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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (32 page)

BOOK: La vida después
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Todo aquello la trastornó. Bastaron unos meses para que Arvid y su padre se diesen cuenta de que Vanda se había vuelto loca. Aun así, uno y otro continuaron siguiéndole la corriente cuando hablaba de cambiar colgaduras o de comprar una nueva alfombra persa para el vestíbulo. Arvid intensificó su papel de cancerbero en las visitas de su madre a las tiendas de Estocolmo, oficialmente para evitar que se metiese en líos o que las burlas de los comerciantes fueran a más. En realidad, Arvid entraba y salía de los comercios de lujo con la sensación de haber hecho pequeñas inmersiones en el universo de cosas bellas del que había sido expulsado. Porque eso eran para él aquellas visitas: mínimas zambullidas en un elemento en el que se había acostumbrado a vivir y que le habían arrebatado bruscamente. Por eso, cuando lograba abstraerse por unos segundos de los delirios de la madre, cuando conseguía no escuchar su salmodia de quejas sobre el alza de los precios y la escasa caballerosidad de los vendedores que se negaban a dar crédito a una dama como ella, Arvid perdía la mirada y la conciencia en las lámparas de Bohemia, los jarrones de porcelana legítima, las figuras pintadas con azul de Delft y los muebles que llegaban desde algún rincón del Lejano Oriente. Y aquello servía para calmar, siquiera por unos momentos, la añoranza de aquel mundo en el que había vivido sin pararse a pensar en que podía haber otro.

Como Arvid y su padre se temían, Vanda acabó por enloquecer del todo. Fue necesario internarla en un sanatorio. Cuando se vio allí, rodeada de dementes, asediada por la fealdad de la que había estado escapando durante cuarenta y cinco años de vida, no pudo soportarlo y en un descuido de sus carceleros saltó por una ventana. Todos dijeron que había querido suicidarse, pero su marido y su hijo sabían que no era cierto: la desdichada Vanda sólo pretendía escapar de un mundo de pesadilla en el que no había sitio para ella. Carcomido por los remordimientos, considerándose culpable primero y último de cada desgracia que se había abatido sobre su familia, Fredrik Soderman se fue apagando poco a poco y murió en el invierno de 1919. El médico dijo que había sido una neumonía, pero Arvid estaba convencido de que había muerto de pena.

Arvid se quedó solo. Acababa de cumplir dieciocho años y no tenía gran cosa: la casita de Estocolmo y una pequeña cantidad de dinero que su madre había dejado al morir. Vanda tenía parientes en Berlín, pero lo único que Arvid recibió de ellos fue un escueto telegrama de pésame sin una señal que indicase el menor interés por ponerse a su disposición. Tendría que salir adelante solo.

No estaba mal armado para la vida. Había conseguido acabar los estudios en el instituto, hablaba inglés y alemán con bastante corrección, estaba sano y era joven, así que debió de decirse que no necesitaba mucho más para abrirse camino. Consiguió trabajo en Bergström, unos grandes almacenes de Estocolmo, donde pensaron que aquel muchacho refinado podía resultar perfecto para llevar a domicilio los pedidos de las mejores clientas. Arvid conservaba el buen gusto en el vestir que le había inculcado su madre —aunque condicionado ahora por su escasez de recursos— y el aura de otra época que tanto llamaba la atención a sus contemporáneos del liceo. A las damas les encantaba aquel chiquillo menudo de modales perfectos que les seguía llevando las compras y que, al llegar a sus casas, alababa con criterio el buen gusto en la decoración, los damascos de la tapicería o la calidad de los muebles. Nadie pensó que el chico de los recados de los almacenes pudiera ser en realidad el hijo de Fredrik y Vanda Soderman, aunque muchas de aquellas mujeres habían estado más de una vez en la mansión familiar.

