—¿Por qué? —Astrid Bremer lo miró perpleja—. ¿De dónde ha sacado esa idea?
—No lo sé —mintió Fabel—. Un par de cosas que ha dicho sobre cómo tratan los hombres a las mujeres. Es una intuición.
A
quello venía a ser, supuso Fabel, como montar el plató para una escena de cine. Todo había de revestir una apariencia de normalidad, de realismo, pero nada era lo que parecía. Nadie era lo que aparentaba.
Le resultaba extraño estar allí, dirigiendo una gran operación a solo unos centenares de metros de donde antes vivía. Se conocía la zona como la palma de su mano.
Fabel —nombre en clave Káiser Uno— estaba en el tercer piso de una de las grandes mansiones de Harvestehuder Weg, desde donde se divisaban los árboles y gran parte del Alsterpark e incluso el Alster exterior. La Polizei de Hamburgo había conseguido el permiso del propietario, un eminente hombre de negocios deseoso de mostrar su disposición a colaborar con las autoridades. Era la mejor atalaya que habían encontrado. Desde allí, con ayuda de unos prismáticos, Fabel veía prácticamente todo lo que sucedía en la zona del Fährdamm: el muelle de los pequeños ferris de color rojo y blanco que cruzaban el Alster, el lago interior de Hamburgo. Junto al Fährdamm, y bordeando toda la orilla, discurría el Alsterspromenade. Si finalmente ella se presentaba a la cita, llegaría por el Alsterpromenade o bien por la avenida arbolada que bajaba desde Pöseldorf al Fährdamm. Podía aparcar un coche allí, si quería. Desde su puesto, Fabel veía la furgoneta del ayuntamiento en la cuneta de la avenida, con un grupo de empleados fuera fumándose un cigarrillo: la unidad del MEK que había solicitado como refuerzo.
Junto al embarcadero del ferri había un bar, cerrado a aquella hora y, al otro lado, una hilera de bancos donde podía sentarse la gente y contemplar la vista del lago. Los bancos solo los veía Fabel en parte, porque incluso en invierno quedaban medio ocultos por una maraña de ramas desnudas.
Una gruesa figura de pelo gris estaba sentada en un banco: Káiser Dos, Werner. Fabel sintió una punzada en el pecho: Werner parecía demasiado grueso para ser Drescher, el chaleco antibalas Kevlar le daba excesiva corpulencia. ¿Y si ella no picaba? La Valquiria llevaba casi veinte años reuniéndose de ese modo con Drescher. ¿Y si se olía la trampa a distancia? ¿Y si se largaba sin más, dando por descontado que Drescher debía de estar muerto o preso, y que su relación había sido descubierta? La sola idea de que la Valquiria pudiera quedar libre, ilocalizable y fuera de control, le produjo un escalofrío.
—Se acerca una mujer —dijo por radio uno de los agentes camuflados—. Creo que viene de Milchstrasse.
Fabel la enfocó con los prismáticos. Era alta y delgada, pero no habría podido precisar su edad, y el pelo lo tenía oculto bajo un grueso gorro de lana. Llevaba un bolso al hombro.
—Está bajando hacia el sendero —dijo el agente.
—Síguela —ordenó Fabel—. Werner, se te acercará por la derecha. Recuerda lo que hemos hablado.
Como estaba previsto, Werner no respondió por radio. Abrió su ejemplar del
Hamburger Morgenpost
y le dio la espalda a la mujer, apoyando el brazo en el respaldo del banco como para desplegar las páginas con más comodidad.
—Se está aproximando —dijo Fabel por radio, mientras con la otra mano mantenía los prismáticos fijos en la figura de la mujer. No caminaba deprisa, casi parecía pasear—. Herzog Cinco… recorta las distancias con ella. Quiero que estés listo para ayudar a Káiser Dos si es necesario.
