—Pues… Marga… yo qué sé. Supongo que es una faena vender una joya por un par de pavos, pero son cosas que pasan continuamente. Leí una historia de una viejecita de Milwaukee que montó un mercadillo en el jardín de su casa y vendió un jarrón de no sé qué dinastía china por tres dólares. Y en otra ocasión…
—Ya. —Marga no solía interrumpir, así que estaba claro que no le interesaban las anécdotas con las que Victoria pretendía distraer su atención—. Pero yo no hablo de una vieja de Milwaukee, sino de mí. Voy a hacerme rica gracias a que alguien muy despistado se deshizo de algo extraordinariamente valioso que ni siquiera sabía que tenía.
«Ay, por favor… ¿No se cansa nunca? Ni la madre Teresa de Calcuta era tan considerada con el prójimo.»
—Marga… entiendo lo que dices, y créeme, te honra pensar así… pero no empieces a dar vueltas a la noria. Vale, Jan compró unas latas viejas y dentro de una había un tesoro. Mejor para ti. Esas cajas podrían haber acabado en un basurero. Su dueño, en vez de tirarlas, decidió sacar algo de tajada en eBay… Pues si se hubiese preocupado de ver la película, como hicimos nosotras, ahora estaría a punto de ganar una pasta. No lo hizo y dejó la pelota en tu tejado. No te sientas culpable. Es como encontrar en la calle un billete de diez euros.
—Pero yo no me he encontrado un billete, sino un maletín con un millón de dólares. ¿Tú te lo quedarías sin más, Victoria? ¿O intentarías encontrar a su dueño?
—No es lo mismo.
—Pero es muy parecido.
«Claro. Ha sido todo demasiado fácil. El cuento de hadas a punto de finiquitar estupendamente, pero aquí está la reencarnación de… de Mahatma Gandhi… para plantear problemas morales y mandarlo todo a hacer puñetas. Joder, Jan. El mundo está lleno de mujeres. ¿Tenías que casarte precisamente con la única cuya conciencia podría medirse por arrobas?»
—¿En qué estás pensando exactamente, Marga? Porque si me dices que, en tu situación, quieres devolver la película al capullo que te la vendió, soy capaz de estrangularte… Eso, por no hablar de lo que te harán Solange y Shirley…
Marga se rió. Victoria siempre pensaba que, siendo como era una mujer sin grandes atractivos, su risa compensaba los kilos de más y sus rasgos más bien vulgares.
—No, querida… no soy tan buena persona. Pero creo que la cosa no puede quedar así. Verás, voy a hacer unas pequeñas variaciones en el reparto del botín.
—¿Reparto? ¿Cómo que reparto?
—¡No pensarás que iba a quedarme con todo el dinero de la venta! La mitad de lo obtenido será para Solange. Lo pondré en un fondo para sus estudios y para que, cuando acabe su carrera, pueda independizarse. Con medio millón de dólares podrá comprarse un apartamento, abrir un negocio o… lo que prefiera. Eso es cosa suya. En cuanto a mi mitad, voy a hacer lo correcto: repartirla con quienquiera que sea el que se deshizo de la cinta.
«Ésta sí que es buena. Le va a regalar doscientos cincuenta mil dólares a alguien que ni siquiera conoce… A una persona que a lo mejor encontró la película en el desván de su abuela muerta a la que ni siquiera visitaba, a un tiparraco que puede ser un ladrón, un traficante de droga o un asesino en serie… Un cuarto de millón de dólares…»
—Doscientos mil euros es mucho dinero, Victoria. Teniendo resuelta la vida de Solange, me basta y me sobra para ir tirando. Debo noventa mil euros del préstamo de la librería, y otros cuarenta mil de la línea de crédito. Liquidadas las deudas, aún me quedarán unos miles para tener ahorrados. La casa está pagada, y, libre de cargas, la librería puede ser un negocio rentable… Oh, por favor, no me mires así…
—No te miro de ninguna manera…
—Sí, sí que lo haces —sonreía al decirlo—. Pero, si estuvieses en mi lugar, acabarías actuando como yo… y otro tanto haría Javier.
