La vida después (23 page)

Read La vida después Online

Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

BOOK: La vida después
7.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

Roberto Vidal las esperaba en la puerta. Era un hombre agradablemente feo, de vivos ojos azules y un cabello espeso que raleaba en la coronilla. Llevaba pantalones vaqueros, un polo desgastado y unas zapatillas de deporte. Las hizo pasar a una oficina desordenada y oscura donde, gracias a Dios, funcionaba un aparato de aire acondicionado.

—Bueno, bueno, bueno… Me alegro mucho de verte, Victoria, cuánto tiempo, ¿eh?

—Cuatro años, creo… Mira, ella es Marga. La película de la que te hablé es suya.

—Vamos a echarle un vistazo…

Marga había metido el rollo en una bolsa de la librería, pero en lugar de cogerla por las asas la llevaba apretada contra el pecho. Victoria tuvo la sensación de que había hecho un gesto de recelo al entregar la bobina a Roberto. Él no pareció darse cuenta. De pronto, toda su atención parecía estar fijada en la película. Tenía un aspecto curioso, con aquella expresión reconcentrada y las gafitas al borde de la nariz. Extrajo un poco de cinta de la bobina con un cuidado exquisito, apenas agarrándola con la punta de los dedos, como si estuviese manipulando un material precioso.

—Es, en efecto, una cinta muy antigua. Podría tener ochenta años, tal vez algunos más… Pero, desde luego, está grabada, y no parece en muy mal estado. Creo que podremos verla.

Victoria y Marga se acomodaron en una pequeña sala de proyección mientras Roberto instalaba la película en el proyector.

—Dirás que soy tonta, pero estoy nerviosa.

—Yo también. Pero no nos hagamos ilusiones. Probablemente, aparecerá un niño jugando con un perro o… o tal vez unas imágenes del NODO… En cualquier caso, esto es divertido. Deberíamos haber avisado a tu madre y a Solange.

—Mira que si es una porno del año del diluvio, como decías ayer…

Se rieron las dos. Victoria pensó que estaba algo más inquieta de lo que quería reconocer. Le sudaban las palmas de las manos y notaba el hambre feroz que tan bien conocía. De camino a la Filmoteca habían visto una tienda de dulces. Tal vez debería haber comprado un paquete de chucherías, una de esas enormes bolsas llenas de ositos de goma, regaliz de colores y caramelos recubiertos de polvos pica pica… Eso hubiese sido suficiente para calmar su ansiedad. Ojalá hubiese sido más previsora. Unas cuantas gominolas hubiesen bastado para…

—Esto ya está. Voy a apagar las luces, ¿de acuerdo? Imaginaos el rugido de un león para entrar en ambiente… Allá vamos.

La sala quedó a oscuras hasta que un haz de luz blanca se fijó en la pantalla mientras el cinematógrafo empezaba a repiquetear su letanía. Victoria pensó en lo mucho que le gustaba aquel murmullo, que le recordaba al crepitar del fuego. Aparecieron las primeras imágenes, en blanco y negro y de una calidad dudosa: el interior de una casa palaciega de altos techos y molduras en las puertas, y dos doncellas de uniforme enfrascadas en la limpieza de una enorme mesa de comedor. Las criadas se marchaban cuando entraba en la pieza un hombre de larga barba blanca y gesto airado. Tras él trotaba un guapo adolescente de aire contrito. El hombre parecía enfadado con el chico, y le decía algo mientras gesticulaba ostensiblemente. La cámara iba del rostro de uno al del otro para evidenciar la actitud colérica del primero y la dócil defensa de su oponente, que se llevaba las manos al pecho como implorando clemencia. La conversación terminaba de manera abrupta cuando el hombre salía de la habitación, y el joven quedaba solo con la cara oculta entre las manos. En ese momento, alguien entraba en la pieza y avanzaba sonriendo tristemente hacia aquel chico que tan desesperado parecía. Era una bella muchacha de su edad, que ladeaba la cabeza antes de apartar de la cara del otro las manos que la protegían. Cuando el joven veía a la muchacha, se ponía de pie y la abrazaba desesperado.

