La vida instrucciones de uso (18 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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El cuarto es una caricatura firmada por Blanchard y titulada
Cuando las gallinas tengan dientes
. Representa al general Boulanger y al diputado Charles Floquet dándose un apretón de manos.

Por último, el quinto es una acuarela que lleva por título
El pañuelito
, ilustrando una escena clásica de la vida parisiense: por la calle de Rivoli una joven elegante deja caer su pañuelito y un hombre de frac —finos mostachos, monóculo, zapatos de charol, clavel en el ojal, etc.— se precipita a recogerlo.

Capítulo XXV
Altamont, 2

El comedor de los Altamont, como los demás cuartos que dan a la calle, ha sido acondicionado para la gran recepción que pronto se va a celebrar en ellos.

Es una estancia octogonal cuyas cuatro paredes achaflanadas disimulan numerosos armarios empotrados. El suelo está pavimentado con baldosines barnizados, las paredes tapizadas con papel de corcho. Al fondo, la puerta que lleva a la cocina, donde tres siluetas blancas se están afanando. A la derecha, la puerta, de dos batientes, que da a los salones de recepción. A la izquierda, a lo largo de toda la pared, descansan cuatro toneles de vino sobre otros tantos caballetes de madera en forma de X. En el centro, bajo una lámpara hecha con un casquete de opalina colgado de tres cadenas de latón dorado, una mesa formada por un fuste de lava procedente de Pompeya, sobre el que está puesta una placa hexagonal de vidrio ahumado está cubierta de pequeños platillos con decoración china llenos de aperitivos diversos: filetes de pescado marinados, quisquillas, aceitunas, anacardos, sprats ahumados, hojas de parra rellenas, canapés de salmón, de puntas de espárragos, de rodajas de huevo duro, de tomates, de lengua escarlata, de anchoas, quiches miniatura, pizzas enanas, bastoncitos al queso.

Debajo de los toneles, sin duda por temor a que gotee el vino, han extendido un diario de la tarde. En una de las páginas aparece un crucigrama, el mismo de la enfermera de la señora Moreau; pero éste, sin estar acabado, ha avanzado un poco más.

Antes de la guerra, mucho antes de que los Altamont hicieran de este cuarto su comedor, estuvo viviendo en él Marcel Appenzzell, cuando pasó algún tiempo en París.

Marcel Appenzzell, formado en la escuela de Malinowski, quiso aplicar rigurosamente las enseñanzas de su maestro y decidió compartir la vida de la tribu que quería estudiar hasta el punto de confundirse totalmente con ella. En 1932, cuando tenía veintitrés años, marchó solo a Sumatra. Provisto de un equipaje irrisorio, que evitaba, en la medida de lo posible, instrumentos, armas y utensilios de la civilización occidental y comprendía sobre todo regalos tradicionales —tabaco, arroz, té y collares—, contrató a un guía malayo llamado Soelli y se dispuso a remontar en piragua el curso del río Alritam, el río negro. Durante los primeros días se cruzaron con algunos recolectores de goma de hevea, con algunos transportistas de maderas preciosas que conducían, al filo del agua, inmensos troncos de árboles. Luego se hallaron completamente solos.

La meta de su expedición era un pueblo fantasma llamado por los malayos los andalams o también los orang-kubus o kubus. Orang-kubus significa «los que se defienden» y andalams «los hijos del interior». Mientras la casi totalidad de habitantes de Sumatra está instalada cerca del litoral, los kubus viven en el centro de la isla, en una de las regiones más inhóspitas del mundo, una selva tórrida cubierta de pantanos infestados de sanguijuelas. Pero varias leyendas, varios relatos y vestigios parecen querer probar que, antaño, los kubus habían sido dueños de la isla, antes de que, vencidos por invasores procedentes de Java, fueran a buscar su último refugio en el corazón de la jungla.

Soelli, un año antes, había logrado establecer contacto con una tribu kubu cuyo poblado estaba asentado no lejos del río. Appenzzell y él llegaron allí al cabo de tres semanas de navegación y marcha. Pero el poblado —cinco casas levantadas sobre pilotes— estaba abandonado. Appenzzell pudo convencer a Soelli para seguir remontando el río. No hallaron ningún poblado más y, a los ocho días, Soelli decidió volver hacia el litoral. Appenzzell se empeñó en seguir adelante y, por último, dejándole al guía la piragua y casi todo el cargamento, se adentró en la selva solo y casi sin equipaje.

Soelli, al llegar a la costa, avisó a las autoridades holandesas. Se organizaron varias expediciones de búsqueda, pero no dieron ningún resultado.

