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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (29 page)

BOOK: La última tribu
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—¿Cómo? —dije.

—Apártate, Ary. Este hombre es peligroso.

—¡Ary! —exclamó Ono Kashiguri con una sonrisa de satisfacción—. Ary Cohen… Por fin te encuentro. El Mesías de los judíos, de los templarios y los masones. El Anticristo… ¿Crees poder medirte conmigo? ¿Crees de verdad que vas a difundir tu propaganda judía y a erradicar el budismo de Japón?

—¿Por ese motivo mataste a Nakagashi?

—Ese discípulo era un traidor —murmuró mientras miraba a Jane—. Le ordené que se infiltrara en el Beth Shalom y, cuando fue hallado el hombre de los hielos, se convenció de que Fujima tenía razón, de que el pueblo japonés descendía de las tribus perdidas de Israel. Le pedí que destruyera el cuerpo, pero en lugar de eso lo entregó a Shôjû Rôjin. Claro que fui yo quien lo mató… Venga, dame el manuscrito.

Mi padre se lo tendió. Pero cuando él alargó la mano, le solté un rápido puntapié que hizo volar el sable por la habitación. Corrí a apoderarme del arma, pero él se abalanzó sobre mí. Peleamos cuerpo a cuerpo para hacernos con el sable, pero en el fragor de la lucha cayó por la ventana.

Él utilizaba la apariencia y la intención como trampas temibles, y también las treinta y seis estrategias. Creaba una apariencia engañosa para confundirme, me agotaba sin esforzarse al tiempo que preservaba sus energías, me hacía correr en todas direcciones para cansarme, aprovechaba mis debilidades, amagaba a la derecha y golpeaba a la izquierda, buscaba suscitar temor y nerviosismo valiéndose del desconcierto provocado por la sorpresa. Era muy fuerte; dominaba a la perfección el Arte del Combate y sus años de práctica le favorecían frente a mis escasos conocimientos. Jane, petrificada, parecía incapaz de moverse.

Evité utilizar el pensamiento e intenté captar por instinto lo que no veía, prestar atención a los menores detalles y, sobre todo, no hacer nada inútil. No pensaba en la victoria; intenté desprenderme de ese pensamiento. Evité también pensar en el miedo y la emoción que me embargaban. Practiqué la elusión, intentando desmontar sus maniobras y trampas. Luego decidí dirigir mi ataque al punto que él más quería defender: el pergamino. Pero para eso, para adquirir ventaja, era preciso que yo mismo me distanciara del pergamino, es decir que asumiera el riesgo de destruirlo.

Me lancé hacia un lado, le arrebaté a Jane el pergamino y logré untarlo de aceite con la aceitera que había en la mesa. A continuación cogí la vela y la acerqué al pergamino.

—¡No! —exclamó Ono, y se detuvo.

—Vete de aquí o lo quemo —amenacé jadeante.

—Vaya, vaya —dijo él sonriendo—. ¿Te crees el mejor en el arte del combate? —Me observaba como si intentara hipnotizarme. Volvió su mirada hacia Jane. Mi padre había desaparecido.

—¡Jane! —grité—. ¡Tápate los oídos!

—¿Qué?

—¡Haz lo que te digo!

Yo hice lo mismo, y no me equivoqué: Ono estaba concentrando su aliento en el
hará
, el centro vital situado en el bajo vientre. Contrajo todos los músculos, también los del rostro, y profirió un
kiai
de una vibración tan intensa que los vasos y los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Jane cayó al suelo, inconsciente.

—Ahora dime quién es el más fuerte —se jactó Ono Kashiguri.

Lo miré; desde la no-conciencia, mi mirada no se desvió.

—Dame el manuscrito —ordenó.

—Montaña y mar: es malo repetir siempre la misma táctica —repliqué al tiempo que cogía el encendedor.

Y con un gesto brutal me apoderé de la aceitera y se la eché encima. Luego le prendí fuego con el encendedor… Todo su cuerpo se encendió y él no pudo hacer nada para impedirlo.

Entre las llamas que lo consumían, lanzó un aullido:


Yudaf

Me precipité hacia Jane, que seguía sin recobrar el conocimiento.

Poco después, Ono Kashiguri, con graves quemaduras, era transportado al hospital en una ambulancia.

Jane había vuelto en sí.

Parecía tan trastornada que le costó saber dónde se encontraba. Volver a ver a Ono Kashiguri parecía haberla confundido de nuevo, y estaba como sumida en una especie de sopor o estado hipnótico. Sin duda le costaría tiempo recuperarse del todo de su experiencia de pérdida del yo.

Tuvimos que prestar declaración ante la policía, lo que nos supuso dos largas horas, antes de poder reunirnos por fin con mi padre, que nos esperaba en el Beth Shalom.

—¿Y bien? —dije—. ¿Qué has descubierto del pergamino?

Mi padre me miró con ceño, como si no supiera por dónde empezar. Su mano, que sostenía el pergamino, temblaba ligeramente. Parecía trastornado.

—¿Y bien? —repetí.

—Es arameo —dijo—. Un texto escrito por el hombre de los hielos, probablemente poco antes de su muerte.