En unos meses, Arvid se hizo indispensable. El jefe de personal se dio cuenta de que estaba malgastando su potencial en tareas subordinadas, y decidió dedicarlo a la venta de telas en la sección de señoras. Pronto se convirtió en el mejor dependiente de Bergström, hasta el punto de que muchas clientas preferían volver en otra ocasión si Arvid no estaba para aconsejarlas sobre la elección de una seda o el corte para un abrigo.

Fuese por su carácter, o por toda su colección de rarezas —su peculiar forma de vestir, sus modales algo anticuados, su gusto extremo por las cosas bonitas—, Arvid se convirtió en un personaje muy popular entre sus compañeros. Era sociable en extremo —lo cual, teniendo en cuenta que había vivido aislado durante dieciocho años, podía considerarse un milagro—, y según decían todos resultaba un tipo simpático y divertido en sus excentricidades, amable con todo el mundo y dueño de un singular sentido del humor. Tenía amigos en cada uno de los departamentos, y, paradójicamente, contaba con las mismas adhesiones entre los jefes que entre los empleados más humildes. Seis meses después de entrar a trabajar en Bergström, todo el mundo sabía quién era Arvid Soderman. «Es una suerte que sea un chico pacífico —dijo una vez uno de los directores del establecimiento—. Si quisiese encabezar una rebelión, todos le seguirían como las ratas al flautista de Hamelín.» Pero Arvid no pensaba en motines: a sus diecinueve años, y después de haber pasado toda una vida al margen del mundo por su mala salud y su frágil condición de hijo único, estaba disfrutando de su aterrizaje en la vida social. Se dio cuenta de que le gustaba tener una rutina, un trabajo, almorzar con sus compañeros en el comedor de empleados, fumar cigarrillos a escondidas de los jefes de sección, hablar con las clientas, curiosear entre las mercancías, participar de los cotilleos y los rumores que zumbaban entre los miembros del personal, compartir una cerveza en la taberna al acabar la jornada. Por primera vez en su vida, y aunque le dolía reconocerlo, Arvid se sentía un chico normal y no el ejemplar de una especie en vías de extinción. Acababa de descubrir a la gente, y, lo mejor de todo, la gente parecía haberle descubierto a él. A este respecto, empezaba a considerar perdidos los años pasados entre las cuatro paredes de la mansión familiar, por mucho que hubiesen servido para refinarle el gusto.

Fue en Bergström donde conoció a Greta. Ella tenía quince años y, como Arvid, había llegado a los grandes almacenes perseguida por la necesidad: su padre había muerto, su familia pasaba apuros y había tenido que buscar un empleo. Como el resto de los hombres, Arvid quedó fascinado en cuanto la vio por primera vez, con aquel privilegiado esqueleto y el rostro perfecto en el que apenas se insinuaba una sonrisa. Arvid, que había crecido entre objetos y personas hermosas, se dijo que nunca en su vida había visto nada tan bello como la señorita Greta Lovisa Gustafsson.

De la misma forma que el resto de los trabajadores de Bergström, Arvid buscó la amistad de Greta. Fue el único que tuvo éxito en su empresa, pues, como bien adivinó la joven Gustafsson, el dependiente de la sección de señoras tenía intenciones distintas a las de sus contendientes. A diferencia de los otros, que querían ofrecerle una aventura, un largo noviazgo o incluso un matrimonio para toda la vida, lo único que a Arvid le interesaba era tenerla cerca para poder verla bien desde todos los lados, aunque siempre a una distancia prudencial. Quizá fue Greta la primera persona que se dio cuenta de que al chico Soderman no le interesaban las mujeres.

