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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (26 page)

BOOK: La vida después
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Al entrar en la recepción del Court Lodge, se dio cuenta de que habían cambiado muchas cosas desde su paso por allí veinticinco años antes. El recepcionista ya no estaba —quizá había muerto, pensó Victoria, y notó un pellizco en el estómago— y del vestíbulo había sido retirada una pequeña fuente artificial que derramaba agua aceitosa sobre una ninfa dormida. La moqueta polvorienta había sido sustituida por un suelo de parquet —más fácil de limpiar pero despojado de todo encanto— y los sillones despeluchados de la recepción dejaban sitio a unos sofás de aspecto más bien incómodo. Victoria se reprochó no haber buscado otro alojamiento, pero estaba empeñada en darse un chapuzón de nostalgia. Y había errado el tiro.

Vic iba a dormir con Solange. Llevaba años sin compartir habitación con una mujer, pero no se había atrevido a reservar un cuarto para ella sola, pues, por mucha herencia inesperada y muchos miles de euros que tuviera en el banco, Marga seguiría conservando siempre su conciencia austera, y hubiese encontrado absurdo pagar por un alojamiento individual. Así que se preparó para incluir en su intimidad a una adolescente sobreexcitada por tantas novedades: su madrastra era rica, ella lo sería en un futuro —un futuro muy lejano, pensaba refunfuñando— y estaba en Londres. Ahora se afanaba en colocar su ropa en el armario mientras canturreaba una canción.

—Tía Vic, gracias por dormir conmigo… Será muy divertido, ¿verdad? No puedo creer que estemos aquí. Papá había prometido traerme a Inglaterra al acabar el colegio. Ya sé que no será lo mismo sin él, pero…

—Lo pasaremos muy bien —Victoria se apresuró a atajar cualquier sentimentalismo—. A ver si hay suerte y Marga arregla pronto sus asuntos con ese Faraday…

—Hay que ver lo bien que te portas con ella…

Victoria sonrió.

—No es para tanto. Marga tiene sus cosas, como todo el mundo, pero es una persona estupenda… y, sobre todo, era la mujer de tu padre.

—Pues por eso lo digo. Yo en tu lugar no podría verla ni en pintura.

Pero ¿de qué demonios estaba hablando aquella niña? Para su sorpresa, Solange tomó a Victoria de la mano y la miró con sus enormes ojos grises —aquellos ojos tan parecidos a los ojos de Jan— ladeando la cabeza como un pájaro.

—Tía Vi… Sé que siempre estuviste enamorada de mi padre.

Victoria se echó a reír. Hasta alguien tan inexperto como Solange se daba cuenta de que sus carcajadas no podían ser más sinceras.

—Ay, Solange… ¿De dónde has sacado semejante cosa?

—Chloe me lo dijo.

«Haber empezado por ahí. Chloe. Con su acento francés, su cintura estrecha y su lengua viperina. Chloe Deschamps, capaz de convertir en mierda todo lo que tocaba. Detestable francesa de culo operado. Maldita Chloe…»

—¿Qué te contó exactamente?

Solange frunció el ceño en un gesto algo teatral, como si tuviese que hacer esfuerzos para recordar.

—A ver… Pues que estabas loca por papá… que ya lo estabas antes de que yo naciera, pero que él pasaba de ti, y que estabas tan colgada de él que cuando yo nací te fuiste a París para convencerle de que volviese a España, y le ayudaste a cuidarme durante mucho tiempo… Y luego apareció Marga y se casó con ella y tú eras tan tonta, eso lo dijo Chloe, ¿eh?, que ni siquiera intentaste quitárselo, y en lugar de eso te largaste a Nueva York para poner tierra de por medio, y allí te casaste con Herder porque tu gran amor ya estaba con otra mujer.

