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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (73 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—Apúrate, Inés, porque si sigues en ese plan voy a tener que llamar a Josefa para que avise a la madre.

Total que llamé a Josefa y nada de monjita porque, al igual que Inés, estamos en Laguardia, Martín, pero dinos qué quieres y te lo traemos inmediatamente. Pedí que llamaran a Nena para que ella llamara a la monjita.

—Pero si aquí estoy, Martín —dijo de pronto, Nena—: aquí estoy y no hay ninguna monjita ni ninguna enfermera. Estamos en mi casa, muchacho.

Y entonces aparecieron Rafael y Mario también con cara de estar ocultándome a la monjita y también la puerta de la habitación, como si quisieran encerrarme, y no tuve más remedio que decirles nerviosísimo y ya sollozando, porque detesto molestar, más la pena horrible que aumentaba la angustia y el frío espantoso, miren, o me llaman a la monja en el acto o voy a buscarla yo.

En realidad, esta última parte fue una sarta de alaridos que di al pasar incontenible entre el grupo aterrado, ya ni buscaba a la monjita, buscaba los muebles que encontraba a mi paso para irlos destrozando y destrocé el vidrio de una enorme ventana y había un ómnibus abajo, rugiendo en el camino que entraba en subida al pueblo, no me dolió caer contra el ómnibus y seguí buscando a gritos por los campos de la Rioja alavesa que atravesaba en pijama, gateando como loco a cada rato porque se me caían los pantalones y me enredaba y rasgaba la tierra con mis manos cuando me revolcaba semidesnudo. Comí barro. Salí disparado a comer barro más lejos porque tirado en los campos vi que me seguía la pareja de guardias civiles del pueblo. Y por otro lado veía mucha más gente que también decidí matar a punta de unos alaridos muy profundos y negros en cuyo fondo relampagueaba a veces una monjita poniéndome una inyección imposible en París y otra monjita poniéndome una inyección imposible en Logroño y otra monjita poniéndome una inyección imposible en Laguardia y como todo era imposible yo iba a matar y ellos se acercaban porque yo continuaba tropezándome por culpa del pantalón y por eso me lo quité, así desnudo se lucha mejor, aunque se me caían una tras otras la piedras que trataba de arrojar. En cambio la palabra cacanacas era enorme y tenía toda la fuerza del mundo. Jamás me agarrarán, el alarido cacanacas no se me cae por nada del mundo y tiene toda la fuerza del mundo.

—¡Cacanacas! ¡Cacanacas!

Me despertaba sobre un sofá. Lo que estaban haciendo Rafael y Mario eran mil llamadas telefónicas. Hablaban de mí en voz baja. Era la sala, en la casa de Laguardia. Me despertaba sobre un sofá y estaba viendo a la tristeza primero sobre una alfombra, en unas copitas de cognac más arriba, después en dos sillas y un sillón a mi lado, con mucho silencio y miradas. Estaba viendo a la tristeza en unos zapatotes de guardia civil sobre una alfombra. Subí por las piernas sucias de tierra de los campos de la Rioja alavesa en los dos uniformes y llegué hasta los brazos. Me detuve en la fuerza con que golpeaban unos puños que descansaban ahora en unas copitas de cognac. De qué me valía entender. Detuve mi mirada en la tristeza de la silla de enfrente, una punzada antigua y misma bizquera de Inés siempre.

—No te abandonaremos nunca, Martín —dijo, de pronto, Nena, tan triste en su sillón.