Vaya por Dios. Había dado en la diana. Jan. Su sentido de la rectitud, de la equidad. Su puntillosa visión de lo que es justo. Su ética particular, su conciencia. Su moral, más propia de un caballero de la tabla redonda que de un superviviente del siglo XXI. Jan. «Maldita sea, Marga. En el fondo, tú y él no erais tan distintos.»
—Muy bien, si lo tienes decidido, no perderé el tiempo. Pero creo que estás haciendo el canelo. Y deja que te diga que tu madre y Solange se van a poner como locas. Por cierto, ¿cómo vas a localizar al tontaina que colgó la cinta en eBay?
—Pues… no sé… no lo había pensado.
«No lo había pensado. Muy propio de Marga.»
—¿A ti se te ocurre algo?
Victoria resopló con los ojos en blanco, como diciendo «ya lo sabía yo». No veía el momento de abandonar su puesto como ángel de la guarda de Marga.
—No sé. Podemos rastrear la cuenta de eBay de Jan… Si conoces las claves, claro.
Marga meneó la cabeza. «Era mucho pedir», pensó Victoria, y frunció el ceño para ayudarse a pensar.
—La compañía de transportes… Eso es. Ahí tiene que haber un registro de envíos.
—Iré mañana por la mañana. ¿Podrías…?
Victoria trató de recordar que en un par de semanas estaría de vuelta en su ático neoyorquino con vistas al parque. «New York state of mind.» Paciencia, chica. Ya no queda mucho.
—Sí, Marga. Te acompañaré. Y si el tipo de la mensajería no quiere ayudarnos, lloraremos juntas hasta convencerle.
Victoria recordaría siempre que, de haber encontrado en la oficina de envíos a alguien un poco más espabilado que el hombre que las había atendido, posiblemente el final de aquella aventura hubiese sido completamente distinto. Desde luego, no habrían ocurrido las cosas increíbles que vinieron a continuación. A Jan le gustaba repetir que uno nunca sabía dónde estaba la suerte. Pues bien, en este caso en concreto la suerte estaba en un muchacho atontolinado que les había facilitado sin saberlo una serie de datos que se suponen confidenciales. En contra de lo que Victoria suponía, no hubo que rogar ni suplicar, pues en cuanto le dijeron que necesitaban ponerse en contacto con el emisor de un envío al que tenían que devolverle un dinero, la base de datos del ordenador escupió alegremente un nombre con una dirección de Londres. Fue una sorpresa comprobar que el señor Douglas Faraday vivía en Brook Street. Victoria conocía la calle, pues allí, en el corazón de Mayfair, estaba el hotel Claridge, el favorito de Herder cuando viajaba a la ciudad. Como no todo iba a ser tan sencillo, no hubo manera humana de hacerse con el teléfono de míster Faraday. Llamaron a tres compañías de teléfonos británicas y todo cuanto consiguieron fue saber que se trataba de un número de acceso restringido y que no podían facilitarlo. «Estupendo. Así que estamos a punto de entrar en contacto con un raro. Uno de esos misántropos que no quieren que nadie les dé la tabarra.» A Vic se le ocurrió buscar el nombre en Internet cruzándolo con la dirección. Apareció entonces el nombre de lo que parecía ser una tienda de antigüedades: «Faraday's Things».
—Aquí lo tienes.
—¿Puedes… puedes llamar tú? Te explicas mejor que yo… y tu inglés…
—Tu madre es inglesa, Marga… No me vengas con cuentos.
—Por favor… me estoy poniendo histérica.
«La tarta de queso. Los
dry
martini del Algonquin. El
brunch
en el Meatpacking. Las tiendas de West Broadway… Qué cerca está todo, Victoria. Aguanta un poco más.»
—Vale. A ver… —Marcó el número y enseguida oyó la señal típica de los teléfonos en Gran Bretaña. Le recordó a un novio inglés que había tenido durante tres meses en el 94. Tenía uno de esos nombres pretenciosos, Algernon, o Ebenezer…
—
Hello
…
Una voz de mujer. Victoria había esperado la de un hombre, y aquello la descolocó.
—Eh… Hola… Es una llamada desde Madrid.