«Chloe, Chloe, Chloe. Deberían encerrarte en algún lugar del que no pudieras volver para hacer daño a la gente… tal vez en una sima profundísima… o en lo alto de una cumbre inaccesible…»

—Sol… tu madre no sabe nada de relaciones humanas. —No añadió que porque era un ser abyecto incapaz de preocuparse por los sentimientos ajenos—. Y aún menos de Jan y de mí. Yo no estaba enamorada de tu padre. Y sí, fui a París a buscarle, pero no porque estuviese colgada de él, como tú dices, sino porque su vida allí era un desastre. En cuanto a lo de Nueva York, me marché porque tenía una buena oferta de trabajo, no porque quisiese alejarme de nadie, y menos de mi mejor amigo.

—Pero… ¿en serio que nunca pensaste en que papá y tú… bueno, podíais estar juntos de verdad y todo eso?

—Solange… ya estábamos juntos. Y de una forma muy especial: sin obligaciones, sin compromisos, sin nada. Supongo que por eso nos fue tan bien. Porque nunca intentamos ser uno, que es lo que acabas deseando cuando te enamoras de alguien. Siento que tu madre te confundiera, y también que no hablases del asunto con Jan o conmigo para aclarar las cosas.

Solange hizo un puchero, suspiró y luego se puso de pie para colocar bien en el perchero una chaqueta que estaba torcida.

—¿Sabes? Yo llegué a odiar a Marga… la odié de verdad, porque pensé que ella había impedido que tú y papá fueseis pareja.

Victoria iba a contestar que eso era exactamente lo que buscaba Chloe: una eterna hostilidad entre Solange y la mujer de su padre. Pero se mordió la lengua a tiempo. La hija de Jan tenía toda la vida por delante para descubrir quién era su madre, y no había ningún motivo para acelerar el proceso.

—Anda, acaba de arreglar tu ropa. Yo voy a acompañar a Marga en su visita al dichoso señor Faraday. Espero que me caiga bien. Me pongo mala sólo de pensar que va a regalar doscientos mil euros a un rarito que ni siquiera contesta al teléfono.

«Faraday's Things» era exactamente como Victoria había imaginado: un precioso establecimiento del siglo XIX con escaparate de cristal y madera, al que a buen seguro se había asomado alguna vez el propio Charles Dickens. La mercancía no parecía precisamente propia del local de un chamarilero, sino que estaba integrada por delicados objetos de plata antigua, porcelanas ligeras como el aire, piezas de cristal, figuras de bronce y joyas de esmalte exhibidas sobre un fondo de seda de un amarillo tostado. Se demoraron un rato antes de entrar, mientras observaban en silencio aquella exquisita colocación de tesoros.

—Por última vez, Marga —Victoria se dio cuenta de que estaba hablando en susurros—, el dueño de esta tienda no tiene pinta de necesitar un cuarto de millón de dólares. Aún estamos a tiempo. Podemos darnos la vuelta y llevar a Solange de paseo por Hyde Park…

—Déjalo ya, ¿quieres? Está decidido. Vamos adentro. Y… y esta vez hablaré yo.

Increíble. Así que el ratoncito sacaba pecho. Pues venga, adelante. A ver cuánto tiempo tardaba en echarse a llorar. Un bufido del señor Faraday bastaría para poner a Marga en fuga. Una simple mirada, seguramente, sería suficiente para desinflar su arrojo.

No había clientes en la tienda. Una mujer alta y corpulenta —a buen seguro, la gélida señorita Starck— estaba afanada en la limpieza de un candelabro. Victoria se dijo que, si se dirigían a ella, les aseguraría que Faraday no estaba. Y fue entonces cuando, desde la trastienda, entró aquel hombre.

