Aunque siempre la llamaron señorita Crespi, Célia Crespi tuvo un hijo. Lo trajo discretamente al mundo en mil novecientos treinta y seis. Casi nadie se había dado cuenta de que estaba embarazada. Toda la finca se preguntó por la identidad del padre y se barajaron todos los nombres de los individuos de sexo masculino que vivían en la casa, con edades comprendidas entre los quince y los setenta y cinco años. El secreto no se desveló nunca. El niño, declarado hijo de padre desconocido, se crió fuera de París. Nadie de la casa lo vio jamás.
Se ha sabido, hace sólo unos años, que lo mataron durante los combates por la Liberación de París, cuando ayudaba a un oficial alemán a cargar en su sidecar una caja de botellas de champán.
La señorita Crespi nació en un pueblo al norte de Ajaccio. Salió de Córcega a la edad de doce años y nunca ha vuelto a ir. A veces entorna los ojos y ve el paisaje que había delante de la ventana del cuarto donde hacía la vida toda la familia: la tapia cubierta de buganvilias en flor, la cuesta donde crecían matas de euforbios, el seto de chumberas, el emparrado de alcaparros; pero no consigue acordarse de nada más.
Actualmente la habitación de Hutting sirve muy rara vez. Encima del sofá-cama cubierto con una piel sintética y provisto de unos treinta cojines de colores abigarrados, está clavada una alfombra de rezos de seda procedente de Samarcanda, con un dibujo rosa ajado y largos flecos negros. A la derecha un silloncito tipo sapo forrado de seda amarilla hace de mesilla de noche: sostiene un despertador de acero brillante que presenta la forma de un corto cilindro oblicuo, un teléfono cuya esfera tiene un dispositivo de teclas y un número de la revista de vanguardia
La Bête Noire
. No hay cuadros en las paredes pero, a la izquierda de la cama, montada en un marco de acero móvil que la convierte en una especie de monstruoso biombo, hay una obra del intelectualista italiano Martiboni: es un bloque de poliestireno de dos metros de alto, uno de ancho y diez centímetros de hondo, en el que están metidos viejos corsés revueltos con pilas de antiguos carnets de baile, flores secas, vestidos de seda rozados hasta la trama, jirones de pieles apolilladas, abanicos roídos semejantes a patas de ánades despojadas de sus palmas, zapatos de plata sin suelas ni tacones, restos de festines y dos o tres perritos disecados.
F
IN
DE LA CUARTA PARTE
El cuarto de Cinoc; un cuarto más bien sucio, que da un poco la sensación de mohoso, un parquet lleno de manchas, una pintura cuarteada en las paredes. Del marco de la puerta cuelga una
mezuza
, ese talismán hogareño adornado con las tres letras
que contiene unos versículos de la Torá. En la pared del fondo, encima de un sofá-cama cubierto con un tejido estampado de follaje triangular, algunos libros, encuadernados en rústica o en pasta, se apoyan oblicuamente unos contra otros en una estantería pequeña y, cerca del tragaluz abierto, se encuentra un atril de pata larga y construcción ligera, que tiene delante una alfombrilla de fieltro justo lo bastante ancha para que quepa en ella una persona de pie. A la derecha de la estantería hay en la pared una estampa toda picada, titulada
La voltereta
: representa cinco niños desnudos que dan volteretas y lleva la sextilla siguiente:
Viendo sus brincos grotescos,
¿quién no dirá que a esos críos
les iría bien la elébora?
Aunque es muy recto su cuerpo,
si, como afirma Pitágoras,
es árbol torcido el hombre.
Debajo de la estampa un velador cubierto con tapete verde sostiene una botella de agua tapada con un vaso y algunas obras esparcidas entre las que se destacan unos cuantos títulos:
Desde
Raskolniki
de Avvakoum hasta la insurrección de Stenka Razine. Contribuciones bibliográficas al estudio del reinado de Alexis I
, por Hubert Corneylius, Lille, Imprimerie des Tilleuls, 1954;
La Storia dei Romani
, de G. de Sanctis (tomo III);
Travels in Baltistân
, por P.O. Box, Bombay, 1894;
Cuando era yo
petit rat
78
.
