A Victoria no le costó mucho imaginar el cuadro: el inglesito inexperto deslumbrado por una madura desconocida que caminaba igual que una bailarina de ballet. Se le escapó una sonrisa que Faraday interpretó mal.
—Pensará usted que, para aquel joven, la conquista de una mujer que le doblaba la edad constituía el colmo de la sofisticación, el mejor fin de fiesta para una temporada en París, el golpe de gracia de un
amour fou.
Tiene razón, fue así. Pero sólo al principio. Porque me enamoré de Mischa. Usted la conoció, ¿verdad? Pues intente imaginarla con muchos años menos. Era la persona más fascinante del mundo. Y yo era joven… y muy impresionable. Me volví loco por ella. Llegué a decir a mis padres que quería quedarme en París, que no volvería a Londres, que podían hacer lo que quisiesen con sus planes para mí y su maldita tienda de antigüedades en Mayfair. Sólo pensaba en mi vida con Mischa, en mi futuro con Mischa. Les dije que nada me impediría quedarme en París. Pero un día Mischa desapareció. Fui a recogerla al teatro y me dijeron que se había marchado. Nadie sabía a dónde, ni si pensaba volver. La patrona de la pensión en la que se alojaba aseguró que había recogido todas sus cosas y pagado la cuenta. La busqué durante días. Pregunté en los hospitales, a la policía… Un gendarme se apiadó de mí: «Váyase a casa, muchacho. Su novia volverá cuando le dé la gana… o no volverá nunca. Ya aprenderá que así hacen las cosas las mujeres.» Pensé en viajar a España y buscarla, pero para entonces mi padre ya había organizado todo para que volviera a Londres, y del modo más expeditivo: dejó de enviarme dinero. Así que regresé a casa. Pasé unos meses muy duros. Cuando se tienen dieciocho años, no hay enfermedad peor que el mal de amores. Luego… ya sabe, el tiempo hace bien las cosas. Fui a la universidad, me hice cargo de la tienda de mi familia, me enamoré de otras muchachas y me casé con una de ellas. Ya sé que esta historia sería mucho más romántica si le dijese que pasé toda mi vida intentando encontrar a la mujer a la que había amado en París, pero Mischa se convirtió en otro buen recuerdo de aquella época. La olvidé. O eso pensaba yo hasta que recibí la llamada de alguien que decía conocerla.
—¿Era… era Jan?
—Efectivamente. Ya le he dicho que se presentó como un amigo de Mischa. Dijo que no esperaba que me acordase de ella después de tanto tiempo, pero en cuanto oí su nombre, aquellos días en París me vinieron a la cabeza sin ninguna dificultad. Su amigo me contó que tenía que venir a Londres por negocios y propuso que nos viéramos.
Como Faraday había predicho, el sol empezaba a abrirse camino entre las nubes. Victoria sacó del bolso unas gafas negras.
—Victoria, usted no me conoce, pero no soy la clase de persona a la que le gustan las adivinanzas. En condiciones normales me hubiese negado a fijar una cita con un desconocido cuya carta de presentación era una mujer que había pasado por mi vida hacía casi medio siglo. Pero había algo en aquella voz… o tal vez fue un sexto sentido, no lo sé. El caso es que le dije a Jan que estaría encantado de que nos viésemos si pasaba por Londres. Dos días más tarde, su amigo tomaba un vuelo en Madrid a las nueve de la mañana, y a las doce y media estaba en mi tienda. ¿Sabe qué? Nunca había estado tan próximo a sufrir un colapso como cuando vi a Jan. Porque aquel hombre era exactamente igual que yo cuando tenía cuarenta años… Pero de eso usted ya se ha dado cuenta.
—¿Qué quiere que le diga, Douglas? El parecido es evidente. El corte de la cara, la expresión de los ojos, la nariz… e incluso el pelo, aunque Jan aún lo tenía castaño. Y la forma de mover las manos. Cuando hace un rato le vi colocarse la servilleta en el restaurante, estuve a punto de gritar.
