En algunos casos los estantes presentan la forma de vitrinas de exposición. En la primera, a la izquierda, se exponen viejos calendarios, almanaques, agendas del Segundo Imperio, así como algunos carteles pequeños: el
Normandie
de Cassandre, por ejemplo, y el
Grand Prix de l’Arc de Triomphe
de Paul Colin; en la segunda —única alusión a las actividades de la señora de la casa—, se hallan algunas herramientas antiguas: tres cepillos de carpintero, dos azuelas corrientes y una de dos filos, seis cortafríos, dos limas, tres martillos, tres barrenas, dos taladros, llevando todas ellas el monograma de la Compañía de Suez y habiendo servido todas en las obras de excavación del canal, así como un admirable
Multum in parvo
de Sheffield, que presenta el aspecto de una navaja de bolsillo ordinaria —aunque más gruesa— y contiene no sólo hojas de tamaños diversos, sino también destornilladores, sacacorchos, tenazas, plumillas, limas de uñas y punzones; en la tercera hay diversos objetos que pertenecieron al fisiólogo Flourens y en particular el esqueleto, todo de color rojo, de aquel cerdito cuya madre había alimentado el sabio, durante los últimos 84 días de gestación, con alimentos mezclados con rubia, para comprobar experimentalmente que existe una relación directa entre el feto y la madre; en la cuarta hay una casa de juguete paralelepípeda, de un metro de alto, noventa centímetros de ancho y sesenta de hondo, que data de fines del siglo XIX y reproduce, hasta en sus detalles más nimios, un típico
cottage
británico: un salón con
baywindow
(ventanas de doble ojiva alargada), con termómetro incluido, un saloncito, cuatro dormitorios, dos habitaciones de servicio, una cocina embaldosada con fogones y office, un zaguán con armarios roperos empotrados y una estantería de roble barnizado que contiene la
Encyclopaedia Britannica
y el
New Century Dictionnary
, panoplias de antiguas armas medievales y orientales, un gong, una lámpara de alabastro, una jardinera colgada, un teléfono de ebonita con la guía telefónica al lado, una alfombra de lana larga con fondo crema y bordes reticulados, una mesa de juego con pie central y patas de garras, una chimenea con sus utensilios de cobre y, encima, un reloj de precisión con carillón de Westminster, un barómetro-higrómetro, unos sofás tapizados de peluche color rubí, un biombo japonés de tres bastidores, una araña central de candelabros con lágrimas en forma de prismas piramidales, una percha para aves con su loro y varios centenares de objetos usuales: bibelots, vajillas, prendas de vestir recompuestos casi microscópicamente con una fidelidad monomaniaca: taburetes, cromos, botellas de vino espumoso, pelerinas colgadas de perchas, medias y calcetines secándose junto a un lavadero y hasta dos minúsculos maceteros de cobre rojo, más pequeños que dedales, de los que emergen dos plantas de interior; por último, en la quinta librería, apoyadas en atriles inclinados, están abiertas algunas partituras musicales, y, entre ellas, la portada de la sinfonía n.º 70 en re de Haydn tal como la publicó William Forster, en Londres, en 1872.
La señora Moreau nunca le ha dicho a Fleury qué opina de su instalación. Se limita a reconocer que es eficaz y le está agradecida por la elección de estos objetos, capaz cada uno de ellos de alimentar sin dificultad una amena conversación antes de cualquier cena. La casa miniatura hace las delicias de los japoneses; las partituras de Haydn permiten que se luzcan los profesores y las herramientas antiguas suelen dar ocasión a que los subsecretarios de Estado para el Comercio y la Industria pronuncien alguna frase oportuna sobre la perennidad del trabajo manual y la artesanía francesa, de cuya pervivencia es garantía infatigable la señora Moreau. El que más éxito tiene es, evidentemente, el esqueleto rojo del cochinillo de Flourens, y muchas veces le han ofrecido por él cantidades importantes. En cuanto a las monedas de oro incrustadas en un montante de la escalera de biblioteca, la señora Moreau ha tenido que decidirse a sustituirlas por imitaciones después de descubrir que unas manos desconocidas se empeñaban, y lograban a veces, desclavarlas.