No parecía tener mucho más de sesenta años. Era alto, enjuto, de rasgos aristocráticos ocultos a medias por una finísima barba gris, igual que el cabello espeso e impecablemente peinado. Llevaba una chaqueta de
tweed
sobre la camisa blanca, y los ojos protegidos tras unas gafas de montura de alambre. Victoria se fijó en que tenía las manos delicadas de un concertista de arpa, quizá la señal de haber pasado toda una vida tratando cosas valiosas. Lo observó de reojo fingiéndose muy interesada en una silla de estilo Chippendale que costaba seis mil libras mientras se preguntaba qué hacer a continuación. Contuvo el aliento cuando la ayudante saludó al recién llegado con un «Buenas tardes, señor Faraday». Marga estaba pálida como la muerte. Se dio cuenta de que había apretado los puños antes de evitar un elegante escritorio estilo Imperio para dirigirse al recién llegado.

—¿El señor Faraday?

Su voz había bajado una octava.

—Sí…

—Soy Margarita Solano. He venido a verle a usted…

Victoria se había quedado un par de pasos atrás, y tuvo la sensación de que algo, al menos fugazmente, había cambiado en la expresión de aquel desconocido al oír el nombre de Marga.

—Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle?

—Verá… hace unas semanas vendió usted en eBay una película antigua. Fue mi marido quien la compró, pero cuando llegó el envío él ya había muerto… y ahora resulta que esa cinta que costó cinco euros vale una fortuna.

Los ojos del señor Faraday se abrieron detrás de las gafas bifocales. Sonrió brevemente con una boca de labios muy pálidos que debían de ser más que capaces de componer muecas severas si llegaba la ocasión. Tardó unos segundos en hablar, como si tuviese que elegir bien las palabras.

—Señora Solano, tal vez usted y yo debamos de hablar en un sitio mejor que éste… La invitaría a pasar a mi despacho, pero acaba de llegar un envío y tiene el aspecto de una trinchera. —Su sonrisa, que ahora alcanzaba los ojos, se hizo un poco más cálida—. ¿Conoce usted el restaurante Wolseley, en Picadilly Street? ¿Puedo verla allí en, digamos, veinte minutos?

A aquella hora, el Wolseley estaba lleno de gente. El local, de techos altísimos y hermosos espejos que decoraban las paredes, tenía un cómodo servicio de comidas, y era posible pedir desde un desayuno inglés con huevos y tomates fritos hasta un solomillo a la bearnesa a última hora de la tarde. En aquel momento la mayoría de la parroquia tomaba el té. Victoria y Marga, que habían hecho sin hablar los escasos siete minutos de camino desde la tienda del señor Faraday, ocuparon la única mesa libre que quedaba. A Victoria se le iban los ojos detrás de los bollos cubiertos de crema, las porciones de tarta y las bandejas de pasteles franceses, pero no hubiese sido buena idea esperar al señor Faraday atracándose de golosinas.

Llegó diez minutos después. Se había cambiado la chaqueta de
tweed
por una americana de algodón oscuro. Debía de ser un habitual, porque los camareros lo saludaron con deferencia. Les dirigió desde la entrada una leve inclinación de cabeza y se acercó hacia la mesa con una sonrisa. Tenía los dientes blancos e iguales bajo aquellos labios tan finos. Al verlo, el que parecía ser el
maître
se dirigió a él.

—Señor Faraday, otra vez por aquí… Disculpe una pregunta: ¿Ha tomado usted hoy
haricots verts
en la guarnición?

—No, James. He tomado patata hervida.

—Pues no sabe cuánto me alegro. Algunos clientes se han quejado. Estamos investigando en la cocina. Disculpe la interrupción, pero tenemos que cerciorarnos de que todo está bien. Dígame qué puedo servirle.

—Tráigame lo mismo que a las señoras. —Esperó a que se marchase el encargado y miró a Victoria—: Y usted es…

—Victoria Suárez. Le llamé el otro día y no quiso hablar conmigo.

El señor Faraday lanzó una carcajada breve y se sentó.

