La vida instrucciones de uso (67 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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El segundo plan consistió en proponer a los responsables locales, regionales o nacionales de las zonas en las que Marvel Houses International deseaba implantarse la creación de «parques culturales», de los que Marvel Houses sufragaría íntegramente los gastos de construcción a cambio de una concesión de ochenta años (los primeros cálculos previsivos habían demostrado que, en la mayoría de los casos, la operación quedaría amortizada en cinco años y tres meses y sería verdaderamente rentable durante los setenta y cinco años siguientes); estos «parques culturales» podrían ser creados íntegramente, englobar vestigios o construcciones conocidas, como en Ennis, en Irlanda, a pocos kilómetros del aeropuerto internacional de Shannon, donde las ruinas de una abadía del siglo XIII quedarían incluidas en el recinto del hotel, o integrarse en estructuras ya existentes, como el Delft, donde las Marvel Houses propusieron al ayuntamiento la restauración de todo un barrio antiguo de la ciudad, resucitando el viejo Delft, con alfareros, tejedores, pintores, cinceladores y herreros de arte instalados permanentemente, vestidos a la antigua y alumbrándose con velas.

El tercer escenario de las Marvel Houses International consistió en prever la rentabilización de las atracciones ofrecidas estudiando, al menos para Europa, donde los promotores habían concentrado el cincuenta por ciento de sus proyectos, sus posibilidades de rotación; pero esta idea, que en un principio sólo se refería al personal (bailarinas de Bali, apaches del Bal-à-Jo, camareras tirolesas, toreros, aficionados a las corridas, monitores de deportes, encantadores de serpientes, antipodistas, etc.), no tardó en aplicarse al equipamiento y dio lugar a lo que sin duda constituyó la verdadera originalidad de toda la empresa: la pura y simple negación del espacio.

En efecto, comparando presupuestos de equipamiento y presupuestos de funcionamiento, se demostró muy pronto que resultaría más caro construir veinticuatro ejemplares de pirámides, fondos submarinos, montañas, castillos, cañones, grutas rupestres, etc., que transportar gratuitamente a un cliente deseoso de esquiar un quince de agosto, mientras se hallaba en Halle, o de cazar tigres, estando en pleno centro de España.

Así nació la idea de un contrato standard; a partir de una estancia igual o superior a cuatro días de veinticuatro horas, cada pernoctación podría hacerse, sin suplemento de precio, en un hotel distinto de la cadena. A todo recién llegado le sería entregada una especie de calendario que le daría opción a unos setecientos cincuenta acontecimientos turísticos y culturales, contando cada uno de ellos por un número determinado de horas, y se le permitiría escoger los que quisiera dentro de los límites del tiempo que se propusiese pasar en las Marvel Houses; la dirección se comprometía a cubrir, sin suplemento de precio, el ochenta por ciento de sus desiderata. Si, para poner un ejemplo simplificado, un cliente que llegara a Safad indicase globalmente cosas como: esquí, baños ferruginosos, visita a la casba de Ouarzazate, degustación de quesos y vinos suizos, torneo de canasta, visita al museo del Ermitage, cena alsaciana, visita al palacio de Champs-sur-Marne, concierto por la orquesta filarmónica de Des Moines bajo la dirección de Lazslo Birnbaum, visita a las grutas de Bétharram («
¡travesía completa de una montaña mágicamente iluminada por 4.500 lámparas eléctricas! ¡La riqueza en estalactitas y la variedad maravillosa de los decorados se amenizan con un paseo en góndola que recuerda el aspecto irreal de Venecia la Bella! ¡Todo cuanto la Naturaleza ha hecho de Único en el Mundo
!»), etc., la dirección, después de ponerse en relación con el ordenador gigante de la compañía, prevería inmediatamente un viaje a Coire (Suiza) donde tendrían lugar las sesiones de esquí en glaciar, la degustación de quesos y vinos suizos (vinos de la Valtelina), los baños ferruginosos y el torneo de canasta, y otro viaje de Coire a Vence, para la visita a las Grutas Reconstruidas de Bétharram («
travesía completa de una montaña mágicamente iluminada, etc
.»). En Safad mismo podrían colocarse la cena alsaciana y las visitas al museo y al palacio, realizadas mediante conferencias audiovisuales que permitirían que el viajero, confortablemente arrellanado en un sillón-club, descubriera, inteligentemente presentadas y detalladas, las maravillas artísticas de todos los tiempos y todos los países. En cambio, la Dirección no se encargaría del traslado a Artesia, donde se alzaba una réplica fabulosa de la casba de Ouarzazate, y a Orlando-Disneyworld, donde había sido contratada para toda la temporada la orquesta filarmónica de Des Moines, salvo si el cliente se comprometía a quedarse una semana suplementaria, y sugeriría, como posible sustitución, la visita a las sinagogas auténticas de Safad (en Safad), una velada con la orquesta de cámara de Bregenz bajo la dirección de Hal Montgomery con Virginia Fredericksburg como solista (Corelli, Vivaldi, Gabriel Pierné) (en Vence), o una conferencia del profesor Strossi, de la Universidad de Clermont-Ferrand, sobre
Marshall McLuhan y la tercera revolución copernicana
(en Coire).