Faraday sonrió abiertamente por primera vez en toda la tarde, y Victoria sintió que se le empañaban las gafas negras. Las arrugas en las comisuras de la boca, el labio superior levemente levantado… y la expresión de los ojos, avivada de pronto por aquella sonrisa. «Qué cosa tan rara es la genética.»
—Jan me contó que poco antes de morir Mischa le había dado un sobre… Le dijo que dentro estaba el nombre de su padre y los datos necesarios para encontrarlo. Jan lo conservó sin abrir durante cinco años.
—¿Y por qué hizo eso?
Faraday meneó la cabeza.
—No lo sé. Era usted quien conocía a Jan…
«Sí, señor Faraday, conocía a su hijo. Pero me estoy dando cuenta de que no tan bien como yo pensaba.»
—En aquel sobre entregado por Mischa estaba mi nombre completo, unas cuantas fotografías y algunas cartas que yo le había enviado durante los meses que estuvimos juntos. Jan me las dio, pero no quise volver a leerlas. Las cartas de amor resisten muy mal el paso del tiempo, y uno siempre acaba encontrándolas ridículas. También había algunos datos sobre mí: la edad que debía de tener, y el nombre de la tienda de antigüedades de mi padre, que antes había sido de mi abuelo. Jan no tuvo ninguna dificultad para encontrarme. Esas páginas web del diablo han acabado con toda esperanza de anonimato.
Pasaron junto a un ruidoso grupo de estudiantes que se sacaban fotos con los móviles. Sin saber por qué, Victoria sintió nostalgia de esa época: los dieciocho, los veinte años, cuando uno se obsesiona por inmortalizar todos los buenos momentos, como si eso fuese a servir para hacerlos durar para siempre.
—Jan me dijo que había querido localizarme porque sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida.
«Así que le contaste lo de tu enfermedad a un tipo al que, en el fondo, no conocías de nada, a un hombre que podía ser un imbécil o… o un hijo de puta. Compartiste tu drama con un extraño y no me dijiste nada a mí… Maldito seas mil veces, Jan. Si te tuviese delante ahora mismo te… te…»
—Fue como si se me hundiese la tierra debajo de los pies. Acababa de enterarme de que tenía un hijo y lo primero que sabía de él es que estaba a punto de morir. Parecía una broma. De muy mal gusto, sí, pero una broma…
—¿Tiene usted más hijos?
—No. Mi primera mujer murió muy pronto, y mi segunda esposa tenía cuatro chicos de un matrimonio anterior, así que no quiso saber nada de aumentar la familia. No, no tuve hijos. Y ni siquiera había pensado en lo que debe de significar ser padre hasta que apareció Jan. Pasamos juntos el día entero. Incluso le acompañé a tomar el avión de regreso a Madrid. Fueron las ocho horas más extrañas de toda mi vida.
—¿Por qué cree que le buscó después de tanto tiempo?
«Que yo tenga que estar haciendo estas preguntas… que tenga que especular sobre el comportamiento de alguien a quien presumía de conocer como la palma de mi mano… Ésta no te la perdono, Jan, así me lo pidas de rodillas. No te la perdono en la vida…»
—Necesitaba ayuda. Ayuda económica. Fue muy sincero al respecto. Me explicó su situación: el trabajo eventual, las deudas del negocio de su esposa, la educación de la chiquilla… Solange, ¿no?
Por primera vez en mucho tiempo, Victoria caminaba con la cabeza gacha. Tenía la sensación de que algo muy pesado había encontrado acomodo sobre sus hombros.
—Naturalmente, me ofrecí a ayudarle. Ante todo, Jan me pidió discreción. No quería hablar de mí a su familia después de tanto tiempo. Sospechaba que su mujer no iba a aceptar la ayuda de alguien a quien, en el fondo, sólo le unía, ¿cómo decirlo?, una casualidad biológica.
—Y se les ocurrió lo de la película.
—Exactamente. —Dibujó una sonrisa breve—. Un anticuario siempre tiene algún cachivache del que deshacerse cuando necesita dinero.
