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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (51 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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III

H
abía cambiado mucho desde la última vez.

Sylvie Achtenhagen había visitado Halberstadt en su adolescencia; en aquella época, claro, antes de la caída del Muro. La ciudad no le había impresionado mucho: le había parecido prácticamente igual que cualquier otro de los pueblos o ciudades pequeñas de la RDA que había visitado. Halberstadt había sido arrasada por las bombas al final de la Segunda Guerra Mundial, cuatro semanas antes de firmarse la rendición alemana. Muchos sospechaban que el bombardeo había constituido un último acto de venganza.

Más allá de los motivos, los británicos, con toda su energía moral y su celo virtuoso, habían borrado de la faz de la Tierra aquella preciosa ciudad y habían destruido por completo el centro medieval de Halberstadt. Luego, con la misma energía moral y el mismo celo virtuoso, el gobierno comunista de la RDA la había reconstruido como una ciudad obrera. Los espantosos bloques de hormigón habían proliferado en torno a la catedral, y todo lo que había habido de antiguo y tradicional había sido reemplazado por elementos modernos y funcionales. Y después había caído el Muro y la ciudad había sido recuperada de nuevo por su población.

Halberstadt es una ciudad desprovista de suburbios y se perfila netamente en una llanura verde situada antes de las montañas Harz. Al aproximarse, Sylvie tuvo la impresión de que se trataba de un pueblo de cuento de hadas, con sus tejados rojos y sus casas con entramado de madera, con las agujas de la catedral y de la Martinikirche armonizando bellamente con el paisaje. Pero fue al empezar a circular por la ciudad cuando advirtió los cambios que se habían introducido desde que ella la había visitado. Los monolíticos bloques de hormigón habían desaparecido en su mayoría, la parte medieval había sido reconstruida con toda fidelidad y la gran plaza frente a la catedral había vuelto a despejarse, permitiendo que la majestuosa construcción respirara y pudiera ser apreciada. Era como si aquella pequeña ciudad hubiese recuperado su alma.

El hotel era una mansión reconvertida del siglo XVIII y la habitación de Sylvie tenía techos altos, paneles de madera y un mobiliario que parecía compuesto de antigüedades auténticas. A decir verdad, le resultaba desconcertante encontrarse rodeada de lujos barrocos en el corazón de una ciudad que ella había conocido únicamente durante aquel pasado comunista que tan atrás creía haber dejado.

Utilizando su móvil, marcó el número que le habían dado.

—¿Frau Achtenhagen?

—Sí.

—Nos veremos en el Tesoro de la catedral en quince minutos. Yo la identificaré.

Helmut Kittel era un hombre destruido. Aunque de elevada estatura, tenía los hombros caídos y el pecho hundido. Su piel, amarilla grisácea; el pelo, ralo y deslucido. Había seguido a Sylvie fuera del Tesoro de la catedral y junto a ella se había sentado en un banco de los jardines exteriores.

—Recibí su mensaje —dijo Sylvie.

—Sabía que lo recibiría. —Sonrió.

—¿Ha visto las noticias? ¿Lo de Gina Brønsted?

—Sí. —Su respiración sonaba cascada y entrecortada.

—Se dará cuenta de que tiene que haber sido obra de la tercera Valquiria, por así llamarla. Aquella cuya nombre dice usted conocer. Reconozco que ahora esa información es muy valiosa. ¿Tiene pruebas de la identidad de la tercera Valquiria?

Kittel sufrió un acceso espasmódico de tos: una tosca ronca y angustiosa que le llenó los ojos de lágrimas. Cuando se le hubo pasado, se recostó sobre el respaldo jadeando, como si se encontrara en una altitud extrema y le faltara el oxígeno.

—¿Cáncer? —le preguntó Sylvie sin malicia.

Él meneó la cabeza.

—Enfisema. Demasiados cigarrillos. El frío lo empeora.

—Bueno, la información que usted posee es sin duda de interés periodístico. De gran interés periodístico. Y cuanto más interés periodístico, más le pagaremos.

Él sonrió con amargura.

—Y usted crea la noticia, ¿no es así?

—¿Tiene el expediente, sí o no? —Sylvie no consiguió disimular su impaciencia.

—Al principio había doce chicas —dijo Kittel—. Redujeron su número a tres. Pero después, en el tramo final del adiestramiento, tuvieron que rechazar a una de las tres. Liane Kayser. Se dieron cuenta de que no podían confiar en ella. Tenía tendencias sociopátas, dijeron. Al parecer, se notaba si la mirabas, si hablabas con ella. Y entonces descubrieron que era incapaz de servir a nadie salvo a sí misma. Que podría hacer cualquier cosa y matar a cualquiera con tal de conseguir lo que quería. —Se volvió hacia Sylvie—. No, Frau Achtenhagen, no tengo el expediente. No hay otro expediente que las fotografías que le envié. Yo soy la única persona que sabe quién es Liane Kayser.