Fabel veía al agente que la seguía. Más atrás, había una joven con chándal haciendo estiramientos contra los barrotes de la barandilla: Anna Wolff. Deslizando los prismáticos a lo largo del camino, más allá de Werner, había un hombre y una mujer con elegantes abrigos oscuros y ropa de ejecutivos que permanecían de pie enfrascados en una conversación: otros dos policías infiltrados. El que le seguía los pasos a la mujer, Herzog Cinco, era un joven agente vestido de modo informal, con una sudadera negra con capucha. Había recortado la distancia que le separaba de ella, tal como le habían ordenado. Inesperadamente, la mujer se detuvo y se apoyó en la barandilla, junto al agua. Parecía contemplar la otra orilla del Alster y las agujas lejanas que se alzaban sobre la ciudad.
—Mierda —dijo Fabel—. No te detengas, no te detengas… —masculló, para que el agente continuara caminando. Así lo hizo. Siguió adelante sin cambiar de ritmo y pasó de largo junto a ella.
—Está a unos cien metros del banco —dijo el agente por radio—. Voy a dejar atrás a Káiser Dos. Hay otro banco veinte metros más allá. Me sentaré ahí y esperaré.
—No —dijo Fabel con firmeza—. Toma el sendero que va hacia Milchstrasse y regresa atajando por Harvestehuder Weg. Herzog Cuatro, ¿dónde estás?
—Sigo en mi puesto —respondió Anna Wolff—. En la esquina sudoeste. Tengo a la mujer a la vista.
—Ve para allá tan aprisa como puedas sin que se note. Herzog Seis y Siete, seguid donde estáis, pero listos para actuar.
Observó cómo empezaba Anna a correr suavemente hacia donde se encontraba la mujer.
—Se ha puesto otra vez en movimiento —dijo Anna por radio.
Fabel movió los prismáticos a lo largo del camino.
—Listas todas las unidades.
Ahora la mujer estaba a menos de diez metros de Werner. Cinco. Dos.
Pasó de largó sin echarle siquiera un vistazo.
—¿Sigo tras ella? —preguntó Anna.
Fabel aún la observaba con los prismáticos. Vio que saludaba a un hombre que había aparecido por el otro lado y que se colgaba de su brazo. Observó que la pareja dejaba el Alsterpromenade y se dirigía a Pöseldorf por la avenida arbolada.
—Obviamente no es ella. Estaba esperando a otro.
Sintió que se le caía el alma a los pies. En ese momento supo que ella no acudiría. Debía de estar haciendo lo mismo que él: observar la zona de lejos con unos prismáticos sin que la peluca y el grueso torso de Werner acabaran de convencerla.
—Permaneced alerta —dijo Fabel por radio—. Quizá todavía vaya a presentarse.
Recorrió con los prismáticos el Alsterpromenade, partiendo del sur y resiguiendo la orilla hasta el Fährdamm. Nada. Vio a Werner, todavía sentado en el banco. Observó a la pareja que caminaba por la avenida tomada del brazo y pasaba frente a los agentes del MEK camuflados como empleados del parque. Vio que Anna, con su chándal oscuro de licra, adelantaba a la pareja y seguía corriendo como si nada.
—Herzog Cuatro —le dijo Fabel por radio—. Da media vuelta y regresa a tu posición.
Anna no respondió.
—Herzog Cuatro, ¿me oyes? Sitúate…
A través de la radio oyó jadear a Anna mientras continuaba corriendo. La observó con los prismáticos. Ahora se detuvo y se dobló sobre sí misma, con las manos en las rodillas, como exhausta después de un largo recorrido (mucho más largo que el breve trayecto que acababa de hacer). La pareja, siempre del brazo, pasó junto a ella.
Anna se enderezó y se puso las manos en la región lumbar, estirando la columna, con aparente despreocupación.
—¡La Loba! ¡La Loba! ¡La Loba! —susurró por radio, con una voz acuciante y llena de excitación. Fabel volvió a observarla con extrañeza; parecía totalmente despreocupada. Entonces lo recorrió una oleada de adrenalina, ralentizando el tiempo.
—Herzog Cuatro a Káiser Uno. Contacto visual con la Loba.
—¿Dónde? ¿Dónde está? —gritó él por radio.