—Pero… ¿y si Marga no hubiese descubierto que la compra de Jan era algo valioso? ¿Sabe que quería cortar la cinta en trocitos para colgarla del techo de su librería?
Faraday palideció y abrió mucho los ojos. Y aquél era también un gesto típico de Jan.
—Dios nos asista —dijo, entre dientes—. No sé, Victoria. Quizá todo se precipitó… Quizá Jan creyó que iba a vivir lo suficiente como para ocuparse él mismo de la venta de la película…
Volvieron a caminar en silencio.
—¿Cómo fue? Su muerte, quiero decir. Perdone que le pregunte, pero…
—Se desplomó en la calle. —Victoria notó cómo le temblaba la voz—. Los médicos dicen que ni siquiera se enteró.
—Mejor.
—No lo sé, Douglas… Yo también me repito que lo prefiero así, un infarto fulminante y se acabó. Pero a veces me gustaría que… que Jan hubiese esperado un poco para morirse, que hubiese estado unas cuantas horas conectado a una máquina y tener así tiempo de despedirme. De darle un abrazo, de acariciarle la cara, de haber hablado con él un par de minutos… Pero se murió de golpe, y lo único que pude hacer fue subir a un avión para ir a su maldito entierro. Jan iba a morirse, y yo estaba a seis mil kilómetros… A mi mejor amigo le quedaban semanas en el mundo y no me dio la oportunidad de pasar con él algo de ese tiempo que se le escapaba. ¿Sabe lo que no me quito de la cabeza? Pensar que mi vida seguía siendo la de siempre mientras a Jan se le escapaba la suya… Él se moría y yo daba clase, iba de compras, paseaba por el parque, comía con mis amigas… desperdiciaba miserablemente un tiempo que hubiese podido pasar con él de haber sabido lo que iba a ocurrir… Y me pregunto si Jan pudo ocultarme su estado porque no tenía la necesidad de verme por última vez. No soporto pensar en eso, Douglas… No soporto pensar que a lo mejor su hijo no me quería tanto como yo creía.
Por fin lo había dicho en voz alta. Por fin se había atrevido a poner sobre el tapete algo que le daba miedo reconocer ante sí misma: por primera vez en más de veinticinco años, tenía motivos para dudar del afecto de Jan. Victoria se sentó en un banco y se echó a llorar. La madera estaba mojada por el chaparrón, y pudo sentir cómo se le calaba el ligero pantalón de lino oscuro que llevaba puesto. Se tapó la cara y se rindió al llanto sin importarle los turistas, ni los paseantes, ni los policías a caballo, ni, por supuesto, el atribulado señor Faraday, que debía de estar deseando poner pies en polvorosa para escapar de aquella desconocida que lloraba como si fuese una niña abandonada. Pero, para sorpresa de Victoria, Douglas Faraday no tenía la menor intención de huir. En lugar de marcharse, se sentó a su lado en el banco húmedo. Victoria seguía ocultando el rostro, pero podía distinguir entre los sollozos el olor a lavanda y a tabaco fresco. Faraday no dijo una palabra. La dejó llorar. Eso mismo hubiera hecho Jan, pensó ella mientras apartaba las manos de los ojos para mirar a aquel hombre a través de las lágrimas.
—Tenga. —Le ofreció un pañuelo de tela, blanco y bien planchado.
«¿Qué era lo que te habías creído, chica? ¿Qué usaba kleenex?»
—Victoria… Su amigo y yo no tuvimos mucho tiempo, apenas un día. Ocho horas para intentar conocernos. Lo curioso es que fue suficiente para darme cuenta de que Jan era exactamente la persona en la que hubiese querido que se convirtiera un hijo mío.
—Ya. Pues mire, en este momento no tengo muchas ganas de darle la razón. Su hijo y yo éramos uña y carne, pero no le dio la gana de compartir conmigo dos pequeñeces: que sabía el nombre de su padre y que estaba a punto de morirse. Eso sí, me dejó una carta póstuma para pedirme que me ocupase de su familia. Así que no ponga usted a Jan por las nubes. Ahora mismo no soy precisamente la presidenta de su club de fans.
