Todo el mundo sabía que conducía como un perro drogado.
Montalbano buscó un pretexto para evitar que subiera enseguida a fastidiar a Pasquano.
—Señor juez, quiero contarle una historia muy curiosa.
Y le contó una parte de lo que le había ocurrido la víspera, le indicó el efecto del golpe en el Twingo, le enseñó lo que quedaba de la nota del limpiaparabrisas y le explicó de qué manera había empezado a sospechar algo. La llamada anónima a la Jefatura de Montelusa había sido la guinda del postre.
—¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó el juez Tommaseo sin desconcertarse demasiado.
En cuanto vio el cuerpo desnudo de la mujer asesinada, el juez se quedó petrificado. El doctor Pasquano había conseguido ladear la cabeza de la mujer y ahora se le veía el rostro, oculto hasta aquel momento. Los ojos estaban inverosímilmente abiertos y expresaban un dolor y un horror insoportables. De la boca le había salido un hilillo de sangre; se debía de haber mordido la lengua en medio de los espasmos de la asfixia.
El doctor Pasquano se anticipó a la pregunta que tanto aborrecía.
—Murió seguramente durante la noche entre el miércoles y el jueves. Podré ser más exacto después de la autopsia.
—¿Y cómo murió? —preguntó Tommaseo.
—¿No lo ve? El asesino la colocó boca abajo contra el colchón y la mantuvo en esa posición hasta causarle la muerte.
—Debía de tener una fuerza excepcional.
—No necesariamente.
—¿Cree que tuvo relaciones antes o después?
Algo en el tono de voz del juez indujo al comisario a levantar los ojos hacia él. Estaba enteramente bañado en sudor.
—Es posible que también la hayan sodomizado —insistió el juez con un extraño brillo en los ojos.
Fue como un relámpago. Estaba claro que el doctor Tommaseo debía de ser secretamente aficionado a aquel tipo de cosas. Le vino a la mente una frase de Manzoni que había leído en algún sitio acerca del otro y más célebre Nicolò Tommaseo: «Este Tommaseo tiene un pie en la sacristía y el otro en el burdel».
Debía de ser un vicio de la familia.
—Se lo haré saber. Buenos días —contestó el doctor Pasquano, despidiéndose rápidamente para evitar otras preguntas.
—En mi opinión, se trata del delito de un desequilibrado que sorprendió a la señora cuando estaba a punto de acostarse —dijo firmemente el doctor Tommaseo sin apartar los ojos de la muerta.
—Recuerde, señor juez, que no hubo violación de morada. Es bastante insólito que una mujer desnuda le abra la puerta de su casa a un desequilibrado y lo reciba en su dormitorio.
—¡Qué razonamiento! A lo mejor, se dio cuenta de que aquel hombre era un desequilibrado sólo cuando... ¿Me explico?
—Yo me inclino más bien por un delito pasional —dijo Montalbano, que estaba empezando a divertirse.
—¿Y por qué no? ¿Y por qué no? —dijo Tommaseo, rascándose la barba mientras mordía el anzuelo—. Tengamos en cuenta que la llamada anónima la hizo una mujer. La mujer traicionada. Por cierto, ¿ya sabe cómo ponerse en contacto con el marido de la víctima?
—Sí, el sargento Fazio ya tiene el número de teléfono —contestó el comisario con el corazón encogido por la angustia. Aborrecía dar malas noticias.
—Que me lo faciliten. Yo me encargaré de hablar con él —dijo el juez.
A Nicolò Tommaseo todo aquello le encantaba. Era todo un cuervo.
—¿Nos la podemos llevar? —preguntaron los de la ambulancia, entrando en la habitación.
Transcurrió otra hora antes que los de la Científica terminaran su trabajo y se fueran.
—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Gallo como si se hubiera quedado atascado en aquella pregunta.
—Cierra la puerta y regresamos a Vigàta. Me muero de hambre —dijo el comisario.
