La vieja guardia (2 page)

Read La vieja guardia Online

Authors: John Scalzi

BOOK: La vieja guardia
5.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Voy a leerle cada uno de estos párrafos —dijo ella—. Al final de cada uno, si comprende y acepta lo que se le haya leído, por favor firme y feche en la línea que sigue inmediatamente al párrafo. Si tiene alguna pregunta, por favor hágala después de la lectura del párrafo. Si no comprende o no acepta lo que se le haya leído y explicado, no firme. ¿Comprende?

—Comprendo.

—Muy bien. Párrafo uno: «El abajo firmante reconoce y comprende que libremente, por propia voluntad y sin ningún tipo de coacción se ofrece voluntario para enrolarse en las Fuerzas de Defensa Coloniales durante un tiempo de servicio no inferior a dos años. Adicionalmente, comprende también que el término de servicio puede ser ampliado de manera unilateral por las Fuerzas de Defensa Coloniales hasta ocho años más en tiempos de guerra y dificultad.»

Esta cláusula de extensión de «diez años en total» no era nueva para mí (había leído la información que me enviaron, una o dos veces), aunque me preguntaba cuánta gente la pasaba por alto, y de aquellos que no la leían, cuántos pensaban que iban a pasarse diez años en el servicio. Me daba la impresión de que las FDC no pedirían esos diez años si no lo consideraran necesario. Debido a las Leyes de Cuarentena no sabemos mucho de las guerras coloniales, pero lo que oímos es suficiente para saber que el universo no vive precisamente tiempos de paz.

Firmé.

—Párrafo dos: «Comprende que, al ofrecerse voluntario para enrolarse en las Fuerzas de Defensa Coloniales, accede a portar armas y usarlas contra los enemigos de la Unión Colonial, que pueden ser otras fuerzas humanas. Durante el tiempo de su servicio no podrá negarse a portar y usar armas según se le ordene, ni poner objeciones religiosas o morales a esas acciones para evitar entrar en combate.»

¿Cuánta gente se presenta voluntaria para el ejército y luego se declara objetor de conciencia? Firmé.

—Párrafo tres: «Comprende y acata que cumplirá fielmente y a la velocidad debida las órdenes y directrices impartidas por sus oficiales superiores, tal como estipula el Código Uniforme de Conducta de las Fuerzas de Defensa Coloniales.»

Firmé.

—Párrafo cuatro: «Comprende que, al ofrecerse voluntario para las Fuerzas de Defensa Coloniales, da su consentimiento a cualquier régimen o procedimiento médico, quirúrgico o terapéutico que sea considerado necesario por las Fuerzas de Defensa Coloniales para ampliar su capacidad para el combate.»

Ahí estaba el porqué de que yo e incontables vejestorios de setenta y cinco años nos alistásemos cada año.

Una vez le dije a mi abuelo que, para cuando yo tuviera su edad, ya habrían descubierto un modo de extender drásticamente el lapso de vida humano. Él se rió de mí y me dijo que eso era lo que él había creído también y sin embargo, allí estaba, hecho un vejestorio. Y ahí estaba yo también. El problema de envejecer no es que cuando no es una maldita cosa sea otra… sino que son todas las malditas cosas a la vez, todo el tiempo.

No se puede detener el envejecimiento. Las terapias genéticas, la sustitución de órganos y la cirugía plástica libran una buena batalla, pero la vejez te alcanza de todas formas. Consigues un pulmón nuevo y a tu corazón se le fastidia una válvula. Consigues un corazón nuevo, y el hígado se te hincha como una piscina hinchable. Te cambias el hígado y una embolia te provoca un jamacuco. Ése es el as en la manga de la edad: todavía no pueden sustituir los cerebros.

El promedio de vida alcanzó los noventa años hace tiempo, y ahí nos quedamos. Cuando creíamos que íbamos a seguir avanzando hasta alcanzar edades bíblicas, parece que Dios levantó el pie del acelerador. La gente puede vivir más tiempo, y de hecho lo hace, pero vive esos años de más como un anciano. Respecto a eso no ha cambiado gran cosa.

Juzguen por ustedes mismos. Cuando se tienen por ejemplo veinticinco, treinta y cinco, cuarenta y cinco o incluso cincuenta y cinco años, todavía se siente uno capaz de enfrentarse al mundo. En cuanto se cumplen sesenta y cinco y el cuerpo empieza a recorrer la cuesta abajo de la ruina física, esos misteriosos «regímenes y procedimientos médicos, quirúrgicos y terapéuticos» empiezan a parecer interesantes. A los setenta y cinco, los amigos han muerto y ya hemos sustituido al menos un órgano importante; tenemos que orinar cuatro veces durante la noche y no somos capaces de subir una escalera sin acabar exhaustos… y encima tenemos que escuchar que estamos en buena forma para nuestra edad.

Cambiar eso por una década de vida nueva en una zona de combate en ese momento te empieza a parecer un chollo. Sobre todo porque, si no lo haces, al cabo de diez años más ya tendrás ochenta y cinco y no habrá ninguna diferencia entre una pasa y tú: los dos estaréis arrugados y sin próstata, la pasa nunca tuvo próstata.