—La pareja —dijo Anna—. Es ella. No estoy segura, pero diría que tiene al tipo a punta de pistola. Ha visto a Werner, se ha olido la trampa y ha cogido al tipo para camuflarse.
—Mierda. —Fabel se maldijo y se apresuró a pulsar el botón de emisión para llamar a la unidad MEK—. Lobo Cinco. Parece que hay una posible situación con rehén.
—Lo hemos oído —dijo el comandante del MEK—. En ese caso, hemos de atraparla antes de que salga del parque y llegue a Pöseldorf. ¿Procedemos?
Fabel titubeó.
—Herzog Cuatro. ¿Estás segura de que es la Loba?
—No puedo asegurarlo, Káiser Uno. Lo tiene sujeto del brazo con fuerza y el tipo no parece nada contento. Está muy pegada a él; podría estar clavándole un arma en las costillas.
—Lobo Cinco a Káiser Uno. ¿Procedemos o no?
Fabel observó a Anna con los prismáticos: todavía interpretaba su papel de corredora exhausta. Vio que la mitad de los agentes MEK vestidos de operarios habían desaparecido en la trasera de la furgoneta. Enfocó de nuevo a la pareja, que seguía caminando sin prisas hacia la salida. Si no era la Valquiria, no tenían nada que perder. Si lo era, entonces ella sabía perfectamente que los tenía encima. Identificaría a cualquiera que tratara de seguirla hacia la calle. Si Fabel dejaba que se fuera, quizá soltara al rehén sin hacerle daño. O quizá no.
La otra opción era tratar de detenerla en el parque. Las posibilidades de que el rehén saliera con vida eran bajas; y podía ser muy bien que algún agente resultase herido o muerto.
—Lobo Cinco a Káiser Uno… —Fabel percibió la impaciencia en la voz del comandante del MEK—. Repito: ¿procedemos o no?
Fabel se llevó la radio a los labios.
N
o sabía que estaría hoy de vuelta —dijo Ivonne, entrando con una bandeja de café y un montón de papeles y dejándolo todo sobre la mesa de Sylvie—. ¿Qué tal le ha ido por el Este?
—Muy bien. Estoy a punto de dar con la persona que buscaba. La que tiene todas las respuestas. Solo voy a quedarme unos días en Hamburgo. ¿Estos son los documentos?
—Sí. Todo lo que me pidió. La información que he logrado sacar sobre Gennady Frolov y todo lo que he encontrado sobre las empresas de NeuHansa que me indicó. Y el último número, junto con varios atrasados, de la revista que me había pedido: la que organizó la protesta en el Kiez la noche del asesinato de esa estrella pop británica. Por cierto, Andreas Knabbe la está buscando. Debería responder de vez en cuando a los mensajes del móvil. De hecho, debería responder alguna vez al móvil. —Ivonne puso una expresión torturada—. Cuando digo que Herr Knabbe la está buscando, quiero decir en plan airado y con toda la artillería preparada. Me parece que no le gustó nada que no estuviera aquí para cubrir la explosión de esa bomba en el puerto. Según se rumorea, Gennady Frolov era una de las personas que estaba cenando en el restaurante.
—¿Frolov? —Sylvie frunció el ceño—. Suena como si el blanco hubiera sido él. ¿Qué quiere? Knabbe, digo.
—Probablemente su cabellera. Ah, otra cosa. Algo raro ha sucedido en Altona, no lejos de donde usted vive. Hace cuatro días cortaron la calle y hubo un montón de policías en un par de apartamentos. Y después, nada.
—¿Cuál es la versión oficial?
—Por ahora, ninguna.
—Entonces es que quieren ganar tiempo —afirmó Sylvie—. No van a dar información falsa, así que están tratando de mantenerse en silencio tanto como puedan. ¿Quién lo está cubriendo?
—Ese bicho raro… Brandt. —Ivonne arrugó la nariz con asco—. Ya sabe cuál digo, el que huele mal.