Ni que decir tiene que los directivos de Marvel Houses harían siempre lo imposible por dotar a cada uno de sus veinticuatro parques de todo el equipamiento prometido. En caso de imposibilidad mayor, agruparían en un solo lugar tal o cual atracción que sería más cómodo sustituir en otra parte con una imitación de calidad: así, por ejemplo, no habría más que una gruta de Bétharram y en otro sitio grutas como Lascaux o Les Eyzies, ciertamente menos espectaculares, pero igualmente llenas de enseñanzas y emoción. Pero, sobre todo, esta política de flexibilidad y adaptación haría posibles proyectos de una ambición sin límites y, a finales de 1971, arquitectos y urbanistas habían realizado ya, al menos sobre el papel, verdaderos milagros: traslado piedra por piedra y reconstrucción en Mozambique del monasterio de Santa Petronia de Oxford, reproducción del palacio de Chambord en Osaka, de la medina de Ouarzazate en Artesia, de las Siete Maravillas del Mundo (maquetas escala 1:15) en Pemba, del London Bridge en el lago Trout y del palacio de Darío en Persépolis en Huixtla (México), donde se resucitaría hasta en los más ínfimos detalles toda la magnificencia de la corte de los reyes de Persia, su número exacto de esclavos, de carros, de caballos y de palacios, la belleza de sus favoritas, el lujo de sus conciertos. Habría sido un error pretender copiar aquellas obras maestras, pues saltaba a la vista que la originalidad del sistema derivaba de la singularidad geográfica de aquellas maravillas, unida a su goce inmediato, del que podría disponer todo cliente acaudalado.

Los estudios de motivaciones y de mercado barrieron las dudas y reticencias de los socios capitalistas demostrando de modo irrefutable que existía una clientela potencial tan importante que cabía razonablemente esperar amortizar la operación, no en cinco años y tres meses como habían revelado los primeros cálculos, sino en sólo cuatro años y ocho meses. Afluyeron los capitales y a principios del año 1972 el proyecto se hizo operativo y se iniciaron las obras de dos complejos pilotos, Trout y Pemba.

Para cumplir con las leyes portorriqueñas, Marvel Houses International debía dedicar un 1 % de su presupuesto global a la adquisición de obras de arte contemporáneas: en la mayoría de los casos, dentro del mundo de la hotelería, estas obligaciones se suelen resolver colocando en cada cuarto un dibujo en tinta china realzada con acuarela que representa Sables-d’Or-les-Pins o Saint Jean-de-Monts, o poniendo una escultura pobretonamente monumental frente a la gran portalada del hotel. Pero para las Marvel Houses International era imprescindible inventar soluciones más originales y, tras haber apuntado tres o cuatro ideas —construcción de un museo internacional de arte contemporáneo en uno de los complejos hoteleros, compra o encargo de veinticuatro obras importantes a los veinticuatro mejores artistas vivos, creación de una Marvel Houses Foundation que concediera becas a jóvenes creadores, etc.—, los dirigentes de Marvel Houses se desentendieron de aquel problema, secundario para ellos, confiándoselo a un crítico de arte.

Su elección recayó en Charles-Albert Beyssandre, crítico suizo de lengua francesa, que publicaba regularmente sus crónicas en la
Feuille d’Avis de Fribourg
y en la
Gazette de Genève
, y corresponsal en Zurich de media docena de periódicos y revistas francesas, belgas e italianas. El presidente-director general de International Hostellerie —y por lo tanto de Marvel Houses International— era uno de sus lectores fieles y varias veces lo había consultado provechosamente para sus inversiones artísticas.

Convocado por el consejo de administración de las Marvel Houses y puesto al corriente de su problema, Charles-Albert Beyssandre pudo convencer sin dificultad a los promotores de que la solución más adecuada a su política de prestigio debía consistir en reunir un número muy pequeño de obras mayores: no un museo, no un revoltijo, aún menos un cromito a la cabecera de cada cama, sino un puñado de obras maestras celosamente conservadas en un lugar único que los entendidos del mundo entero anhelarían contemplar al menos una vez en su vida. Entusiasmados con tales perspectivas, los directivos de Marvel Houses dieron a Charles-Albert Beyssandre el encargo de reunir en los siguientes cinco años aquellas piezas únicas.

Beyssandre se encontró, pues, al frente de un presupuesto ficticio —los pagos definitivos, incluida su propia comisión del tres por ciento, no debían hacerse efectivos hasta 1976—, pero, con todo, colosal: más de cinco millones de francos viejos, algo con que poder comprar los tres cuadros más caros del mundo o, según los cálculos que le dio por hacer los primeros días, con que adquirir unos cincuenta Klee, o casi todos los Morandi, o casi todos los Bacon, o prácticamente todos los Magritte, y quizá quinientos Dubuffet, veinte al menos de los mejores Picasso, un centenar de Staël, casi toda la producción de Frank Stella, casi todos los Kline y casi todos los Klein, todos los Mark Rothko de la colección Rockefeller con, a modo de prima, todos los Huffing de la Donación Fitchwinder y todos los Hutting de su período brumoso que Beyssandre, por cierto, no apreciaba sino medianamente.