¿Cómo consiguen las FDC invertir el transcurso de la edad? Nadie lo sabe aquí abajo. Los científicos terrestres no pueden explicar cómo lo hacen y no pueden copiar sus éxitos, aunque no por falta de intentos. El ámbito de actuación de las FDC no está en los planetas, así que no se le puede preguntar a ningún veterano, y, por otra parte, las FDC sólo reclutan en los planetas, de modo que, aunque pudieras preguntarles, los colonos tampoco lo saben. Las terapias que las FDC llevan a cabo tienen lugar en el espacio, en las zonas de autoridad de las propias FDC, lejos de las miradas de los gobiernos globales y nacionales. Así que nada de ayuda por parte del Tío Sam ni de nadie más.

De vez en cuando, un primer ministro, un presidente o un dictador decide prohibir el sistema de reclutamiento de las FDC hasta que revelen sus secretos. Las FDC nunca discuten: recogen sus bártulos y se largan. Luego, todos los ancianos de setenta y cinco años de ese país se toman unas largas vacaciones internacionales de las cuales no regresan nunca. Las FDC no ofrecen ninguna explicación, ningún argumento, ninguna pista. Para averiguar cómo logran que la gente vuelva a ser joven, hay que apuntarse.

Firmé.

—Párrafo cinco: «Comprende que al ofrecerse voluntario a las Fuerzas de Defensa Coloniales pone fin a su ciudadanía en su entidad política nacional, en este caso los Estados Unidos de América, y también en la Franquicia Residencial que le permite residir en el planeta Tierra. Comprende que su nacionalidad será transferida a la Unión Colonial y específicamente a las Fuerzas de Defensa Coloniales. Reconoce y comprende que al poner fin a su ciudadanía local y su Franquicia Residencial planetaria, tiene prohibido el regreso a la Tierra y, al término de su servicio en las Fuerzas de Defensa Coloniales, será trasladado a la colonia que designen la Unión Colonial y/o las Fuerzas de Defensa Coloniales.»

O lo que es lo mismo: no se puede volver a casa. Esto forma parte de las Leyes de Cuarentena, que fueron impuestas por la Unión Colonial y las FDC para, oficialmente al menos, proteger la Tierra de desastres xenobiológicos como la Esterilidad. La gente de la Tierra lo sufrió en su momento. Es curioso lo aislado que se vuelve un planeta cuando un tercio de su población masculina pierde de modo permanente su fertilidad en el espacio de un año. La gente está menos obsesionada ahora: se han aburrido de la Tierra y quieren ver el resto del universo, por lo que se han olvidado por completo del Gran Tío Walt sin hijos. Pero la UC y las FDC son las únicas que tienen astronaves con los impulsores de salto que hacen posible el viaje interestelar. Así que en ésas estamos.

(Esto hace que el acuerdo para colonizar lo que la UC diga que hay que colonizar sea un poco absurdo: como ellos son los únicos que tienen naves, vas adonde te llevan. No te van a dejar la nave…)

Un efecto secundario de las Leyes de Cuarentena y del monopolio de la impulsión de salto es que las comunicaciones entre la Tierra y las Colonias (y entre las colonias mismas) son imposibles. La única manera de recibir una respuesta a tiempo de una colonia es meter un mensaje en una nave con impulsión de salto; las FDC transmiten a regañadientes los mensajes y datos de los gobiernos planetarios de esta forma, pero todo lo demás se encomienda a la suerte. Puedes plantar una parabólica y esperar que te lleguen señales de las colonias, pero Alfa, la colonia más cercana a la Tierra, está a ochenta y tres años luz de distancia. Esto hace que el chismorreo interplanetario resulte difícil.

Nunca lo he preguntado, pero imagino que éste es el párrafo que hace que la mayoría de la gente se eche para atrás. Una cosa es querer volver a ser joven, otra muy distinta darle la espalda a todo lo que has conocido, a todos los que has amado o tratado, a todas las experiencias que has vivido en siete décadas y media. Es dificilísimo decirle adiós a toda tu vida.

Firmé.

—Párrafo seis… párrafo final —dijo la reclutadora—. «Acepta y comprende que a las setenta y dos horas de la firma final de este documento, o a su traslado fuera de la Tierra por las Fuerzas de Defensa Coloniales, lo que suceda primero, se le considerará a todos los efectos muerto ante la ley en todas las entidades políticas relevantes, en este caso el estado de Ohio y los Estados Unidos de América. Todas sus propiedades y bienes serán tratados según indica la ley. Todas las obligaciones o responsabilidades que por ley terminan con la muerte acabarán también. Todos los registros legales previos, sean meritorios o vejatorios, serán por tanto anulados y todas las deudas zanjadas según la ley. Acepta y comprende que, si aún no se ha encargado de la distribución de sus bienes, las Fuerzas de Defensa Coloniales, a petición suya le proporcionarán asesoramiento legal y financiero para hacerlo en las próximas setenta y dos horas.»

Firmé. Ahora tenía setenta y dos horas para vivir. Por así decirlo.

—¿Qué pasa si no abandono el planeta dentro de setenta y dos horas? —pregunté, mientras le entregaba el papel a la reclutadora.