En aquel momento, Victoria tuvo que ahogar un grito. Fue Roberto, que hacía segundos que había perdido el color, quien encendió las luces de la sala. También Marga estaba blanca como el papel.

Se miraron unos a otros con la boca abierta.

No había ninguna duda: la joven de la cinta, la muchacha dulce y triste, era Greta Garbo.

—No es posible…

Llevaban una hora en la sala de proyección. La cinta duraba doce minutos, pero la habían visto tres veces, la primera con la respiración contenida, luego con una particular mezcla de inquietud y euforia.

—¿De dónde ha sacado esto?

—No estoy segura —Marga tenía sólo un hilo de voz—. Mi marido la encontró en eBay…

—Pues llámelo ahora mismo para darle la enhorabuena. A menos que haya pagado una fortuna, ha hecho el negocio del siglo.

Marga miró a Victoria y bajó la cabeza.

—Esto… Roberto… Jan, el marido de Marga, murió hace dos semanas. Ella ni siquiera sabía que había comprado la cinta.

—Lo único que sé es que no le costó gran cosa —Marga intervino con una sonrisa breve—. No estamos en condiciones de comprar artículos de museo.

Roberto Vidal se pasó la mano por la cara. Aquello era lo más extraordinario que le había ocurrido en su vida profesional… No, se corrigió: era lo más extraordinario que le había ocurrido en toda su vida.

—A ver… ¿Sabéis lo que hay aquí? —Ninguna de las dos contestó—. Pues doce minutos de una película inédita protagonizada por Greta Garbo…

—¿Inédita? —Marga, por no variar, parecía muerta de miedo. Victoria no, sólo estaba excitada. Había dado por supuesto que aquella cinta era el fragmento de cualquier película rodada por la Garbo en el año catapún, pero lo que no se le había pasado por la cabeza es que pudiera tratarse de material desconocido.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque he visto hasta la última de las películas en las que salió la Garbo… Todas, ¿entiendes? Desde un anuncio que rodó cuando era una adolescente, hasta otras en las que sólo aparece de refilón y ni siquiera la nombran en los créditos… Y no es ninguna de ellas. Estoy completamente seguro. Esta cinta no está catalogada. A efectos prácticos, es como si no existiera. Sólo me gustaría saber dónde demonios ha estado escondida durante los últimos noventa años.

—Pero ¿por qué sólo hay unos minutos?

—¡Y yo qué sé! Seguramente se les acabó el dinero cuando estaban empezando el montaje… —Se volvió hacia Victoria y le plantó dos sonoros besos—. Qué momento más maravilloso. No se me ocurre una forma mejor de terminar mi carrera en la Filmoteca… Soy una de las primeras personas que ve una película perdida protagonizada por Greta Garbo… Ahora sí que puedo jubilarme, no, espera, ¡incluso puedo morirme tranquilo! Gracias, gracias a las dos por…

Roberto seguía desgranando agradecimientos, pero Victoria ya no le escuchaba. Estaba enviando un mensaje a Santiago. «Consigue urgentemente una caja de seguridad. Tenemos algo que poner a salvo. Y deja de preocuparte por Marga. Creo que va a convertirse en una viuda muy rica.»

—¿Y de qué va?

—Qué sé yo… Un rollo lacrimógeno de un tipo rico que no permite a su hijo casarse con su novia pobre o algo así… Sin sonido, y en doce minutos, no se me ocurre mucho más…

Victoria intentaba compartir con Solange y Shirley todos los detalles de la aventura. Junto a ella, Marga parecía en estado de shock. Antes de volver a casa, habían pasado por el despacho de Santiago para dejar la película en la caja fuerte del bufete. El abogado había escuchado la historia con la boca abierta y el temor a que Marga y Victoria se hubiesen vuelto locas al mismo tiempo. Luego abrazó a la primera: «Querida, tus problemas materiales van a resolverse de un plumazo —le dijo—. No te lo tomes a mal, pero eres una chica con suerte.»