La exaltación algo pueril que provocaron aquellos cálculos cesó pronto y Beyssandre no tardó en descubrir que su labor iba a ser mucho más difícil de lo que creía.

Beyssandre era un hombre sincero, amigo de la pintura y de los pintores, atento, escrupuloso y abierto, y feliz cuando, después de pasar varias horas en un estudio o en una galería, lograba dejarse invadir silenciosamente por la presencia inalterable de un cuadro, por su existencia tenue y serena, por su evidencia compacta que se imponía poco a poco convirtiéndose en algo vivo, algo pleno, algo que estaba ahí, simple y complejo, signos de una historia, de un trabajo, de un saber, trazados por fin más allá de su progresar difícil, tortuoso y hasta tal vez torturado. La tarea que los directivos de las Marvel Houses le habían confiado era mercantil, qué duda cabe, pero al menos le permitiría, cuando pasase revista al arte de nuestro tiempo, multiplicar aquellos «momentos mágicos» —la expresión era de su colega parisino Esberi— y la emprendió casi con entusiasmo.

Pero las noticias corren pronto en el mundo del arte y se deforman fácilmente; pronto supo todo el mundo que Charles-Albert Beyssandre se había hecho agente de un extraordinario mecenas que le había encargado reunir la colección particular más rica de pintores vivos.

A las pocas semanas se dio cuenta de que disponía de un poder mayor aún que su crédito. Ante la sola idea de que, eventualmente, pudiera, en un futuro indeterminado, pensar en la adquisición de tal o cual obra por cuenta de su riquísimo cliente, los galeristas perdieron el juicio y los talentos menos confirmados se encumbraron de la noche a la mañana al rango de Cézannes o de Murillos. Como en la historia de aquel hombre que tiene por toda riqueza un billete de cien mil libras esterlinas y que, durante todo un mes, consigue vivir de él sin tocarlo, la simple presencia o ausencia del crítico en una manifestación artística empezó a tener consecuencias fulminantes. En cuanto llegaba a una subasta arreciaban las pujas y, si se iba, después de dar sólo una rápida vuelta por la sala, las cotizaciones se frenaban, bajaban, se hundían. Por lo que hace a sus crónicas, se convirtieron en verdaderos acontecimientos que los inversores esperaban con ansia febril. Si hablaba de la primera exposición de un pintor, éste lo vendía todo en un solo día, y si no decía nada de la retrospectiva de un maestro reconocido, los coleccionistas le hacían de pronto ascos, vendían con pérdidas lo que tenían de él o descolgaban de su salón los cuadros desdeñados, para ocultarlos en las cajas fuertes, en espera de que volvieran a recobrar el favor perdido.

Muy pronto se empezaron a ejercer presiones sobre él. Lo inundaban de champán y foie gras; enviaban chóferes de librea a buscarlo al volante de limusinas negras; después algunos marchantes empezaron a hablarle de porcentajes; algunos arquitectos de renombre quisieron construirle su casa y varios decoradores de moda se ofrecieron para acondicionársela.

Durante varias semanas se empeñó en seguir publicando sus crónicas, convencido de que los pánicos y los entusiasmos que provocaban irían atenuándose poco a poco. Después intentó usar distintos seudónimos —B. Drapier, Diedrich Knickerbocker, Fred Dannay, M.B. Lee, Sylvander, Ehrich Weiss, Guillaume Porter, etc.— pero casi fue peor, pues los marchantes creyeron reconocerlo entonces bajo cualquier firma inhabitual; y siguieron sacudiendo el comercio artístico inexplicables cataclismos mucho tiempo después de que Beyssandre hubiera dejado totalmente de escribir, tras anunciarlo en una página entera de todos los periódicos en los que había colaborado.

Los meses siguientes fueron para él los más difíciles: tuvo que abstenerse de asistir a subastas y a inauguraciones; tomaba toda clase de precauciones para visitar las salas de exposiciones, pero cada vez que se descubría su incógnito, las repercusiones eran desastrosas y acabó por renunciar a toda manifestación pública; ya no iba más que a los estudios de los artistas; pedía a los pintores que le enseñasen las que consideraban sus cinco mejores obras y que lo dejasen solo frente a ellas al menos una hora.

Al cabo de dos años había visitado más de dos mil estudios repartidos en noventa y una ciudades y veintitrés países. Ahora el problema para él estaba en leer sus propias notas y llevar a cabo su elección: en el chalet de los Grisones que uno de los directores de International Hostellerie ponía amablemente a su disposición estuvo reflexionando sobre la extraña tarea que se le había confiado y las curiosas consecuencias que se habían derivado de ella. Y fue más o menos por aquella época, mientras, frente a los paisajes de glaciares y sin más compañía que la de las vacas de pesadas esquilas, se preguntaba por la significación del arte, cuando tuvo noticia de la aventura de Bartlebooth.

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