Fue espantosa la pena que me causó. Pero para llorar, ese día, para el balance de lo de Inés, de lo que me estaba ocurriendo y de lo que me iba a ocurrir, pues ya sabía lo que me iba a ocurrir, cualquier cosa, escogí la tristeza que había en la ternura que había en la mirada que había en el silencio de Josefa. Siempre sentí predilección por su alegría y la dulzura de su voz. Hoy me tocaba, pues, sentir predilección por su tristeza y su silencio. Los guardias civiles se retiraron, y cosas como saber si se han ido con las copitas de cognac en la mano, o no, no se imaginan la fuerza con que ahondaban el infinito estar llorando en ese sofá, en ese salón. Por fin me habían capturado, no me mataron por ser amigo del notario, no me maté al saltar por una ventana del segundo piso porque la casa de Nena y Rafael daba al camino que subía al pueblo y yo caí sobre un ómnibus que llegaba y en el techo reboté, amortiguando así el golpe. La versión oficial, anunciada por el alcalde, el cura, y la pareja de guardias civiles, fue la que el mismo pueblo inventó: el extranjero había bebido mucho, a lo cual no tiene costumbre, porque en estas tierras el vino es muy bueno, y resulta que después enloqueció porque su señora esposa se negó a acostarse con él en ese estado. Todo se iba cocinando en Laguardia mientras tú me acariciabas la cabeza, Josefa, y Rafael por fin había encontrado un psiquiatra en Logroño y yo te lloraba infinitamente porque me había despertado viendo a la tristeza, yo que siempre sentí predilección por tu voz, por tu alegría…

En Logroño me tendrán que perdonar, pero aparte de aquel caballeroso urólogo, que debió de ser un poco menos caballero y decirme bien claro que el proctólogo de Logroño, de carnicero todo pero de proctólogo nada, no logré conocer un solo graduado de Facultad de Medicina que la acertara conmigo. Y en cambio cuando fallaban, por poco no me fallaba la vida.

Yo seguía llenando los mares con mi llanto cuando llegó un psiquiatra que dicen que era el mejor psiquiatra de Logroño, cosa que él dejaba decir mejor que nadie. Llegó vestido dentro de la elegancia que él creía que era la mejor, y yo la peor, algo con mucho azul tipo cielo de película de Vincente Minnelli, al atardecer. Llegó al atardecer y con muchas sienes plateadas, un poco porque eso le gustaba y otro poco porque aunque seguía creyéndose el mejor buenmozo de Logroño, también él entraba en el atardecer de la vida. Pero él sentía que entraba mejor de azul.

Ustedes se preguntarán: ¿Pero cómo hace Martín Romaña, que anda tirado ahí tan mal, para fijarse en todo esto? ¿Y cómo hace para contárnoslo de pronto así? Es que ustedes no saben hasta qué punto este personaje interrumpió mi llanto infinito. Nadie mejor que él para secarle a uno regiones enteras de pantanos interiores, de tristeza y ríos profundos. Se descuida uno y le enjutan, de enjuto, el alma. Verlo nomás era una ofensa contra mi venerado José Luis Llobera. Era un tipo con feroz tendencia al fondo azul, ropa azul por todas partes, y exceso de equipaje en los zapatos blancos. Él se sentía no sólo bien sino mejor así, pero mejor no se hubiera vestido. Y mejor no hubiese venido tampoco. Verlo entrar era una ofensa contra mi venerada María Teresa, esposa de ese gran psiquiatra José Luis venerado. María Teresa jamás le hubiera perdonado tanta falta azul de elegancia. Era un cretino
blu dipinto di blu
y nunca se había sentido mejor siempre.

—Ha llegado el psiquiatra —bizqueó Inés, anunciosa, y como si a mí el llanto me impidiera enterarme de ciertas cosas que años más tarde podrían serme útiles para escribir un libro así.

Más azul no podía estar que había llegado el psiquiatra. Pero ustedes saben también hasta qué punto detesto molestar. Además, afuera estaba bien instalada la pareja de guardias civiles, con tendencia a golpear en campos de la Rioja alavesa. Me era pues imposible aceptar los cuidados de Mejor. Él empezó tocándome una muñeca y yo recibiendo tremenda descarga eléctrica con muchísimos nervios, secreción en chorro de adrenalina, y renovada tendencia a salto por la ventana, según pude observar, en el interior de mi angustia. Era como entrenarse en el inconsciente, inconscientemente, porque detesto molestar.

