anciano padre. En el pasado, la familia había llevado las dos espadas que distinguían a los samuráis, pero siglos atrás les habían retirado ese privilegio, aunque Jiroemon todavía llevaba una espada corta ceremonial que indicaba su estatus superior.

Era un hombre corpulento, al menos comparado con sus vecinos, que eran retacones y musculosos, verdaderos «monos de montaña» del valle del Kiso. Todavía no debía de haber cumplido los cuarenta —pocos adultos de la aldea sabían con exactitud qué edad tenían—, pero ya tenía la cara surcada de arrugas, pues llevaba varios años haciendo de mediador entre los vecinos y las autoridades. Todo el valle del Kiso pertenecía al señor local, y a los vecinos sólo se les permitía talar una pequeña parte del bosque para su uso particular. Todos los años, los aldeanos, después de que se les acabara la leña, cortaban algunos árboles. Oficialmente, el castigo era «un árbol, una cabeza», aunque Jiroemon siempre hacía cuanto estaba en su mano para conseguir el indulto. A los vecinos no les dejaban olvidar ni por un momento que, a los ojos de sus señores, ellos no valían más que animales.

El principal deber de Jiroemon consistía en asegurarse de que el tráfico fluía con facilidad por el tramo de la ruta Nakasendo —o Camino de la Montaña Interior— que discurría por el valle del Kiso y pasaba por su aldea. Normalmente, el camino iba lleno de viajeros, y estaba adornado con los aires exóticos de lugares lejanos. Grupos de peregrinos avanzaban tranquilamente, ataviados con sus túnicas blancas, aunque la mayoría parecían más interesados en divertirse cuanto pudieran y en ver mundo que en las oraciones y los rezos. Algunos eran comerciantes adinerados acompañados por un séquito de esposas, concubinas y criadas, todas vestidas a la última moda. Otros eran campesinos pobres, y otros, mendigos que dependían de las limosnas. Había convoyes de samuráis que viajaban a caballo o en palanquines, y los mercaderes supervisaban los envíos de cargamentos embalados en baúles que transportaban las caravanas de porteadores. Los poetas ambulantes se quedaban varios días en la aldea para celebrar veladas de poesía, y los estudiantes y los sacerdotes intercambiaban las últimas noticias, controversias y cotilleos de las tres grandes ciudades: Osaka, Kioto y Edo. También había mensajeros, que sólo se detenían el tiempo necesario para cambiar de caballo, y personajes de mirada furtiva —espías o agentes de policía—, que vigilaban a los otros viajeros.

Falta añadir a la lista a los samuráis renegados, rateros, mercachifles, bandidos, jugadores, actores ambulantes, magos, delincuentes y vendedores de aceite de sapo —que, según aseguraban, curaba todo tipo de enfermedad habida y por haber—. Los vecinos de la aldea estaban muy ocupados con tan variopinta muchedumbre. Todas las noches aparecían las geishas, que intentaban atraer a los viajeros. El sonido de la música, las risas y las danzas salía de las posadas, iluminadas con lámparas, e invadía las oscuras calles.

Jiroemon también regentaba una posada, pero la suya era magnífica y lujosa, y era la que tenían designada los daimios que todos los años recorrían la ruta Nakasendo. Fuera de temporada, también podían alojarse en ella funcionarios u otros personajes muy acaudalados.

Los daimios eran los príncipes de las provincias. Cada uno de ellos era el señor de su pequeño dominio y tenía su propio ejército. Recaudaban impuestos y podían condenar a muerte a sus súbditos. Pero todos le debían tributo al shogun de Edo y estaban obligados a viajar todos los años para rendirle homenaje, dejarse ver en la corte y permanecer varios meses allí. Cada uno tenía dos o tres palacios en la ciudad, donde vivían permanentemente sus mujeres, prisioneras en sus jaulas doradas.