—¿Y si nos lo traduces?

Alzó el pergamino.

—«He aquí lo que fue de las diez tribus que partieron al exilio en tiempos del rey Oseas, al exilio más allá del río. Partieron en busca de un país lejano, no habitado por los hombres, donde les fuera posible respetar su ley, y la promesa que no habían sabido guardar. Su viaje fue muy largo y penoso, duró varios años hasta el país de…» Aquí hay una palabra que no he podido descifrar:
Arzareth
… Creo que se trata de
eretz aheret
, el otro país, o bien el país lejano. —Luego prosiguió, con voz temblorosa—: «Y yo, el sumo sacerdote Cohen, he venido hasta aquí a decirles que deben dejar estas tierras y regresar a su país.

»He encontrado a la primera tribu, los chiang. Me dijeron que los otros fueron más lejos aún, en dirección al mar. Pero no podré seguir mi camino porque he sido herido por la flecha del sacerdote malvado.

»Ese hombre no quería que yo les llevara la nueva. Temía que nuestro pueblo se multiplicara y dominara estas tierras.

»Herido, me refugié en la montaña, y escribo estas palabras para decir esto: “Un día vendrá un Mesías a la tierra de Israel; apresuraos ahora, volved todos, todas las tribus, todo el pueblo, ¡regresad a vuestro país!”, escrito por Moshé, sumo sacerdote Cohen, en el año 3740…» El año 3740 —dijo mi padre— corresponde al año cero de nuestra era.

Nos miramos largamente sin decir nada. Estábamos como pasmados ante aquella voz ancestral, surgida del pasado, del fondo de los tiempos, aquella voz a la vez lejana y familiar, la voz de nuestro antepasado que había viajado hasta allí para anunciar al pueblo judío que debía regresar a su tierra. Y que había fracasado.

Mi padre rompió el silencio:

—Eso es. Así se explica por qué encontraron el cuerpo de ese hombre en el Tíbet, con un manuscrito del mar Muerto. Ese hombre era el sumo sacerdote de los esenios, y había venido a anunciarles la venida del Mesías a fin de que, en cumplimiento de la profecía, todo el pueblo regresara a su tierra…

—Pero ¿quién fue el sacerdote malvado que lo mató? —preguntó Jane—. ¿Quién fue el asesino?

Me sentí desfallecer, las palabras se negaban a salir de mi boca.

—¿Ary? —preguntó Jane—. ¿Estás bien?

—Conozco su identidad —dije.

Ella y mi padre me miraron fijamente.

—Lo sé porque el lama del monasterio Kore me explicó que tenía un mal karma y que había matado a un hombre. Ahora comprendo por qué me necesitaba: para reparar lo que su antepasado había hecho a ese hombre, a mi antepasado… El sacerdote malvado es el antepasado budista del lama. ¡Fue él quien mató a ese hombre!

—Pero ¿porqué?

—El lama me contó que había matado a un hombre importante, lo bastante importante para que, aun tantas generaciones después, su vida se viese influida por ese hecho… Ese hombre iba a anunciar la nueva del retorno y hacer regresar a los hebreos a su tierra, o bien a difundir el judaismo por Asia… Había traído consigo textos de la Biblia con instrucciones precisas, a fin de que los ritos no se perdieran y el judaismo sobreviviera al exilio. ¡Yo encontré esos textos, en la nieve, en el Tíbet!

»Y en lugar de eso, al matarlo el sacerdote malvado del monasterio Kore impidió la expansión del judaísmo-sintoísmo en Asia, en beneficio del budismo, como la historia ha demostrado.

—Eso explica también por qué, al regreso de su viaje al Tíbet, Ono Kashiguri declaró que él era el verdadero Cristo —observó Jane—. Porque sabía quién era el hombre de los hielos. Temía, como su ancestro malvado, que la noticia de que los chiang y los japoneses son hebreos se esparciera por el Japón. ¡Eso habría significado la ruina del budismo y un punto de inflexión para la nación japonesa!

—Pues sí… Él afirmaba que Jesucristo había sido crucificado pero que él, el próximo Cristo, no sería crucificado, que iría más lejos y extendería la verdad al mundo entero. De hecho, lo que pretendía con su plan era ocultar la verdad. ¡Hoy, él es el sacerdote malvado, el Anticristo!

De vuelta a mi habitación, telefoneé a Shimon para informarle de los acontecimientos. Escuchó con interés todas mis explicaciones.

Me pidió detalles sobre las armas de la secta, que me vi incapaz de proporcionarle porque la CIA en esos momentos estaba desmantelando la red Ono.

Hubo un silencio en el teléfono, y luego oí el sonido característico del mondadientes.

—¿Y qué había en ese famoso manuscrito, Ary?

—La verdad sobre el hombre de los hielos.

—¿Qué verdad? —repuso Shimon con cierto apuro—. Sabes que no entiendo demasiado de arqueología… ni de religión.