Recuerdos de infancia y juventud
, por María Feodorovna Vychiskava, París 1948;
The Miner y los principios del Labour
, por Irwin Wall, separata de la revista
Les Annales
;
Beitrage zur feineres Anatomie des menschlichen Ruckenmarks
, de Goll, Gante, 1860;
Tres números de la revista
Rustica
;
Sobre la esquistosidad piramidal de los alabastros y los yesos
, por Otto Lidenbrock, profesor del Johannaeum de Hamburgo y conservador del Museo mineralógico de M. Struve, embajador de Rusia, sacado de los
Zeitschrift für Mineralogie und Kristallographie, vol. XII, Suppl. 147
;
y las
Memorias de un numismático
, por M. Florent Baillarger, antiguo secretario de Prefectura del Departamento de Alto Marne, Chalindrey, Librairie Le Sommelier, s. f.
Hélène Brodin murió en este cuarto, en mil novecientos cuarenta y siete. Había vivido en él, amedrentada y discreta, cerca de doce años. Tras su muerte, su sobrino François Gratiolet encontró una carta suya en la que contaba cómo había concluido su estancia en América.
En la tarde del once de septiembre de 1935, la fue a buscar la policía y la condujo a Jemima Creek para identificar el cadáver de su marido. Antoine Brodin, con el cráneo machacado, estaba tendido boca arriba, abierto de brazos, al fondo de una cantera cenagosa del suelo totalmente enlodado. Los policías le habían puesto un pañuelo verde en la cabeza. Le habían robado el pantalón y las botas, pero todavía llevaba la camisa de finas rayas grises que le había comprado Hélène pocos días antes en San Petersburgo.
Hélène no había visto nunca a los asesinos de Antoine; sólo había oído sus voces cuando, dos días antes, declararon tranquilamente a su marido que iban a volver para cargárselo. Pero no le costó nada identificarlos: eran los dos hermanos Ashby, Jeremiah y Ruben, acompañados como de costumbre por Nick Pertusano, un enano vicioso y cruel, que tenía la frente adornada con una mancha indeleble en forma de cruz color ceniza y era su alma pecadora y su víctima. Los Ashby, pese a sus dulces nombres bíblicos, eran unos golfos temidos en toda la región, que asaltaban los saloons y los
diner’s
, aquellos vagones acondicionados como restaurantes donde se podía comer por unos céntimos, y, desgraciadamente para Hélène, eran los sobrinos del sherif del condado. Aquel sherif no sólo no detuvo a los asesinos, sino que encargó a dos de sus ayudantes que escoltaran a Hélène hasta Mobile, tras desaconsejarle que volviera a poner los pies en la región. Hélène logró escabullirse de sus guardianes, fue hasta Tallahassee, la capital del Estado, y presentó una denuncia al gobernador. Aquella misma noche una piedra hizo añicos uno de los cristales de su cuarto de hotel. Llevaba atado un mensaje que encerraba amenazas de muerte.
Por orden del gobernador, el sherif tuvo que iniciar un simulacro de investigación; por prudencia recomendó a sus sobrinos que se alejasen algún tiempo. Los dos golfos y el enano se separaron. Lo supo Hélène y comprendió que aquélla era su única posibilidad de vengarse: tenía que actuar con rapidez y matarlos uno por uno sin que llegaran ni a darse cuenta de lo que sucedía.
El primero a quien mató fue el enano. Fue el más fácil. Supo que se había colocado de pinche en un vapor de aspas que remontaba el Mississippi y en el que todo el año actuaban varios jugadores profesionales. Uno de ellos aceptó ayudar a Hélène: ésta se disfrazó de muchacho, y él la hizo subir a bordo haciéndola pasar por su boy.
Durante la noche, cuando todos los que no dormían estaban enfrascados en interminables partidas de craps o de faraón, Hélène encontró sin dificultad el camino de las cocinas; el enano, medio borracho, dormitaba en una hamaca al lado de un fogón en el que se estaba cociendo un enorme guiso de cordero. Se acercó a él y, sin darle tiempo a reaccionar, lo agarró del cuello y de los tirantes y lo arrojó al perol gigante.
Abandonó el barco a la mañana siguiente, en Bâton Rouge, cuando aún no se había descubierto el crimen. Con el mismo disfraz de chico, siguió río abajo, esta vez en una armadía, verdadera ciudad flotante en la que vivían desahogadamente varias docenas de hombres. A uno de ellos, un titiritero de origen francés que se llamaba Paul Marchal, le contó su historia y él le ofreció su ayuda. En Nueva Orleans alquilaron un camión y empezaron a recorrer Luisiana y Florida. Se paraban en las gasolineras, las estaciones pequeñas, los bares de las carreteras. El iba cargado con una especie de equipo de hombre orquesta con bombo, bandoneón, armónica, triángulo, platillos y cascabeles; ella, oriental de cara velada, esbozaba una danza del vientre, antes de ofrecer a los espectadores sus dotes de echadora de cartas: extendía ante ellos tres hileras de tres naipes, cubría dos que juntos sumaban once puntos, así como las tres figuras: era un solitario que había aprendido de muy niña, el único que conocía y lo usaba para predecir las cosas más inverosímiles en una inextricable mezcla de idiomas.