Appenzzell reapareció cinco años y once meses más tarde. Lo descubrió un equipo de prospección minera que circulaba en canoa de motor junto a la orilla del río Musi, a más de seiscientos kilómetros de su punto de partida. Pesaba veintinueve kilos y sólo iba vestido con una especie de pantalón hecho con una infinidad de trocitos de tela cosidos y sostenido con unos tirantes amarillos, aparentemente intactos, pero que habían perdido toda elasticidad. Lo condujeron hasta Palembang y, tras unos días en el hospital, fue repatriado, no a Viena, de donde era natural, sino a París, adonde, entre tanto, había ido a instalarse su madre.

El viaje de regreso duró un mes y le permitió restablecerse. Inválido al principio, casi incapaz de moverse y alimentarse, habiendo perdido prácticamente el uso de la palabra, que había quedado reducida a gritos inarticulados o, durante unos ataques de fiebre que se repetían cada tres o cinco días, a largas secuencias de delirio, logró recuperar poco a poco lo esencial de sus facultades físicas e intelectuales; aprendió a sentarse en una butaca, a utilizar un tenedor y un cuchillo, a peinarse y afeitarse (después de que el peluquero de a bordo le cortara las nueve décimas partes de la pelambrera y la totalidad de la barba), a llevar camisa, cuello duro, corbata y hasta —eso fue ciertamente lo más difícil ya que sus pies parecían dos masas córneas cubiertas de profundas grietas— zapatos. Cuando desembarcó en Marsella, su madre, que lo había ido a esperar, pudo reconocerlo sin demasiada dificultad.

Appenzzell, antes de su viaje, era profesor auxiliar de etnografía en Graz (Estiria). No tenía la menor intención de volver allí. Era judío, y pocos meses antes se había proclamado el Anschluss, una de cuyas consecuencias fue la aplicación del numerus clausus
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en todas las universidades de Austria. Incluso se le había intervenido el sueldo, que había seguido percibiendo durante todos aquellos años de trabajo sobre el terreno. Por mediación de Malinowski, a quien escribió entonces, conoció a Marcel Mauss, que le confió la responsabilidad de un seminario sobre formas de vida de los andalams en el Instituto de Etnología.

De lo sucedido en aquellos 71 meses no había traído nada, ni objetos, ni documentos, ni notas, y se negó prácticamente a hablar de ello, pretextando la necesidad de preservar, hasta el día de su primera conferencia, la integridad de sus recuerdos, impresiones y análisis. Se tomó seis meses para ordenarlos. Al principio trabajaba con rapidez, con gusto y casi con fervor, pero pronto empezó a aflojar, a vacilar, a tachar. Cuando su madre entraba en el cuarto, lo encontraba muy a menudo no en su mesa de trabajo, sino sentado al borde de la cama, con el busto rígido y las manos en las rodillas, contemplando, sin verla, una avispa que se agitaba cerca de la ventana, o mirando con fijeza, como para hallar en ella quién sabe qué hilo perdido, la toalla de lino beige con flecos y doble cenefa marrón que colgaba de un clavo detrás de la puerta.

Faltaban pocos días para su primera conferencia —el título,
Los andalams. Aproximaciones preliminares
, se había anunciado en varios periódicos y semanarios, pero Appenzzell aún no había entregado en la secretaría del Instituto su resumen de cuarenta líneas destinado a
L’Année sociologique
—, cuando el joven etnólogo quemó todo lo que había escrito, metió unas cuantas cosas en una maleta y se marchó, dejando una nota lacónica para su madre, en la que le decía que se volvía a Sumatra y que no se sentía con derecho a divulgar nada referente a los orang-kubus.

Se había salvado del fuego un cuaderno delgado, lleno de notas muchas veces incomprensibles. Un grupo de estudiantes del Instituto de Etnología se empeñó en descifrarlas y, con la ayuda de las contadas cartas que Appenzzell había enviado a Malinowski y a otras personas, de informaciones procedentes de Sumatra y de testimonios recientes facilitados por aquellos a quienes, en ocasiones excepcionales, había confiado algunos detalles de su aventura, consiguieron reconstruir a grandes trazos lo que le había acontecido y esbozar un retrato esquemático de aquellos misteriosos «hijos del interior».

Al cabo de varios días de marcha, Appenzzell había descubierto por fin un poblado kubu: unas diez cabañas sobre pilotes que formaban círculo alrededor de un calvero. El poblado le había parecido desierto al principio y luego había visto, echados sobre esteras bajo los aleros de las chozas, a varios ancianos inmóviles que lo estaban mirando. Se había acercado un poco, los había saludado a la manera malaya haciendo ademán de rozarles los dedos antes de llevarse la mano derecha al corazón y había depositado junto a cada uno, en señal de ofrenda, una bolsita de té o de tabaco. Pero ellos no respondieron, no inclinaron la cabeza ni tocaron los presentes.