La amistad incipiente entre Arvid y Greta causó sensación entre el personal de la tienda. Cuando veían a aquella beldad dejándose acompañar por un chiquillo imberbe de piel pálida y ojos apagados, todos los que habían fallado en la conquista sólo podían preguntarse qué era lo que había visto en él. Ninguno adivinó que la señorita Gustafsson no necesitaba un amante, ni un marido, ni un novio: necesitaba un amigo. Y eso era, precisamente, lo que Arvid quería brindarle, una sana y abundante dosis de afecto. Por su parte, no precisaba nada más que poder admirarla como quien contempla un cuadro. Calibrar los ángulos precisos de su rostro, la total simetría de su nariz, la perfección de su dentadura y los reflejos rojizos de su pelo oscuro. A menudo, Arvid Soderman pensaba que si su madre hubiese conocido a aquella chica la hubiese encerrado eternamente en la mansión familiar para estudiar hasta el último milímetro de su cara y cada una de las aristas de su cuerpo elástico.

Fue Arvid quien convenció a Greta de que aceptase la oferta de un publicitario de Bergström para convertirse en modelo de una campaña de promoción de los almacenes. Tímida como era, a aquella adolescente recelosa le daba verdadero pavor la sola idea de ponerse delante de una cámara, pero Arvid desbarató sus argumentos señalando aquellas fotos como una posibilidad de prosperar en la empresa.

—¿De verdad quieres pasar el resto de tu vida doblando camisas?

Greta enarcó sus cejas perfectas, contrajo la boca en un amago de sonrisa y cedió a la propuesta. Un mes más tarde, el rostro labrado a cincel de la adorable señorita Gustafsson cautivaba a todos los hombres de Estocolmo desde una valla publicitaria. Entre ellos estaba el señor Erich A. Petschler, que iniciaba su carrera como productor de cine y pensó que aquella chica tan guapa bien podría dar el tipo como actriz de reparto en una película que iba a empezar a rodarse en breve. Se enteró de que trabajaba en Bergström, y le dejó su tarjeta: si tenía interés en el cine, podía hacerle una visita en las oficinas de la compañía.

Greta suplicó a Arvid que la acompañase a su encuentro con el productor: estaba completamente aterrada ante la perspectiva de someterse al examen de un completo desconocido, y, además, se escuchaban toda clase de historias espantosas sobre jovencitas incautas que caían en las redes de falsos tiburones de una industria que empezaba a dar sus primeros pasos. Así que Arvid aprovechó la hora de la comida para servir de escudero a su amiga. El encuentro fue muy distinto de lo que los dos habían imaginado: Greta tuvo que rellenar una ficha con sus datos personales, una mujer antipática la midió, y luego le dijeron que iban a tomarle una foto. Antes de que la cámara pudiese hacer su trabajo y sin consultar a nadie, Arvid sacó un peine de su bolsillo y repasó la melena de Greta, le aconsejó que se quitase el abrigo, le desabotonó la chaqueta y le untó los labios con vaselina. A Petschler, que andaba por allí, le hizo gracia aquel chico tan poco convencional, y le ofreció un trabajo en la producción de la película. Necesitaban a una especie de ayudante para todo, y él parecía espabilado y bien dispuesto. Arvid no necesitó pensárselo mucho: tampoco él quería pasarse la vida vendiendo abrigos a las señoras. El negocio del cine parecía tener futuro, así que aceptó el empleo y se despidió de su trabajo en Bergström.

Arvid y Greta llegaron juntos el primer día de rodaje. Les habían convocado a las cinco y media de la mañana. Atendiendo instrucciones, se dirigieron a un encargado de producción, que envió a Greta a vestirse y a Arvid a preparar café para cincuenta personas como preludio de una interminable lista de tareas que le hicieron perder incluso la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta era la hora de almorzar y se reencontró con Greta en el comedor improvisado donde descansaban, en feliz desorden, actores y miembros del equipo técnico.

—¿Qué tal te ha ido?

Ella respondió encogiéndose de hombros: no había hecho nada en toda la mañana, le dijo. La habían vestido, le habían cubierto la cara de una sustancia dudosa que pretendía ser maquillaje y le habían dicho que ya la llamarían. Desde entonces nadie le había hecho el menor caso. Estaba cansada. Llevaba puesto un traje de chaqueta mal cortado que la hacía parecer mayor, un sombrero gris y unos feos zapatos de tacón ancho.