Sólo tardaron diez días en hallar una pista. Una familia semínola que vivía a bordo de una balsa anclada en la orilla del lago Apopka les habló de un hombre que, desde hacía unos días, se albergaba en un gigantesco pozo abandonado, cerca de un lugar llamado Stone’s Hill, a unos treinta kilómetros de Tampa.
Era Ruben. Lo descubrieron cuando, sentado en una caja, intentaba abrir con los dientes una lata de conservas. Estaba tan obsesionado por el hambre que no los oyó llegar. Antes de matarlo de una bala en la nuca, Hélène lo obligó a revelar el escondite de Jeremiah. Ruben sólo sabía que, al ir a separarse, los tres habían discutido vagamente a qué sitio irían: el enano había dicho que le apetecía viajar. Ruben quería un sitio tranquilo; y Jeremiah había afirmado que lo mejor para emboscarse eran las poblaciones grandes.
Nick era un enano y Ruben un retrasado, pero Jeremiah le daba miedo a Hélène. Lo encontró casi fácilmente el tercer día, de pie ante el mostrador de un cafetucho cerca de Hialeah, el hipódromo de Miami; estaba hojeando un periódico hípico mientras masticaba mecánicamente una porción de breaded veal chops de quince centavos.
Lo estuvo siguiendo tres días. Vivía de expedientes miserables, vaciaba los bolsillos de los turistas y hacía de gancho para un local de juego mugriento, bautizado orgullosamente
The Oriental Saloon and Gambling House
, a ejemplo del famoso tugurio que Wyatt Earp y Doc Halliday habían regentado antaño en Tomnbstone, Arizona. Era un pajar cuyas paredes de tablas estaban literalmente forradas de arriba abajo con placas comerciales de metal esmaltado, publicitarias o electorales: QUALITY ECONOMY AMOCO MOTOR OIL, GROVE’S BROMOQUININE STOPS COLD, ZENO CHEWING-GUM, ARMOUR’S COVERBLOOM BUTTER, RINSO SOAKS CLOTHES WHITER, THALCO PINE DEODORANT, CLABBERGIRL BAKING POWDER, TOWER’S FISH BRAND, ARCADIA, GOODYEAR TIRES, QUAKER STATE, PENNZOIL SAFE LUBRICATION, 100% PURE PENNSYLVANIA, BASE-BALL TOURNAMENT, SELMA AMERICAN LEGION JRS VS. MOBILE, PETER’S SHOE’S, CHEW MAIL POUCH TOBACCO, BROTHER-IN-LAW BARBER SHOP, HAIRCUT 25 ¢, SILAS GREEN SHOW FROM NEW ORLEANS, DRINK COCA COLA DELICIOUS REFRESHING, POSTAL TELEGRAPH HERE, DID YOU KNOW? J.W. MCDONALD FURN’CO CAN FURNISH YOUR HOME COMPLETE, CONGOLEUM RUGS, GRUNO REFRIGERATORS, PETE JARMAN FOR CONGRESS, CAPUDINE LIQUID AND TABLETS, AMERICAN ETHYL GASOLINE, GRANGER ROUGH CUT MADE FOR PIPES, JOHN DEERE FARM IMPLEMENTS, FINDLAY’S, ETC.
El cuarto día, por la mañana, Hélène mandó llevar un sobre a Jeremiah. Contenía una fotografía de los dos hermanos —encontrada en la cartera de Ruben— y una notita en la que la mujer le informaba de lo que les había hecho al Enano y a Ruben y del destino que aguardaba a aquel hijo de puta si tenía cojones para ir a encontrarse con ella en el bungalow n.° 31 del Burbanks Motel.
Hélène estuvo esperando todo el día escondida en la ducha de un bungalow vecino. Sabía que Jeremiah había recibido su carta y que no soportaría la idea de que lo desafiara una mujer. Pero no bastaría esto para obligarle a responder a la provocación; haría falta además que estuviera seguro de ser más fuerte que ella.
Sobre las siete de la tarde supo que su instinto no la había engañado: Jeremiah, acompañado de cuatro malhechores armados, llegó a bordo de un bucketseat modelo T abollado y humeante. Con todas las precauciones usuales inspeccionaron los alrededores y cercaron el bungalow n.° 31.