No era el comentario más apropiado, pero Victoria estaba de acuerdo. Llevaban semanas temiendo por la seguridad económica de la familia de Jan, y de pronto tenían en las manos algo cien veces mejor que un billete de lotería premiado. Se avecinaban días muy intensos, pensó. Habría que poner la cinta a la venta, averiguar el modo de obtener por ella la mayor cantidad de dinero, la historia llegaría a los medios de comunicación, mil veces amplificada por Internet y sus devastadoras criaturas… Estaban en verano y no había noticias. Todo el mundo querría saber algo más de aquella cinta misteriosa. Eso está bien, se dijo. Después de todo, a Marga no le vendría mal un poco de acción. En cuanto a Solange, parecía más interesada en el descubrimiento en sí que en el rendimiento que se le pudiera sacar a aquella película caída del cielo.

—No puedo creer que apareciera Greta Garbo… Debió de daros un ataque, ¿a qué sí? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué edad crees que…?

—¿Cuánto puede valer?

La pregunta, cómo no, la había hecho Shirley, que parecía muy poco interesada por el fantasma de la señorita Gustafsson. Bueno, después de todo era una cuestión que había que plantearse tarde o temprano.

—No tengo ni idea…

—Y tu amigo, ése de la filmoteca, el que os dejó el proyector… ¿no puede saberlo?

Victoria meneó la cabeza.

—No es tan fácil, Shirley… Una cinta inédita de Greta Garbo no es algo que circule por el mercado. Habrá que tomarse esto con calma, escuchar distintas ofertas… Quizá lo mejor sea sacar la película a subasta.

—Espero que la compre alguien a quien le guste el cine —dijo Marga—. A Javier no le hubiera hecho gracia que algo así fuese a parar a las manos equivocadas.

Bueno, ahí estaba Marga, en su mundo feliz de bondad e inocencia. Pensándolo bien, sus comentarios naíf tenían cierto encanto, así que ¿para qué llevarle la contraria? Victoria miró a Solange como diciendo «ni se te ocurra discutir», pero en aquel momento la chica era un alegre manojo de nervios y ni siquiera pensó en que no merecía la pena contestar.

—Oh, Marga, no me vengas con rollos sentimentales… si paga bien, por mí como si la compra un jeque árabe para enterrarla en el desierto, o un pirado como aquel japonés que quería quemar un cuadro de Van Gogh.

—Estoy de acuerdo —Shirley miraba a su hija con desdén—. ¿A ti qué más te da? Lo importante, Marga, es que el que se quede con la película pague mucho por ella, y que eso sirva para, que puedas tener una vida tranquila. Así que no empieces con esa historia de que quieres que la compre un amante del cine en blanco y negro o un carcamal enamorado de la Garbo… ¡Dinero, dinero! Dinero contante y sonante. Y cuanto más mejor. ¿A que sí, Sol, preciosa?

Y, para sorpresa de todos, la madre de Marga tomó amistosamente del brazo a la hija de su yerno difunto. A Victoria se le escapó un suspiro de satisfacción. Las piezas empezaban a encajar. Si las cosas seguían así, podría volver a Nueva York enseguida, y hacerlo con la satisfacción del deber cumplido.

Herder, que no podía entender qué pintaba Victoria consolando a la viuda de su mejor amigo, comprendió sin embargo que la aparición inesperada de una joya de cinéfilo retrasase un poco más el regreso a casa de su mujer. Para entonces —y como preveía la propia Victoria—, la noticia del hallazgo de la cinta había saltado a las páginas de los periódicos, a las ediciones digitales, a los informativos de televisión, a los
blogs
de cine. La película se hallaba a buen recaudo en una caja de seguridad del Banco de España. A Shirley le había parecido «un verdadero escándalo» lo que hubo que pagar para alquilarla, y, para vergüenza de Marga, así se lo dijo al funcionario de turno cuando fueron a hacer la entrega. Aparte de alguna salida de tono de ese tipo, llevaba unos días más suave que un guante. Vic no sabía si la conversación que habían tenido había influido en su nueva conducta, o si su buen humor era exclusivamente fruto del hallazgo del tesoro, pero le daba igual. Había paz en la casa, y eso era lo que importaba.