—Detesto molestar —me dije, en voz alta, pero para mis adentros.

—¿Cómo? —preguntó Mejor, interesadísimo por las buenas reacciones que su buenmozía operaba en sus pacientes.

—Siga azul —le dije, en voz alta, para mis adentros, en los que acababa de instalar una silla de director de cine de tela roja y madera color madera.

Él me seguía explicando muchísimas cosas, pero yo era Vincente Minnelli, porque Vincente Minnelli era la última novedad en materia de no molestar a nadie y de soportar tanta tortura echado en un sofá bajo una mirada que sale de entre un montón de sienes plateadas. Lo malo es que el ecrán como que empezaba a crecer, se me acercaba, y de pronto hasta me estaba tocando. Vincente Minnelli abandonó angustiosamente su silla roja y yo me quedé sin fondo azul, luna de plata, música de fondo, Edward G. Robinson, y un montón de efectos secundarios de primerísima necesidad. Empecé a temblar, a pensar mucho en la monjita, y a no creer en la existencia de la Guardia Civil. Hice lo posible, para mis adentros. Me concentré incluso a fondo en la monjita de París y en una inyección para erecciones, pero otra vez se me metió por los palos la angustia ventanal.

—Ya no aguanto más otra vez —dije, tratando de explicitar la mayor cantidad de angustia sin monja posible.

Jalisco nunca pierde, debió pensar el Danubio azul de Logroño, porque ipso facto anunció un tratamiento Mejor que estar preguntándome cojudeces al atardecer. Hipnosis. Anunció nada menos que hipnosis. Pidió que me quitaran los zapatos y calcetines de reojo, para que la angustia no se fuera a dar cuenta, y le explicó a Inés lo Mejor que pudo cómo debería ir frotando en rodajitas el maléolo derecho y el maléolo izquierdo de su respectivo esposo, que resultaron ser unos huesitos que me enseñaron en tercero de secundaria, pero no le explicó a la señora tan guapa y tan sudamericana cómo se sucumbía por él en Logroño, porque eso la joven señora ya lo tenía que haber notado y azul. Las rodajitas frotativas sudamericanas instaurarían en mis pies una paz complementaria a la que él, rodajeándome los párpados cerrados, iría conquistando en la región más elevada del ser humano, sudamericanos incluidos, en este caso más bien el culo que el cerebro, perdón colores patrios, con bandera de expedición española en nevada cumbre andina y todo. Cerré los ojos, pero sólo para mis adentros. Y para los efectos de este libro ahí están un psiquiatra huevón y la bizquera de Inés frota que te frota. Hasta que lograron ponerle los nervios de punta a la angustia.

—¡Barcelona! José Luis! ¡En el acto! —aullé, arrasando en mi autopista a la ventana íntegro el azul de Mejor, que después cobró un ojo de la cara por el daño que
yo
le hice a él. ¡Qué tal concha!, yo que tan sólo había logrado ponerle un ojo azul con una noqueada que ni siquiera me desahogó de la que me infligiera Bryce Echenique.

Rumbo a la ventana, aterré también a Inés. La aterré con bizquera y todo, fíjense ustedes jamás se me habría ocurrido, jamás me habría sentido capaz de algo semejante, y a estas alturas de la vida, Martín Romaña. Pero no la toqué. Que conste que no la toqué. Que me perdone el Movimiento de Liberación de la Mujer, pero no la toqué porque yo a las mujeres no les pego ni con una flor. Es parte de mi conducta general en este mundo que es así. Detesto molestar, y pegarle a una mujer, en el supuesto caso de que tuviera una flor y una mujer, sería como molestarme yo mismo a mí mismo, o sea varias veces molestar. No, eso jamás. E incluso, en los peores momentos de nuestra crisis conyugal, que fueron todos, yo más bien sentí toneladas de instinto paternal procreador.