Faraday no dijo nada. «Más le vale. Como se le ocurra salir en defensa de su hijo soy capaz de…»
—Jan me habló de usted.
—Qué detalle…
—¿Quiere saber qué me dijo?
—Me lo va a contar de todos modos, ¿no?
—Aseguró que era usted la única persona en la que confiaba de verdad. Que le tranquilizaba pensar que, cuando él faltase, su amiga Victoria tomaría el mando. Que, en su ausencia, sabría llevar las cosas por el camino correcto y que no permitiría que todo lo que había construido saltase por los aires. No se enfade con Jan, Victoria. Él la quería mucho… y los hombres tendemos a abusar de todo aquello a lo que amamos. Creemos, quizá, que el cariño que ponemos en determinadas personas nos da derecho a esperar todo de ellas. Las mujeres son distintas, claro, por eso les resulta tan difícil entender algunos comportamientos nuestros.
Lo que faltaba. Faraday recurriendo a la guerra de sexos para echar tierra sobre su disgusto… Jan hubiese podido hacer algo parecido. Sonrió sin quererlo.
—Y ahora, Victoria, soy yo quien va a pedirle algo.
—Dispare. Estoy acostumbrada. Debe de ser cosa de su familia.
Faraday se rió. Al echar la cabeza hacia atrás, Victoria volvió a ver a Jan: él también reía así cuando algo le divertía de verdad.
—Necesito saber algunas cosas de mi hijo. Cosas que no puedo preguntar a nadie. —Buscó otra vez la mirada de Victoria—. ¿Va a quedarse muchos días en Londres?
—Una semana…
—Concédame un poco de su tiempo para hablar de Jan. Cuando quiera, donde quiera y a la hora que le venga mejor.
Victoria tardó unos segundos en contestar. Se quedó mirando a Faraday, que aguantó bien la contundencia de sus ojos verdosos, y volvió a hacerse evidente el milagroso parecido de Jan con aquel inglés estirado. En ese momento decidió hacerse un regalo cruel: imaginó que Jan no había muerto, sino que habían pasado veinte años y estaban los dos en Londres, sentados en un banco de Green Park, hablando como siempre, compartiendo las cosas que forman los verdaderos andamios de la vida. Sintió un dolor extraño. Un dolor inexplicable, difícil de localizar, y que sin embargo la hizo sentirse extraordinariamente viva.
—Está bien. Deme un teléfono donde pueda llamarle. Y espero que no conteste la señorita Starck.
Aquella noche cenaron las cuatro en un ruidoso restaurante de Chinatown que olía sospechosamente a grasa frita. Cuando vio frente a ella un montón de trozos de pollo nadando en una extraña crema líquida y un bol de arroz pegoteado, Victoria pensó melancólicamente en el pato y la salsa de ostras que servían en el chino que Herder y ella frecuentaban en Nueva York. Por suerte, antes de reunirse con las demás había parado en un café para darse un homenaje de tarta de frambuesas y merengue, intentando disolver en azúcar las sorpresas de aquel día.
En eso pensaba mientras daba cuenta del pastel blanco y rojo. Jan tenía un padre. Un padre que se parecía furiosamente a él. Un padre al que no sólo había tardado cinco años en localizar, sino que había buscado con el único propósito de pedirle dinero para dejar bien situada a su prole. Jan, a quien molestaba solicitar un crédito a un banco, que había recelado de aceptar un triste préstamo de su mejor amiga, tomando un avión para asaltar a mano armada a un buen hombre que no había tenido noticias de su existencia en cuarenta y tantos años. Victoria no daba crédito a la desvergüenza de Jan… Claro que, posiblemente, la inminencia de la muerte vuelve ridículo el pudor o cualquier otra forma de prudencia. Jan estaba enfermo y lo único que quería era dejar las cosas arregladas. Por eso visitó al señor Faraday y aceptó que le regalase algo que valía un millón de dólares, por eso le dejó a ella la carta de marras haciéndola responsable de la paz familiar…