La mucama Adelina le había dejado en la heladera una auténtica exquisitez: una salsa rosada, hecha con huevas de langosta y erizos de mar, para condimentar los espaguetis. Montalbano puso agua a calentar y, mientras esperaba, llamó a su amigo Nicolò Zito, periodista de Retelibera, una de las dos emisoras privadas de televisión con sede en Montelusa. La otra, Televigata, de cuyo telediario era responsable el cuñado de Galluzzo, era de tendencias filogubernamentales, cualquiera que fuera el gobierno. De tal manera que, con el gobierno que tenían en aquel momento y dado que Retelibera se inclinaba desde siempre hacia la izquierda, las dos emisoras locales habrían parecido tediosamente iguales de no haber sido por la lúcida e irónica inteligencia del rojo, de cabello y de ideas, Nicolò Zito.
—¿Nicolò? Soy Montalbano. Se ha cometido un homicidio, pero...
—... no tengo que decir que me has avisado tú.
—Una llamada anónima. Una voz femenina ha llamado esta mañana a la Jefatura de Montelusa, diciendo que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un homicidio. Era cierto, una bella joven, desnuda.
—¡Mierda!
—Se llamaba Michela Licalzi.
—¿Tienes alguna foto?
—No. El asesino se ha llevado el bolso y la ropa.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé.
—Pero entonces, ¿cómo saben que se trata de Michela Licalzi? ¿Alguien la ha identificado?
—No. Estamos tratando de localizar al marido, que vive en Bolonia.
Zito le pidió otros detalles y él se los facilitó.
Cuando el agua empezó a hervir, echó la pasta. Sonó el teléfono y dudó un instante, sin saber si contestar o no. Temía que fuera una llamada larga que no pudiera cortar fácilmente, poniendo en peligro el punto justo de cocción de la pasta. Habría sido una catástrofe desperdiciar la salsa rosa con un plato de pasta demasiado cocida. Decidió no contestar. Es más, para impedir que los timbrazos turbaran la serenidad de espíritu indispensable para saborear a fondo la salsita, desenchufó el aparato.
Una hora después, satisfecho de sí mismo y disponible para el asalto del mundo, volvió a enchufar el teléfono. Tuvo que atenderlo de inmediato.
—¡Hola!
—Oiga,
dottori,
¿es usted personalmente?
—Personalmente, Catarè. ¿Qué ocurre?
—Ocurre que llamó el juez Tolomeo.
—Tommaseo, Catarè, pero no importa. ¿Qué quería?
—Hablar personalmente con usted personalmente. Ha llamado por lo menos cuatro veces. Dice que le telefonee personalmente.
—De acuerdo.
—Ah,
dottori,
tengo que comunicarle una cosa de extrema importancia. Me llamó de la Jefatura de Montelusa un comisario que se llama Tontona.
—Tortona.
—Como se llame. Ése. Dice que tengo que asistir a un concurso de informaticia. ¿Usted qué dice?
—Me alegro mucho, Catarè. Si asistes a este curso, te especializarás. Eres el hombre indicado para la informaticia.
—Gracias,
dottori.
—¿El doctor Tommaseo? Soy Montalbano.
—Comisario, lo he estado buscando sin descanso.
—Disculpe, estaba muy ocupado. ¿Recuerda la investigación sobre el cadáver que se descubrió en el agua hace una semana? Creo que se lo comuniqué debidamente.
—¿Ha habido alguna novedad?
—No, ninguna en absoluto.
Montalbano percibió el perplejo silencio del otro; el diálogo recién terminado no tenía el menor sentido. Tal como había previsto, el juez no insistió en el tema.
—Quería decirle que he localizado en Bolonia al marido doctor Licalzi y le he comunicado con el mayor tacto posible la terrible noticia.
—¿Cómo ha reaccionado?
—Pues, qué quiere que le diga. De una manera muy rara. Ni siquiera me ha preguntado cómo murió su mujer, que, en el fondo, era muy joven. Debe de ser un hombre muy frío, casi no se ha inmutado.
El doctor Licalzi le había jodido la diversión al cuervo de Tommaseo y la decepción del juez por no haber podido disfrutar, aunque sólo fuera a través del teléfono, de una preciosa escena de gritos y llanto, resultaba palpable.