—No te preocupes —le dijo, para consolarla—. Por la tarde te irá mejor.

Pero en aquella jornada de rodaje, Greta no hizo otra cosa que esperar sentada en un banco, con la piel en carne viva bajo la espesa capa de maquillaje y los pies hinchados dentro de sus zapatos de solterona. Al día siguiente la vistieron de doncella con delantal y cofia y se puso por primera vez bajo los focos, pero el director no estaba conforme con la escena y, después de filmar durante dos horas, gritó: «¡No vale!» Al tercer día volvió a ponerse el traje oscuro de la primera vez, y la hicieron pasear arriba y abajo por una calle de cartón piedra enlazada a otras dos chicas con la instrucción de que fingiesen estar divirtiéndose mucho. Así que Greta rió, y rió, y rió sin ganas ni motivo hasta que oyó la palabra «corten». Esa tarde le dijeron que lo había hecho muy bien, le pagaron su salario y le comunicaron que no hacía falta que volviera más.

Su disgusto fue mayúsculo. Le habían advertido de que el suyo era un papel de figurante, pero no podía imaginar que iba a reducirse a tan poca cosa. Arvid intentó animarla, pero su amiga estaba hecha un mar de lágrimas: se había permitido fantasear con ser actriz, y todo lo que había obtenido del invento del cine eran tres días usando zapatos incómodos y una estúpida escena de paseo.

—No te lo tomes así. Ya tendrás otra oportunidad.

Pero ella no lo creía. Por fortuna, habían vuelto a llamarla para hacer un anuncio. De lo contrario tendría que regresar a Bergström con el rabo entre las piernas para suplicar que le devolviesen su antiguo empleo en la sección de moda.

Si Greta no había tenido mucho éxito en su primer contacto en el cine, Arvid había caído con mucho mejor pie. Los jefes parecían encantados con su diligencia en las tareas que le encargaban, y su don de gentes le había ayudado a meterse en el bolsillo a buena parte de los miembros del equipo de rodaje. La peluquera se ofreció a cortarle el pelo, el encargado de cocina le guardaba las mejores raciones, el responsable del vestuario distrajo para él un abrigo de paño negro que le quedaba pequeño al protagonista… El joven Soderman era el personaje más popular de aquella familia que se mantendría unida en tanto no acabara la filmación de la película.

A pesar de estar reducido a tareas subordinadas, Arvid estaba encantado con su incursión en el mundo del séptimo arte. Le fascinaba el jaleo que reinaba en el plató, y cómo el caos se tornaba en orden cuando el director daba uno de sus gritos, el silencio sepulcral que se adueñaba de todo mientras duraba una toma, el haz de luz que parecía envolver a los actores, el olor levemente quemado de la película, el ruido inconfundible de la cámara cuando se estaba rodando. En su afán de curiosear, Arvid consiguió que algunos técnicos le enseñaran los rudimentos de su trabajo. André, un operador de origen francés que había conocido a los hermanos Lumière, le explicó el funcionamiento de las cámaras. El jefe de iluminadores —Olof, un vejete simpático que renqueaba al andar sin que nadie supiese si era culpa de un defecto físico o de su afición al alcohol— le enseñó algunos trucos del manejo de los focos y cómo un correcto empleo de la luz era capaz de multiplicar el atractivo de una persona. El encargado de la escenografía le explicó que moviendo los muebles podía uno cambiar el aspecto de una estancia, y Arvid recordó a su pobre madre, que pensaba lo mismo. Su afán de observación, una rara inteligencia natural y la intuición hicieron el resto: quince días después de empezar el rodaje, Arvid Soderman estaba convencido de conocer al dedillo buena parte de los secretos del oficio de cineasta.

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