—Me temo que la señorita Starck sufre frecuentes ataques de exceso de celo. Me dijo que pretendía usted venderme un seguro de vida. En fin, es otra cosa lo que les ha traído aquí. La película, ¿no? Greta Garbo en carne juvenil. Un regalo para un cinéfilo, e incluso para cualquier amante de las curiosidades. No, no pongan esa cara. He seguido la historia por los periódicos. Cuando empezaron a hablar de una cinta vendida en un portal de Internet y comprada al azar por alguien que vivía en Madrid, no tardé en darme cuenta de que había hecho el peor negocio de mi vida. Lo que no entiendo, y disculpen, es qué es lo que quieren ustedes de mí. Comprenderán que no tengo información adicional sobre la cinta, o no me hubiese desprendido de ella tan alegremente.

—No es eso… Verá, he conseguido hacer una buena venta.

—No me cabe duda.

—Ya. El caso es que me parece justo compartir con usted lo que me han pagado. La mitad del dinero es para mi hijastra, la hija de Javier, mi marido. Pero había pensado que usted y yo deberíamos repartirnos la otra mitad.

El camarero acababa de traer un nuevo servicio de té, pero el señor Faraday ni siquiera lo había mirado. Estaba demasiado ocupado sorprendiéndose.

—Espere… ¿Tengo que entender que ha venido usted desde Madrid para… para compensarme?

—Más o menos… Sí, supongo…

El señor Faraday miró a Marga con una expresión que sólo podría entender quien lo conociera bien. Victoria se dijo que parecía a punto de echarse a llorar, pero eso no tenía mucho sentido.

—Es usted asombrosa, señora… eh…

—Llámeme Marga.

—De acuerdo. Pues, Marga, esto es lo más increíble que me ha pasado en más de cuarenta años de ejercicio profesional. Soy responsable de una mala venta y el comprador se ofrece a hacer justicia. Es verdaderamente interesante. Si algún día escribo mis memorias, le aseguro que dedicaré un capítulo entero a este extraordinario episodio.

Se sirvió el té y la leche, y disolvió un azucarillo en la taza.

—Pero, y a pesar de lo mucho que me impresiona su oferta, no puedo aceptarla. No, no diga nada. Mire, ya sé que vendí una joya por unas cuantas libras. Mala suerte, querida. Son cosas que pasan constantemente en esta profesión. Hace cinco años compré una buhardilla entera a los herederos de su propietaria, una mujer que vivía sola y casi en la indigencia. ¿Saben qué había entre todos aquellos trastos? Un huevo Fabergé auténtico. ¿Creen que corrí a avisar a los vendedores de lo que había encontrado? Por supuesto que no. Cuando uno se dedica a este negocio, tiene que actuar como una especie de salteador de caminos. Yo siempre espero comprar las cosas por la mitad de lo que valen para luego venderlas al doble de lo que pagué por ellas. A veces me sale bien, a veces no… Y créanme si les digo que es parte del encanto de este juego. En unas ocasiones ganas, y en otras, como en ésta, la suerte se vuelve en tu contra. Yo sólo puedo felicitarla. Lamento… lamento que el hallazgo de la película se haya producido en circunstancias tan poco agradables. Creo haberle entendido que su marido ha muerto…

—Así es… Sufrió un ataque al corazón.

—Lo siento.

—¿De dónde sacó la cinta? —Victoria, que no había abierto la boca hasta entonces, rompía conscientemente el clima emotivo de la conversación. Marga empezaba a pestañear demasiado rápido, y eso era lo que hacía siempre cuando iba a echarse a llorar.

—Estaba en casa de mis tíos, en un trastero.

—¿No se le ocurrió verla antes de deshacerse de ella?

El señor Faraday miró a Victoria con cierta severidad, como si le molestase tener que dar tantos detalles.

—No, señora, no se me ocurrió. Mis tíos no eran aficionados al cine, ni tampoco a las antigüedades. Nunca pensé que algo que estuviese en su casa pudiese valer más que unos cuantos peniques.

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