—Dígame.
El tono dejaba claro que a su interlocutora no le importaba demasiado desde dónde llamasen.
—Querría hablar con el señor Faraday…
—El señor Faraday no atiende llamadas en este número. Yo soy su ayudante.
—Muy bien, pues si me puede dar el número del señor Faraday, yo…
—Me temo que no me he explicado bien. Si quiere algo del señor Faraday, tiene que hablar conmigo.
¿Y ahora? ¿Le explicaba toda la historia a aquella mujer? No parecía lo más aconsejable. Después de todo, a saber quién era ella en realidad.
—Mire, me llamo Victoria Suárez, y tengo que localizar al señor Faraday para hablar de un asunto personal. Un asunto importante, de mucho interés para él…
—Muy bien. Deje que tome nota de su nombre y su número, y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. ¿Victoria Suárez, me ha dicho? ¿De Madrid? Perfecto. La llamaremos, no se preocupe. Adiós, señorita.
Marga no parecía muy satisfecha.
—No ha querido pasármelo.
—¡Tampoco es que tú hayas estado muy convincente! «Tengo que hablar con el señor Faraday de un asunto de gran interés para él.» No te ofendas, pero parecías una de esas vendedoras a domicilio que te dicen que eres idiota si no cambias de compañía de teléfono.
—¿Y qué querías que le dijese? ¿Que una amiga mía a quien no ha visto nunca quiere regalarle doscientos cincuenta mil dólares? No sabemos quién demonios es la mujer que me ha cogido el teléfono… Mira, a lo mejor no he estado muy fina, pero coincidirás conmigo en que no es fácil explicar ciertas cosas.
Marga pareció acobardarse.
—Tienes razón. Perdona. Es que… no sé, me da la sensación de que no van a contestar…
—Pues entonces llamaremos otra vez… No creo que…
El teléfono sonó, y las dos se miraron: no habían pasado ni tres minutos. Victoria estaba tan segura de que quien llamaba era el señor Faraday que respondió en inglés, y le decepcionó volver a oír la voz algo ronca de la mujer con la que acababa de hablar.
—¿Señora Suárez?
«En realidad, soy la señora Van Halen. Debería empezar a acostumbrarme a ese nombre. La esposa de un senador no debe emperrarse en usar su apellido de soltera.»
—Sí.
—Le habla Phyllida Starck, la ayudante del señor Faraday. Acabo de darle su mensaje. Me dice que, sintiéndolo mucho, no la conoce, y que no cree que haya nada de lo que ustedes tengan que hablar. Lamento no poder decirle otra cosa. Buenos días.
Colgó. Ni siquiera tuvo tiempo a protestar.
—No quiere ponerse. El tal Douglas Faraday debe de ser un raro de narices.
—Y ahora ¿qué hacemos?
—Yo qué sé… Quizá puedes mandarle una carta… o un telegrama. Sí, eso es. Un telegrama pidiéndole que se ponga en contacto contigo. Y si pasa del asunto, te quedas con el dinero y santas pascuas.
—¡Vic!
—En serio, ahora al menos ya sabes que no se trata de un desdichado que está vendiendo los últimos restos de las pertenencias familiares… Ese tío tiene una tienda en la calle Brook, y te puedo asegurar que los propietarios de negocios en Mayfair no son precisamente unos muertos de hambre. En serio, Marga, quizá la dificultad para contactar con Faraday sea una señal… una señal de que no deberías repartir el dinero con él.
A la propia Victoria le pareció tan solemne su parlamento que se echó a reír. Marga la secundó.
—No seas pesada, ya está decidido.
—Muy bien, haz lo que quieras. Y, por cierto, te recuerdo que aún tienes que comunicárselo a Solange y a Shirley. Va a ser divertido. Tanto que no sé si irme de casa para no estar delante cuando lo hagas, o prepararme unas palomitas para disfrutar más del espectáculo.
—No seas agorera…
—Ja. Espera a ver la cara de tu madre cuando sepa que vas a regalar un cuarto de millón de dólares a un desconocido que vive en la mejor zona del West End. Le va a encantar, en serio.