—Nada —dijo ella, aceptando el impreso—. Excepto que, como estará legalmente muerto, todas sus pertenencias se dividirán según su testamento, sus seguros de vida y salud serán cancelados o reintegrados a sus herederos y no tendrá ningún derecho legal que le ampare ante la ley en ningún caso, desde la calumnia al asesinato.

—¿Así que alguien podría venir y matarme y eso no tendría ninguna repercusión legal?

—Bueno, no. Si alguien le asesina mientras está legalmente muerto, creo que aquí, en Ohio, podría ser juzgado por «molestar a un cadáver».

—Fascinante.

—Sin embargo —continuó ella, con un tono despreocupado de lo más inquietante— en general la cosa no llega tan lejos. Entre ahora y el final de esas setenta y dos horas puede cambiar de opinión respecto a enrolarse. Sólo tiene que llamarme. Si no estoy aquí, un contestador automático tomará su nombre. Cuando hayamos verificado que es realmente usted quien solicita la cancelación del reclutamiento, quedara liberado de cualquier obligación. Recuerde, sin embargo, que esa cancelación le impedirá de modo permanente cualquier reclutamiento futuro. Sólo es posible enrolarse una vez.

—Entendido —dije—. ¿Necesita que jure?

—No. Sólo debo procesar este informe y darle su billete.

Se volvió hacia el ordenador, tecleó unos minutos y luego pulsó ENTER.

—El ordenador está generando ahora su billete —dijo—. Será sólo un momento.

—De acuerdo. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Estoy casada.

—No era eso lo que iba a preguntarle —dije—. ¿De verdad la gente le hace proposiciones?

—Constantemente. Es muy molesto.

—Lo lamento —dije. Ella asintió—. Lo que iba a preguntarle es si ha conocido a alguien de las FDC.

—¿Quiere decir aparte de los que se alistan? No. Las FDC tienen una corporación aquí abajo que se encarga del reclutamiento, pero ninguno de nosotros pertenece realmente a ellas. No creo que ni siquiera lo sean los altos ejecutivos. Recibimos toda nuestra información y materiales del personal de la embajada de la Unión Colonial, no de las FDC directamente. No creo que ellos vengan a la Tierra.

—¿Le molesta trabajar para una organización a la que no ha visto nunca?

—No. El trabajo está bien y la paga es sorprendentemente buena, considerando el poco dinero que han invertido en decorar esto. De todas formas, usted va a unirse a una organización que tampoco ha visto nunca. ¿No le molesta?

—No —admití—. Soy viejo, mi esposa está muerta y no tengo muchos motivos para quedarme aquí. ¿Va a enrolarse usted cuando le llegue la hora?

Ella se encogió de hombros.

—No me importa envejecer.

—A mí tampoco me importaba cuando era joven. Es ser viejo ahora lo que me molesta.

La impresora zumbó suavemente y expulsó un objeto parecido a una tarjeta de visita. Ella lo cogió y me lo tendió.

—Éste es su billete —me dijo—. Le identifica como John Perry, recluta de las FDC. No lo pierda. Su lanzadera despega de ahí delante dentro de tres días para llevarlo al aeropuerto de Dayton. Sale a las ocho de la mañana; le sugerimos que llegue temprano. Se le permitirá sólo una bolsa de mano, así que elija con cuidado las cosas que desea llevarse.

»De Dayton, tomará el vuelo de las once a Chicago y luego el delta de las dos a Nairobi. Hay nueve horas de diferencia con Nairobi, así que llegará a eso de la medianoche, hora local. Le recibirá un representante de las FDC y se le dará la opción de tomar el transbordador de las dos de la madrugada hasta la Estación Colonial o descansar un poco y viajar en el de las nueve de la mañana. A partir de ese momento, estará en manos de las FDC.

Cogí el billete.

—¿Qué hago si alguno de esos vuelos llega tarde o se retrasa?

—Ninguno de esos vuelos ha experimentado un solo retraso en los cinco años que llevo trabajando aquí.

—Guau. Apuesto a que los trenes de la FDC tampoco tienen retrasos.

Ella me miró sin mostrar ningún interés.

—¿Sabe? —dije—. Desde que entré aquí, he estado intentando bromear con usted.

—Lo sé —contestó ella—. Lo siento. Cuando era niña, me extirparon quirúrgicamente el sentido del humor.

—Oh.

—Es broma —dijo, y se levantó, extendiendo la mano.

—Oh —me levanté y la estreché.

—Enhorabuena, recluta. Buena suerte ahí fuera en las estrellas. Lo digo en serio —añadió.

—Gracias —contesté—. Se lo agradezco.

Ella asintió, volvió a sentarse, y dirigió la mirada hacia el ordenador. Ya podía retirarme.

Al salir vi a una mujer mayor cruzar el aparcamiento en dirección a la oficina de reclutamiento. Me acerqué a ella.

Other books

The Space Between by Scott J Robinson
A Dance of Cloaks by David Dalglish
Foreign Correspondence by Geraldine Brooks
Boston Avant-Garde 4: Encore by Kaitlin Maitland