La señora Trévins y la enfermera han tomado el té en este cuarto antes de ir a reunirse con la señora Moreau en su habitación. En uno de los pequeños veladores hay una bandeja redonda de nudo de olmo con tres tazas, una tetera, una jarrita de agua y un platillo en el que quedan algunos crackers. En el diván contiguo hay un periódico doblado de tal forma que sólo se ve el crucigrama; casi todas las casillas están intactas; sólo han encontrado el 1 horizontal: ASOMBROSOS, y la primera palabra del 3 vertical: OREJONES.
Los dos gatos de la casa, Pip y La Minouche, duermen sobre la alfombra, con las patas completamente estiradas y distendidas y los músculos de la nuca relajados, en esa posición que se asocia con la fase del sueño llamada
paradójica
y que generalmente se cree que corresponde a la fase de la ensoñación.
Junto a ellos yace, rota en varios pedazos, una jarrita de leche. Se adivina que, tan pronto como han salido la señora Trévins y la enfermera de la estancia, uno de los dos gatos —¿ha sido Pip?, ¿ha sido La Minouche?— la ha cazado de un zarpazo rápido pero desgraciadamente inútil, ya que la alfombra ha absorbido el precioso líquido instantáneamente. Aún son visibles las manchas, prueba de que la escena es recentísima.
La trastienda del almacén de antigüedades de la señora Marcia.
La señora Marcia vive con su marido y su hijo en una vivienda de tres habitaciones situada a la derecha de la planta baja. Su almacén se halla asimismo en la planta baja, pero a la izquierda, entre la portería y la entrada de servicio. La señora Marcia no ha establecido nunca una distinción real entre los muebles que vende y aquellos con los que vive, por lo que una parte importante de su actividad consiste en trasladar muebles, arañas, lámparas, vajillas y otros objetos diversos de la vivienda al almacén, la trastienda o el sótano. Estos cambios, motivados tanto por ocasiones propicias de venta o compra (se trata entonces de hacer sitio) como por inspiraciones repentinas, antojos, caprichos o antipatías, no se verifican al azar y no agotan las doce posibilidades de permuta que podrían efectuarse entre aquellos cuatro lugares y que la figura 1 muestra con toda claridad: obedecen estrictamente al esquema de la figura 2: cuando la señora Marcia compra algo, lo pone en la vivienda o en el sótano; de allí puede ir a la trastienda y de la trastienda a la tienda; de la tienda puede regresar —o ir, si es que venía del sótano— a la vivienda. Lo que no puede ser es que un objeto vuelva al sótano o llegue a la tienda sin pasar por la trastienda, o que vuelva de la tienda a la trastienda o de la trastienda a la vivienda, o, por último, que pase directamente del sótano a la vivienda.
La trastienda es un aposento estrecho y oscuro, con el suelo cubierto de linóleo, abarrotado, hasta el límite de lo inextricable, de objetos de todas las dimensiones. Es tan grande el desbarajuste que sería imposible hacer un inventario exhaustivo de lo que encierra y hay que conformarse con describir lo que emerge de modo más visible de aquel hacinamiento heteróclito.
Arrimado a la pared de la izquierda, junto a la puerta que comunica la trastienda con la tienda, puerta cuyo batiente preserva el único espacio relativamente libre del aposento, se halla un gran escritorio Luis XVI de tambor, de hechura un tanto maciza; el tambor está levantado dejando ver un tablero forrado de cuero verde en el que hay, parcialmente extendido, un
emaki
(rollo pintado) que representa una escena célebre de la literatura japonesa: el príncipe Genji se ha introducido en el palacio del gobernador Yo No Kami y, oculto tras una cortina, mira a la esposa de aquél, la bella Utsusemi, de la que está perdidamente enamorado, que juega al go con su amiga Nokiba No Ogi.
Más lejos, a lo largo de la pared, hay seis sillas de madera, pintadas de color verde celedón, que sostienen unos rollos de tela de Jouy
17
. El de encima presenta un decorado campestre en el que se alternan un campesino que ara su campo y un pastor que, apoyado en el cayado, con el sombrero a la espalda, el perro atado y las ovejas esparcidas a su alrededor, alza los ojos al cielo.
Más lejos aún, detrás de un montón de objetos y efectos militares: armas, tahalíes, tambores, chacós, cascos de punta, cartucheras, chapas de cinto, dormanes de paño de lana adornados con alamares, correajes, en medio del cual resalta con más precisión todo un lote de aquellos sables de infantería cortos y ligeramente curvados que se llamaban
briquets
, hay un sofá de caoba en forma de S, cubierto con una tela floreada que, al parecer, regaló un príncipe ruso a la Grisi, en 1892.