Había treinta y cuatro daimios, de diversas categorías, que utilizaban la ruta Nakasendo. Unos iban en una dirección, y otros, en la opuesta: hacia el este si iban a Edo o hacia el oeste si iban hacia Kioto, la ciudad santa y capital oficial del país, donde vivía recluido el emperador. Iban siempre acompañados por un espectacular séquito, con cientos de ayudantes y guardias. Era un espectáculo impresionante. Los campesinos tenían que apartarse del camino cuando ellos pasaban, o al menos arrodillarse y agachar la cabeza; pero aun así, hacían todo lo posible para ver cuanto pudieran de la procesión.

Todos los viajeros, excepto los palanquineros, llevaban elegantes trajes de seda negra. Algunos iban a caballo, pero la mayoría iban a pie, pegados unos a otros. Los de rango inferior —los que iban armados de picas, y los encargados de transportar los sombreros de paja, las sombrillas y los baúles— ofrecían un gran espectáculo a los acobardados aldeanos: caminaban con arrogancia, con las túnicas remangadas, y como sólo llevaban un taparrabos, exhibían las desnudas nalgas, relucientes bajo la luz del sol. Cada vez que daban un paso, levantaban el talón hasta casi golpearse la nalga con él, y echaban el brazo contrario hacia delante como si nadaran. Hacían girar lo que llevaban en las manos —las picas, los sombreros y las sombrillas—, todos al mismo compás.

Las comitivas siempre hacían un alto en la aldea de Jiroemon para descansar y para cambiar de caballos y de porteadores. Mientras los subordinados realizaban sus tareas, los palanquines en que viajaban el daimio y sus criados seguían hasta la posada de Jiroemon, donde tomaban té o se quedaban a pasar la noche. La mayoría de los daimios habían pasado por la aldea varias veces desde su juventud, y conocían al educado y divertido posadero. Después de consumir un poco de sake, y cuando llegaba el momento de llamar a sus geishas favoritas, algunos hasta se relajaban lo suficiente para charlar un rato con él, aunque nadie olvidaba nunca la enorme diferencia de rango. Jiroemon era muy consciente de que, para ellos, él no era más que un campesino, aunque listo.

Jiroemon había ido un par de veces a Edo, la fabulosa metrópolis de la llanura de Musashi a la que se llegaba tras una caminata de catorce días por las montañas. Volvió a su aldea con noticias asombrosas. Ocho años atrás, cuatro Barcos Negros, unos monstruos recubiertos de hierro, repletos de cañones y que escupían humo y vapor, habían aparecido en el horizonte y habían anclado frente a la costa, cerca de Shimoda. Poco después sucedieron una serie de desastres —violentos terremotos y maremotos—, y apareció un cometa en el cielo que presagiaba desgracias.

De los barcos desembarcó una delegación de bárbaros. Jiroemon no había llegado a verlos personalmente, pero le habían dicho que tenían la nariz enorme y una piel áspera y pálida cubierta de vello rojizo, y que apestaban a los animales muertos de que se alimentaban. No sólo habían puesto sus impuros pies en la tierra sagrada de Japón, sino que insistían en que tenían intención de quedarse y establecer núcleos comerciales en el país.

Los viajeros que pasaban por la posada de Jiroemon habían dejado muy claro que el país se encontraba en crisis. La primavera anterior, sin ir más lejos, se había extendido por el valle el rumor de que el señor Ii Naosuke, el Gran Consejero e implacable gobernante del país, había sido asesinado frente a la puerta del castillo de Edo, la residencia del shogun. Algunos de los asesinos eran samuráis de Mito, el dominio de uno de los príncipes más poderosos del país, pariente consanguíneo del shogun. Otros eran del salvaje dominio meridional de Satsuma, uno de los enemigos tradicionales del shogun. Para los aldeanos, la vida siempre había sido difícil, cruel e injusta; pero al menos ellos sabían a qué atenerse. Sin embargo, ya no estaban seguros de nada. Vivían con el temor de lo que pudiera ser en el futuro. Los ancianos murmuraban con aire misterioso que el mundo se había quedado estancado en la Era de Mappo, la última era descrita por las escrituras budistas. Quizá se estuviera acercando el final.