—Ese no se encontraría el culo ni con las dos manos; mucho menos va a destapar una historia —dijo Sylvie—. ¿Algo más?
—No… ¿Debería haber algo?
—Es solo que estaba esperando un mensaje. ¿No ha llamado o enviado un email un tal Siegfried?
—No, que yo sepa.
En cuanto se quedó sola, Sylvie empezó a hojear la información que Ivonne había reunido. Estaba pasando las páginas del último número de
Muliebritas
cuando le llamó la atención un anunció: un extracto de la
Saga de Njál
.
Los cielos están manchados con la sangre de los hombres,
Mientras las valquirias cantan su canción
«Vaya, pensó. Esto sí que es una coincidencia endiablada».
E
lla lo intuyó. Intuyó que Fabel estaba titubeando. Sabía que tenía que ser él, el jefe de la brigada de homicidios, quien dirigía la operación. Soltó una maldición y se dijo que era una estúpida. Después de tantos años, de tantos mensajes cifrados y tantas citas con tío Georg, no se le había ocurrido que podía ser una trampa. Debería habérselo pensado mejor. Sobre todo con ese otro anuncio, publicado donde no correspondía.
—Tengo mujer e hijos —dijo el hombre al que mantenía bien sujeto, enlazándolo con el brazo—. Por favor no me mate.
Ella le apretó contra las costillas el cañón de su Beretta PX4 Storm automática.
—Si fuese a matarlo ya estaría muerto. Si le ocurre algo, será culpa de la policía. Yo sé lo que me hago y ellos, no. Si quiere salir vivo y volver a ver a su esposa y a sus hijos, cierre el pico y continúe caminando. Una vez que estemos fuera del parque y pueda perderme entre la multitud, lo soltaré.
Mantuvo el paso sin apresurarse. Había sido el policía que la seguía y que había recortado distancias cuando ella se acercaba al banco el que la había alertado en primera instancia. Y luego aquella idiota fingiendo hacer footing. Pero, desde luego, a veinte metros se había dado cuenta de que no era tío Georg quien estaba en el banco. Era una trampa torpe, estúpida, y ella había sido lo bastante torpe y estúpida para caer.
«Me está mirando ahora mismo, pensó. Me apostaría cualquier cosa a que está en un piso alto de Harvestehuder Weg».
—Incline la cabeza hacia mí —le susurró al hombre. Era alto, casi diez centímetros más que ella—. Haga como si fuéramos una pareja y estuviera hablándome.
Quizá su maniobra había funcionado, pensó; quizá la habían descartado y estaban buscando a otra mujer que se acercase sola. Pensó en el hombre con el que iba del brazo. El falso tío Georg debía de haberla mirado cuando había pasado junto al banco, pero ella había vuelto la cara como si contemplara el lago. Solo este hombre la había visto de cerca. Si conseguía salir del parque y adentrarse en Pöseldorf, se lo llevaría a un callejón. No tenía silenciador en la pistola; lo liquidaría con el cuchillo.
Eso si conseguía salir de allí.
Habían dejado atrás hacía dos segundos la furgoneta del departamento de Parques y Jardines, con un corrillo de operarios fumando fuera. Le daban ganas de mondarse: al menos podrían haber puesto a algún agente viejo u obeso para disimular. Aquellos operarios parecían llevar pintado en la cara el rótulo de las fuerzas especiales, la unidad MEK de la Polizei de Hamburgo. Eran seis, seguramente con chaleco antibalas bajo el mono de trabajo. Sabía muy bien que aquellos hombres podían moverse de prisa y seguir su ritmo sin problemas durante una larga persecución. Para llegar a ser miembro del MEK de la Polizei de Hamburgo tenías que hacer los tres mil metros en menos de trece minutos y medio. Pero el chaleco ralentizaría su marcha. A las piernas y a la cabeza; si llegaban a ese punto, dispararía a las piernas y a la cabeza. Tenían una enorme ventaja numérica y material, pero ella disponía de una gran ventaja: sabía que actuarían de acuerdo con el manual. Haciendo las cosas como es debido.