—No lo necesitas para darte cuenta de su importancia. El manuscrito fue escrito por cierto Moshé Cohen, sumo sacerdote esenio, que no es otro que el hombre encontrado en los hielos. Había viajado a Asia para anunciar la venida del Mesías a las tribus perdidas, que se habían instalado en Japón después del exilio, hacia el año quinientos antes de nuestra era… Lo cual quiere decir que los japoneses fueron originalmente hebreos… ¿Shimon? ¿Sigues ahí?

No hubo respuesta.

—¿Shimon? —insistí—. ¿Me escuchas?

Hubo un murmullo ahogado y luego oí su voz ronca.

—Me lo he tragado… —susurró.

—¿Qué?

—El mondadientes…

Aquella noche, en el silencio, amé a Jane. El amor nos sorprendió junto al fuego de la chimenea, como un sueño despierto, y las brasas mal apagadas perduraron hasta el amanecer, la llama de nuestro abrazo ardió hasta el alba. El amor difundía su evidencia como nunca, como un gran reencuentro, un asomo de eternidad.

Por un instante me pareció haber salido de una vida trepidante y abrumadora para encontrarme en el fin del mundo, en una pérdida de mí mismo a través de la cual por fin me había reencontrado…

¡Oh felicidad!

Aquella noche me soñé siendo uno conmigo mismo.

¿O tal vez no fue un sueño?

X.
El pergamino del templo

En mi gloria, ¿quién se me asemeja?

¿Quién conocerá sufrimientos como los míos?

¿Quién superará males semejantes a los míos?

No he recibido enseñanza,

pero ninguna ciencia es comparable a la mía.

¿Quién me contradecirá cuando abra la boca

y quién combatirá la expresión de mis labios?

¿Quién se apoderará de mí, quién me detendrá,

quién se enfrentará a mí delante del tribunal?

Porque me cuento entre los dioses

y en mi honor toman asiento los hijos del Rey.

Manuscritos de Qumrán,

Pergamino de la guerra

A la mañana siguiente, crucé el jardín musgoso que llevaba a la pagoda de Beth Shalom. Estaba citado allí con los yamabushis, que iban a darme la llave del templo de Ise.

Pasé delante del león situado en medio de las piedras dispuestas en círculo. Con las dos patas delanteras alzadas, estaba dispuesto al ataque. No rugía, no flaqueaba. A su lado se encontraban las dos rocas enfrentadas, separadas por un espacio estrecho. Me detuve un instante frente al estanque alrededor del cual se alzaban los árboles secos, inmóviles, impávidos.

Parecía un mar en miniatura, con algunos islotes de piedra, un paisaje imaginario de una belleza insondable; la del hombre que doma la naturaleza, la de la naturaleza que deja su lugar al hombre.

Al fondo del jardín vi la pagoda de dos pisos.

Atravesé despacio el jardín eterno. Sentía latir mi corazón y los párpados me temblaban ligeramente. Me encontraba en un estado de tensión extrema, como el que precede al anuncio de una gran novedad.

Antes de entrar, me quité los zapatos y los coloqué junto a la hilera de calzados que se encontraban ya allí.

Por fin, penetré en la sala silenciosa. Estaba medio en penumbras, tan sólo iluminada por algunas lámparas que despedían su luz de abajo arriba. La colección de candelabros de siete brazos relucía a la luz de las velas. La copia de la Declaración de Independencia de Israel tenía reflejos cobrizos.

El maestro Fujima se adelantó a recibirme como la primera vez, con palabras de bienvenida pronunciadas delante de los asistentes. Pero esta vez los rostros no me eran desconocidos.

Todos iban vestidos de la misma manera, con túnicas de lino fino, turbantes de lino sujetos por un cordón púrpura, y cinturones púrpura, violeta, escarlata y carmesí. Todos los rostros se volvían hacia mí, impenetrables en el silencio profundo del lugar. Mis pasos resonaban en el suelo.

Estaban el maestro Fujima, el maestro Shôjû Rôjin y sus tres hijos, así como los tres yamabushis, con sus cajitas negras sobre la cabeza. Estaba también Toshio, que bajó la mirada al verme como si tuviera miedo, pero lo más sorprendente era la presencia de mi padre en la mesa, y aunque estaba lejos de desentonar en aquella asamblea de sabios, yo no comprendía la razón. ¿Había sido invitado por el maestro Fujima? En ese caso, ¿por qué no me lo había dicho? ¿Cuál era el sentido de aquella misteriosa ceremonia?

A su lado se encontraba un hombre desconocido para mí, de unos treinta años. Esbozó una sonrisa en su rostro amable, provisto de unas gafas redondas.

—El príncipe Mikasa, hermano menor del emperador, ha querido estar presente —explicó Fujima—. Ya ve, habla un hebreo perfecto.

—Bienvenido, Ary Cohen —murmuró el aludido—, en nombre del emperador de Japón, que le da de nuevo las gracias por haberle salvado la vida… Desea decirle que los hebreos llegados a Japón en el año 500 antes de nuestra era pertenecían a la familia real del pueblo hebreo. La sabiduría que ellos trajeron se la transmiten los emperadores de manera secreta y ritual a través de la circuncisión, de generación en generación, desde siempre.

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