III

El primer año de Bunkyu —el año que quedaría registrado en los libros de historia como 1861— fue extraordinariamente frío. Casi había llegado la época de sembrar la cebada y todavía había carámbanos de hielo colgando de los aleros, y sólo los viajeros más decididos transitaban por el camino, recubierto de nieve. Un día llegó un mensajero, espoleando a su caballo por el barro y la nieve fangosa. Le llevaba a Jiroemon una carta de los comisarios del distrito encargados del transporte.

Jiroemon, atemorizado, rompió el sello, abrió la caja y desenrolló la carta. ¿Qué otra exigencia podía habérseles ocurrido? La leyó, se rascó la cabeza y la estudió hasta que logró descifrar el complicado lenguaje oficial. Los comisarios querían notificarle al jefe que Su Alteza la princesa Kazu, la hermana pequeña del emperador, iba a pasar por la ruta Nakasendo y por la aldea en el décimo mes de ese mismo año, y lo instaban a iniciar de inmediato los preparativos.

¡Una princesa imperial del rango más elevado, hija del difunto emperador y hermana pequeña del Hijo del Cielo iba a pasar por su aldea! Eso era algo que no había ocurrido jamás. Tropezando y resbalando por los helados caminos, Jiroemon corrió hasta las pequeñas dependencias donde vivía la familia, en un rincón alejado de la magnífica posada donde se hospedaba el daimio. El humo salió formando remolinos cuando abrió la puerta corredera. Estaban todos apiñados alrededor del hogar, esperando a que él regresara.

—En la vida había visto nada parecido, madre —gruñó al irrumpir en la habitación.

Siempre llamaba Kaachan a Otama, su esposa; era el apelativo cariñoso que se usaba en el campo para dirigirse a la madre. Su rostro, por lo general de expresión serena, reflejaba su preocupación; las arrugas de la frente se le marcaban más de lo habitual, y llevaba el negro cabello despeinado.

La abuela de los niños le sirvió un cucharón de gachas, y luego otro. Tenía la cara bronceada y arrugada como una nuez, y caminaba muy encorvada después de toda una vida trabajando duramente.

—El camino va siempre sobrecargado, los pueblos vecinos se niegan a proporcionarnos porteadores... ¡Y ahora esto! —dijo—. ¿Cuántos viajeros calculas que llegan cada día? ¿Mil? Y son muchos más de los que podemos atender. Aquí dice que el séquito de Su Alteza lo componen diez mil, sin contar a los porteadores. Tardarán cuatro o cinco días en pasar todos por aquí. Y nos piden que busquemos dos mil o tres mil porteadores. ¡Dos mil o tres mil! Y quinientos caballos cada día hasta que haya pasado todo el séquito. Seis mil almohadas. Arroz. Carbón. Platos. Y se supone que hemos de alimentar a toda la tropa. ¿Cómo vamos a hacerlo? ¡Es imposible!

Otama era una mujer delgada y de aspecto cansado; un entramado de finas arrugas cubría su rostro, y llevaba el cabello recogido en un sencillo moño. Tenía las manos hinchadas, agrietadas y con suciedad incrustada de tanto limpiar, cocinar, cavar y desherbar, y su espalda empezaba a encorvarse después de años plantando brotes de arroz. Sus padres la habían enviado a casarse con Jiroemon cuando ella era muy joven, más o menos de la edad de Sachi. Le dio a su esposo un hijo tras otro, pero todos murieron, y al final adoptaron a una frágil niñita de rostro pálido. La llamaron Sachi, «felicidad», con la esperanza de que al menos ella sobreviviera.

Eso era lo que sabía Sachi. Nunca había preguntado más. Iba siempre tan ajetreada que no tenía tiempo para plantearse preguntar de dónde había salido ni quiénes eran sus padres. La mitad de los niños de la aldea eran adoptados o pasaban de una familia a otra, dependiendo de qué familia tenía un hijo enfermizo o necesitaba un hijo varón para perpetuar la estirpe, y había gente que no sabía quiénes eran sus verdaderos padres. A nadie le importaba mucho eso. Uno pertenecía a la familia que lo había adoptado.

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