—Inés, tengamos un bebe —le decía, lleno de pasión, le rogaba llenecito incluso de inyección erectiva—. Nadie más maternal que tú, Inés.

Y pensaba, pero claro que no se lo decía: ¿Qué mejor ejemplo quieres que yo, mi amor? Ni pantalones logro llevar. Sigo en pañales.

Y nunca sentí celos de que otro niño pudiera ocupar el lugar preferencial donde tan mal pasaba las crisis que eran todas. Ya ven, mejor esposo no se podía ser en un caso como éste de fracaso total, pero Inés erre con erre de Cabreada en Castilla la Vieja terca.

—Déjate de sentimentalismos, Martín. Un bebe no cabe en una mochila en ningún tipo de lucha marxista-leninista por el poder.

Esto último es tan sólo una manera de contar las cosas, pero de gran utilidad si se desea ser muy breve, por la gran cantidad de connotaciones que trae. Lo explica todo. En fin, el bebe nunca llegó a París, y yo me he quedado pensando para siempre, cuando bebo —de bebe— el quinto whisky de la tarde, en punto, que juntando todas, todas las cualidades mil de Inés, con mis innumerables defectos incorregibles, habríamos logrado tener un bebe incluso más hermoso que ella, de ser verdad tanta belleza, y no digo más porque detesto las generalizaciones y aquí no estamos en la página 515 de un tratado de marxismo.

Pero volviendo al Movimiento de Liberación de la Mujer y de las flores, yo siempre que puedo le regalo un clavel a una mujer, lo cual es una de las cosas más difíciles que hay, porque en los restaurants siempre le cae a uno una florista llena de rosas y sin ningún clavel. Y las mujeres no me entienden cuando les explico que en la familia Romaña tiene que ser un clavel, en memoria de un ingrato recuerdo muy elegante. Me miran como si fuera un avaro, lo que es peor, y como si fuera poco romántico, lo que es mucho peor, cuando yo lo único que trato es de mantener despierto el espíritu de familia para tener una bonita anécdota que contar.

Cuento, pues. Yo a las mujeres les regalo siempre que puedo un clavel (sonrisa de la chica aunque algo forzada porque la florista sigue esperando con la mirada llena de rosas). Les regalo siempre que puedo un clavel en el ojal porque tuve un abuelo, de aquellos que usaron mis abuelos, pero que se arruinó de presidente de país latinoamericano (incredulidad histórica de la chica). Tan tremenda excepción a la regla, siempre lo he pensado, merecería ser bajada del árbol genealógico y más bien colocada en el árbol que le corresponde, por animal. (Aquí se sonríe hasta la florista llena de rosas impacientes). Entre otras cosas inútiles para la economía del país, el elegante abuelo mandó traer, no sé de dónde, los primeros claveles que se usaron en las historias latinoamericanas de cuando no había Movimiento de Liberación de la Mujer, historias en las que se podía ser valiente, cortés y quitado (muchas floristas se van, a estas alturas, pensando que he bebido demasiado y pobre chica). Por eso yo, siempre que obsequio un clavel, derramo una lágrima al pagarlo, y me aterro al imaginar que terminaré tan en ruina que me declararán patrimonio nacional en el Perú.

Bueno, me fui un poco por las ramas, entre claveles y abuelo, pero esto ha dado tiempo para que Mario se comunique con José Luis Llobera y le cuente que yo acabo de arrojarme por segunda vez a la Rioja alavesa, aunque ahora con un pijama nuevecito, prestado, limpio, de pantalones muy bien amarrados, y por una ventana en la que me esperaban ansiosos con tendencia represiva, cuatro brazos beneméritos y ninguna copita de cognac, ante la sorprendida mirada de los bueyes que andaban de paso por aquellos campos.

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