—Ya veo —dijo ella, sonriendo aún y recorriendo con los ojos su rostro, como si tratara de descifrarlo.

—Vi cómo la entrevistaban en la televisión una vez —siguió él, entrecortadamente—. Hablaba usted de lo que significa hoy en día ser periodista televisiva. Decía que ya no basta con esperar pasivamente a que los hechos te caigan en las manos. Recuerdo que dijo que uno ha de crear la noticia, o casi. El caso del Ángel de Sankt Pauli le brindó toda su reputación, ¿no es así? Nadie contaba con la información reservada que usted parecía poseer; siempre un paso por delante de los demás. Usted realmente creó la noticia, ¿verdad… Liane? Sé que es usted el Ángel de Sankt Pauli. Y sé que lo hizo para impulsar su carrera televisiva. También estoy casi seguro de que fue Anke quien llevó a cabo la última serie de asesinatos. Me atrevería a aventurar que Drescher le dijo que lo hiciera de modo que pareciese obra del Ángel. Como si usted hubiera regresado.

—Bueno, ¿dónde está el expediente?

—Ya se lo he dicho. No hay expediente. —Kittel se echó a reír y la risa hizo que rompiera a toser violentamente otra vez, con un pañuelo pegado a la boca. Cuando se calmó la tos y retiró el pañuelo, ella vio que estaba moteado de rojo—. Los dos sabíamos que llegaríamos a este punto, Liane. El hecho mismo de que esté usted aquí. El hecho de que supiera a dónde acudir cuando vio el anuncio en
Muliebritas
.

—¿Sufre muchos dolores? —le preguntó ella, mirando las manchas del pañuelo.

—A veces —asintió él, con la perspectiva y el temor del sufrimiento brillándole en los ojos—. Ellos destruyeron todos los expedientes. El único que conoce su verdadera identidad soy yo. —Sonrió. No con arrogancia, sino de un modo triste, casi infantil—. Sabía que vendría. Sabía que daría conmigo. No quiero morir luchando por una bocanada de aire. Quiero que desaparezcan el miedo y el dolor. No quiero tener miedo nunca más.

Sylvie sonrió y le apartó con suma delicadeza un mechón de su frente humedecida. Se inclinó y le susurró al oído.

—Lo sé, Helmut, lo sé… Ha sido agradable oír cómo me llamaba Liane. Nadie me había llamado así en muchos años. Y ya nadie lo hará. Gracias por ello, Helmut.

Mientras ella le susurraba en tono tranquilizador, sin el menor atisbo de amenaza, Kittel notó que algo se abría paso en su pecho. Repentinamente se quedó sin aliento de un modo que nunca había experimentado. Pero apenas sintió dolor. La miró a los ojos, primero con sorpresa aunque sin temor; después con algo parecido a la gratitud.

—Es mejor así, Helmut —dijo ella, extrayendo la larga aguja por debajo de su caja torácica y dejando que su corazón se rasgara—. Ya se acabó el dolor. Se acabaron las noches de sudores y espanto, sacudido por la tos. Yo lo he liberado para siempre de su dolor.

Sylvie Achtenhagen comprobó que no había nadie a la vista, se levantó ágilmente y se alejó hacia la salida del parque. A su espalda, un hombre de media edad demacrado permanecía en el banco, contemplando sin parpadear, más allá de los árboles desnudos, las dobles agujas de la Martinikirche.

Agradecimientos

G
racias a mi esposa, Wendy, por su apoyo y sus consejos; a mi editor Paul Sidey y mi agente Carole Blake; a Tess Callaway, Joanna Taylor y James Nightingale; a mi corrector Nick Austin; también a mi amigo y traductor, Bernd Rullkötter.

La policía de Hamburgo sigue siendo una de más abiertas y transparentes de Europa. Una vez más, le debo un agradecimiento especial a la dirección y a los agentes de la Polizei de Hamburgo, particularmente a la Erste Polizeihauptkommissarin Ulrike Sweden y al Polizeipräsident Werner Jantosch, por toda su ayuda, apoyo y por su entusiasmo por mi obra.

Quiero manifestar asimismo mi gratitud y mi afecto por una de las grandes ciudades del mundo: Hamburgo.

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