Un poco más tarde empezaron a ladrar los perros y el poblado se llenó de hombres, mujeres y niños. Los hombres iban armados con lanzas, pero no lo amenazaron. Nadie lo miró ni pareció advertir su presencia.

Appenzzell pasó varios días en el poblado sin conseguir entrar en contacto con sus lacónicos moradores. Agotó inútilmente su pequeña provisión de té y tabaco; ningún kubu —ni siquiera los niños— cogió una sola de aquellas bolsitas que las tormentas diarias hacían inservibles cada noche. A lo sumo pudo observar cómo vivían los kubus y empezar a consignar por escrito lo que veía.

Su principal observación, como se la describe brevemente a Malinowski, confirma que los orang-kubus son efectivamente los descendientes de una civilización avanzada que, expulsada de su territorio, debió de adentrarse en las selvas del interior, donde padeció una regresión. Así, no sabiendo ya trabajar los metales, tenían lanzas con puntas de hierro y llevaban en los dedos anillos de plata. En cuanto a su lengua, era muy parecida a las del litoral y Appenzzell no tuvo grandes dificultades en entenderla. Lo que le llamó particularmente la atención fue que usaban un vocabulario extremadamente reducido, que no pasaba de unas cuantas decenas de palabras, y se preguntó si, a semejanza de los papúes, no empobrecían voluntariamente su vocabulario cada vez que había una muerte en el poblado. Una de las consecuencias de este hecho era que una misma palabra designaba una cantidad cada vez mayor de objetos. Así
pekee
, la palabra malaya que designa la caza, quería decir indistintamente cazar, andar, llevar, la lanza, la gacela, el antílope, el cerdo negro, el
my’am
, una especie de condimento muy fuerte usado copiosamente en la preparación de los alimentos cárnicos, la selva, el día siguiente, el alba, etc. Del mismo modo,
sinuya
, vocablo que Appenzzell relacionó con las voces malayas
usi
, el plátano, y
nuya
, el coco, significaba comer, comida, sopa, calabaza, espátula, estera, tarde, casa, tarro, fuego, sílex (los kubus encendían fuego frotando dos trozos de sílex), fíbula, peine, cabellos,
hoja
’ (tinte para el cabello fabricado a base de leche de coco mezclada con distintos tipos de tierras y plantas), etc. Si, de todas las características de la vida de los kubus, las más conocidas son estos rasgos lingüísticos, es porque Appenzzell los describió detalladamente en una larga carta al filólogo sueco Hambo Taskerson, a quien había conocido en Viena y que trabajaba entonces en Copenhague con Hjelmslev y Brondal. Observa, de pasada, que tales características podrían aplicarse perfectamente a un carpintero occidental que, usando herramientas con nombres muy precisos —gramil, acanalador, bocel, garlopa, garlopín, escoplo, guillame, etc.—, se los pidiera a su aprendiz diciéndole sencillamente: «Dame el trasto ese».

Al cuarto día por la mañana, al despertar Appenzzell, había desaparecido el poblado. Las chozas estaban vacías. La población entera, los hombres, las mujeres, los niños, los perros y hasta los ancianos, que por lo general no se movían nunca de sus esteras, se habían marchado, llevándose consigo sus escasas provisiones de ñames, sus tres cabras, sus
sinuya
y sus
pekee
.

Appenzzell tardó más de dos meses en encontrarlos. Esta vez habían levantado precipitadamente sus cabañas a la orilla de unas marismas infestadas de mosquitos. Igual que la primera vez, no le hablaron ni hicieron ningún caso a sus amistosos intentos: un día, viendo a dos hombres que trataban de levantar un tronco de árbol muy grueso derribado por un rayo, se acercó a echarles una mano; pero, no bien tocó el árbol, los dos hombres lo dejaron caer otra vez y se alejaron de allí. Al día siguiente amaneció de nuevo desierto el poblado.

Appenzzell se obstinó en seguirlos durante cerca de cinco años. Apenas había conseguido dar con su rastro, cuando volvían a huir de nuevo, hundiéndose en unas regiones cada vez más inhabitables, para construir unos poblados cada vez más precarios. Appenzzell estuvo preguntándose mucho tiempo cuál sería la función de aquella conducta migratoria. Los kubus no eran nómadas y, no dedicándose al cultivo en chamiceros, no tenían motivo para desplazarse con tanta frecuencia; tampoco lo hacían por razones de caza o de recolección. ¿Se trataría de un rito religioso, de una prueba iniciática o de un comportamiento mágico relacionado con el nacimiento o la muerte? Nada abonaba una afirmación en ninguno de estos sentidos: los ritos kubus, si es que existían, eran de una discreción impenetrable y aparentemente no había relación alguna entre aquellos traslados, que a Appenzzell se le antojaban totalmente imprevisibles.

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