Después, ocupando todo el ángulo derecho del aposento y amontonados en pilas inestables, libros: infolios de un rojo oscuro, colecciones encuadernadas de
La Semaine théâtrale
, un hermoso ejemplar del
Dictionnaire de Trévoux
en dos tomos y toda una serie de libros de finales de siglo, con tapas verde y oro, entre los que aparecen las firmas de Gyp, Edgar Wallace, Octave Mirbeau, Félicien Champsaur, Max y Alex Fisher, Henri Lavedan así como la obra, dificilísima de encontrar, de Florence Ballard titulada
La venganza del triángulo
, que se considera como una de las más sorprendentes precursoras de la novela de anticipación.
Luego, sin orden, puestos en estantes, en mesillas de noche, en veladores, en tocadores, en sillas de iglesia, en mesas de juego y en bancos, decenas, centenas de bibelots: cajitas de rapé, de afeites, de píldoras, de lunares postizos, bandejas de metal plateado, palmatorias, candeleros y candelabros, escribanías, tinteros, lupas con mango de asta, frascos, aceiteras, floreros, tableros de ajedrez, espejos, pequeños marcos, limosneras, lotes de bastones mientras, en el centro de la estancia, se levanta una monumental mesa de carnicero sobre la que se hallan una jarra de cerveza con tapa de plata labrada y tres curiosidades de naturalista: una gigantesca migala, un presunto huevo de dronte fósil presentado sobre un cubo de mármol y una amonita de gran tamaño.
Cuelgan del techo varias lámparas, holandesas, venecianas, chinas. Las paredes están casi totalmente cubiertas de cuadros, grabados y reproducciones diversas. La mayor parte de ellos, en la penumbra de la estancia, no ofrecen a la mirada más que una grisura indistinta de la que se destacan a veces una firma —Pellerin—, un título grabado en una placa debajo del marco —
La ambición, A Day at the Races, La primera ascensión al monte Cervino
—, o un detalle: un campesino chino que tira de un carrito, un doncel de rodillas armado por su señor feudal. Sólo cinco cuadros permiten una descripción más precisa.
El primero es un retrato de mujer titulado
La veneciana
. Lleva un traje de terciopelo punzó con un cinturón de orfebrería y su ancha manga forrada de armiño deja ver su brazo desnudo rozando la balaustrada de una escalera que asciende a su espalda. A su izquierda una gran columna llega hasta lo alto del cuadro, donde se junta con unos elementos arquitectónicos en forma de arco. Abajo se vislumbran unos naranjos casi negros entre los que se recorta un cielo azul rayado por nubes blancas. Sobre la balaustrada cubierta con una colgadura hay, en una fuente de plata, un ramillete de flores, un rosario de ámbar, un puñal y un cofrecito de marfil antiguo algo amarillento del que se desparraman los cequíes de oro; algunos, esparcidos por el suelo, forman, acá y allá, una sucesión de salpicaduras brillantes, que guían la mirada hasta la punta del pie de la dama, pues lo apoya en el penúltimo escalón, con movimiento natural y en plena luz
El segundo es un grabado libertino que lleva por título
Los criados
. Un muchacho de unos quince años, con gorro de pinche, bajado el pantalón hasta los tobillos, se apoya en una pesada mesa de cocina, mientras lo sodomiza un cocinero obeso; un criado, echado en un banco delante de la mesa, ha desabrochado su bragueta, haciendo asomar su sexo en plena erección, en tanto que una doncella, subiéndose con ambas manos las faldas y el delantal, se instala a horcajadas sobre él. Al otro extremo de la mesa, sentado ante un plato repleto de macarrones, un anciano vestido de negro presencia la escena con visible indiferencia.
El tercero es una escena campestre: una pradera rectangular inclinada, de hierba verde y tupida, con gran cantidad de flores amarillas (sin duda, vulgar diente de león). En lo alto de la pradera hay una casita ante cuya puerta están dos mujeres charla que te charla: una campesina de pañuelo en la cabeza y una niñera. En la hierba juegan tres chiquillos, dos niños y una niña, que cogen las flores amarillas, con las que hacen ramilletes.