—¿Cómo dices? ¿Que vas a hacer qué…?
Era Shirley quien hablaba. Solange sólo tenía la boca abierta.
—Repítemelo. Repítemelo, porque confío en haber entendido mal. Confío en no haber echado al mundo a una loca de remate que va por ahí regalando un dinero que necesita para sobrevivir y para asegurar el futuro de una pobre niña huérfana.
—Alto, mamá. El futuro de Solange, como tú dices, está más que asegurado. Ya os he dicho que la mitad del dinero de Jan será para ella cuando acabe su carrera.
—¿Tengo que esperar a licenciarme? Caramba, Marga, eso es una eternidad… Hagamos una cosa, renuncio al medio millón si me das ahora mismo cincuenta mil euros.
—No cambies de conversación, querida… Mi hija está a punto de cavar su propia tumba delante de nuestras narices.
—Es su dinero, ¿no? Puede hacer lo que quiera, hasta dárselo a un capullo al que no conoce. Venga, Marga, te estoy haciendo una oferta estupenda. No quiero esperar seis años para ser rica. El diez por ciento por adelantado, y el resto te lo puedes quedar.
Desde una esquina, con una cerveza en la mano, Victoria observaba el numerito. Aquella escena era más divertida de lo que había previsto. Marga, Solange y Shirley quitándose la palabra las unas a las otras, cada una a su aire… Las iba a echar de menos cuando se fuese.
—Se acabó. —Marga dio una ligera palmada en la mesa—. Madre, lo del reparto del dinero está decidido. En cuanto a ti, Solange, olvídate de ver ni un céntimo hasta que seas mayor. Eso sí, te regalaré una tarjeta con quinientos euros para que pases una tarde de compras. Ahora, si tenéis la bondad de dejarme hablar, os daré una buena noticia a todas. Y esto, Victoria, te incluye a ti.
«Ay, ay, ay…»
—Nos vamos a Londres. Las cuatro. Voy a hablar con el señor Faraday, le guste a él o no. Y, por otra parte, ahora que podemos permitírnoslo, nos vendrán bien unas pequeñas vacaciones.
Se hizo el silencio. Ni siquiera Victoria protestó. Las cosas se estaban desmadrando tanto que ya le daba igual estar en un sitio o en otro. Solange le dio un abrazo a Marga: con dieciséis años, no se concibe nada mejor que un viaje inesperado. En cuanto a Shirley, dirigió a su hija una sonrisa trémula.
—Creo que aún me quedan un par de pastillas mágicas de las que me dio el doctor Sawyer.
MADRID-LONDRES
Aunque Marga insistió en correr con todos los gastos, fue Victoria quien se ocupó de buscar los billetes de avión y de hacer una reserva de dos habitaciones en un hotel agradable y modesto de Tottenham Court Road, el Court Lodge. No se lo dijo a las otras, pero ella ya había estado allí. Jan la había llevado en un viaje sorpresa tras una de sus primeras rupturas con Santiago. Ninguno de los dos conocía Londres, y lo vieron juntos por primera vez, ella llorosa y triste, Jan galvanizado por el entusiasmo que provoca a los veinte años la conciencia de estar descubriendo el mundo. Aparte de las actividades turísticas obligadas —del cambio de guardia a las burlas a los guardianes inmóviles de Downing Street—, de aquellos cinco días recordaba los sándwiches de atún, que habían constituido su dieta básica, la sorpresa del anciano recepcionista cuando insistieron en ocupar una habitación con dos camas y el
afternoon tea
del Savoy, pues a pesar de su escaso presupuesto Jan había insistido en gastar treinta libras en la merienda en un hotel de lujo. Victoria había protestado, pero luego, cuando entró en el vestíbulo del Savoy hundiendo los zapatos en las alfombras y fue formalmente conducida a su mesa por un camarero de frac, entendió la insistencia de Jan en aquel dispendio: quería que los dos tuviesen ocasión de asomarse a un universo que no era el suyo, quizá para recordarle a ella cuánto les quedaba por descubrir aunque en ese momento no le importase nada más que su fracaso amoroso y la sensación de que el mundo zozobraba a su paso.