Marga estaba bastante tranquila. A pesar de que Santiago había intentado que no se filtrase el nombre de la propietaria de la cinta, no era un secreto fácil de mantener, y recibían a diario docenas de llamadas de medios de comunicación y, por supuesto, de coleccionistas que querían hacerse con la película. La propia Victoria atendió alguna de esas llamadas, cuando la expresión de desmayo de Marga le suplicaba que aceptase el relevo, y pudo hablar con media docena de chiflados que sólo tenían una cosa en común: esperaban conseguir la cinta a cambio de nada, invocando sólo el amor al cine, el respeto a la historia oculta del séptimo arte o la eterna reverencia a la divina Greta. Shirley y Solange se indignaban con aquella legión de caraduras, pero a Marga le enternecía comprobar que en el mundo quedan todavía personas tan inocentes. En cuanto a Victoria, sólo quería zanjar la aventura de una vez por todas y regresar a casa.

Su misión estaba más que cumplida. Echaba de menos Nueva York, su vida allí, el apartamento del Upper East Side, a sus amistades de Manhattan, las conferencias del Met. Añoraba la biblioteca de la calle 42, los gofres con fruta y crema que se consentía una vez al mes, su pequeño despacho en la universidad, su rutina. En cuanto a Herder, y a pesar de que no era precisamente añoranza lo que despertaba en ella, también era parte de su vida. No es que no estuviese encantada de pasar unos días lejos de él, pero una cosa era prescindir felizmente de su marido para pasar unas semanas en Madrid, y otra muy distinta renunciar a ser su costilla en la jungla de Nueva York. Con toda su autosuficiencia, sus tópicos de ex alumno de universidad privada, su apellido sonoro y su egoísmo de nacimiento, Herder era el mejor prototipo de esposo para vivir —y sobrevivir— en la capital del mundo. ¿Qué más podía querer una atractiva profesora universitaria de origen europeo que un hombre rico, guapo, ambicioso y muy ocupado? El aspirante a senador Van Halen era un buen complemento, como los bolsos de las tiendas de lujo de la avenida Madison o los zapatos planos de Roger Vivier. Es cierto que no aguantaba a su marido, pero Nueva York —y, en general, todo el mundo civilizado— está lleno de mujeres a las que les ocurre lo mismo. Así que, habiendo llegado a un pacto de buena voluntad, no había nada que no pudiesen arreglar un par de semanas de vacaciones por separado tres o cuatro veces al año y quizá, por qué no, alguna aventura esporádica. No había tenido un amante desde su boda. Quizá era el momento de retomar las buenas costumbres del pasado. Claro que ahora, con Herder metido en política, habría que tener cuidado. Pero una profesora universitaria tiene muchas oportunidades de hacer ciertas cosas con discreción. Hay congresos fuera del país. Hay seminarios, conferencias, simposios, estancias académicas con un mar de por medio. Profesores visitantes que van y vienen, oradores invitados… todo un vivero de ocasiones, una feliz reserva de especies interesantes, un coto de caza privado. No se trataba de volver al desenfreno de ocho años atrás, pero una cana al aire de vez en cuando le vendría de perlas para llevar mejor su vida junto a Herder. Había sido una idiota al descartar la posibilidad de conocer a otros hombres durante los últimos años. Victoria se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba de buen humor. Se puso como frontera para el regreso zanjar la venta de la película. En un par de semanas, como mucho, estaría de vuelta en su mundo. Un mundo que, con un poco de suerte, podría volver a ser un lugar interesante.

Other books

Eight Winter Nights by Laura Krauss Melmed
A Picture of Guilt by Libby Fischer Hellmann
Whispers in the Mist by Lisa Alber
A Worthy Wife by Barbara Metzger
Arms of Nemesis by Steven Saylor