—De todos modos, me ha dicho que hoy no se podría mover del hospital. Tenía que llevar a cabo unas intervenciones y su sustituto estaba enfermo. Mañana por la mañana a las siete y cinco tomará el vuelo de Palermo. Supongo por tanto que estará en su despacho hacia el mediodía. Era eso lo que quería comunicarle.
—Muchas gracias, señor juez.
Mientras lo conducía al despacho en el vehículo de servicio, Gallo le informó que, por decisión de Fazio, Germanà había ido a recoger el Twingo accidentado y lo había dejado en el garaje de la comisaría.
—Han hecho muy bien.
La primera persona que entró en su despacho fue Mimì Augello.
—No vengo a hablarte de trabajo. Pasado mañana, es decir, el domingo por la mañana temprano, voy a ver a mi hermana. ¿Quieres ir tú también, así ves a François? Regresaremos por la noche.
—Espero poder ir.
—Procura hacerlo. Mi hermana me ha dado a entender que quiere hablar contigo.
—¿De François?
—Sí.
Montalbano se preocupó, pues habría sido un gran problema que la hermana de Augello y su marido le dijeran que ya no podían seguir teniendo con ellos al chico.
—Haré todo lo posible, Mimì. Gracias.
—Hola, ¿el comisario Montalbano? Soy Clementina Vasile Cozzo.
—Es un placer, señora.
—Conteste con un sí o con un no. ¿Lo hice bien?
—Sí, lo hizo estupendamente bien.
—Sígame contestando con un sí o con un no. ¿Puede venir a cenar conmigo esta noche a eso de las nueve?
—Sí.
Fazio entró en el despacho del comisario con aire. triunfal.
—Sabe una cosa,
dottore?
Me hice una pregunta. En vista del estado del chalé, que aparentaba estar ocupado sólo ocasionalmente cuando ella venía de Bolonia a Vigàta, ¿dónde dormía la señora Licalzi? He llamado a un compañero de la Jefatura de Montelusa, el que se encarga de controlar el movimiento de los hoteles, y me ha dado la respuesta. La señora Michela Licalzi se alojaba siempre en el hotel Jolly de Montelusa. Se registró hace siete días.
Fazio lo había pescado a contrapié. Se había propuesto telefonear al doctor Licalzi a Bolonia apenas llegara al despacho, pero se había distraído y el comentario de Mimì Augello sobre François lo había alterado ligeramente.
—¿Vamos ahora? —preguntó Fazio.
—Espera.
Un pensamiento absolutamente infundado cruzó velozmente por su cabeza, dejando detrás de sí un levísimo olor de azufre, como el del habitual perfume del demonio. Le pidió a Fazio el número de teléfono de Licalzi, lo anotó en una hojita de papel que se guardó en el bolsillo y lo marcó.
—¿El Ospedale Maggiore? Soy el comisario Montalbano de Vigàta. Quisiera hablar con el profesor Emanuele Licalzi.
—No se retire, por favor.
Esperó con disciplina y paciencia. Cuando estaba a punto de perder esta última, la telefonista regresó al aparato.
—El profesor está en el quirófano. Tendría que volver a llamar dentro de media hora.
—Lo llamaré por el camino —le dijo a Fazio—. Llévate el móvil.
Llamó al juez Tommaseo y le comunicó el descubrimiento de Fazio.
—Ah, no se lo había dicho —señaló Tommaseo—. Le pedí al profesor que me facilitara el domicilio de su esposa cuando venía aquí. Me contestó que lo ignoraba, que siempre era ella la que lo llamaba.
El comisario le pidió que le preparara una orden de allanamiento. Enviaría inmediatamente a Gallo a recogerla.
—Fazio, ¿te han dicho cuál es la especialidad del doctor Licalzi?
—Sí, señor. Arregla huesos.
A medio camino entre Vigàta y Montelusa, el comisario volvió a llamar al Ospedale Maggiore de Bolonia. Después de una espera no demasiado larga, Montalbano oyó una voz enérgica, pero educada.
—Soy Licalzi. ¿Con quién hablo?
—Perdone que lo moleste, profesor. Soy el comisario Salvo Montalbano de Vigàta. Me encargo del delito. En primer lugar, le ruego que acepte mi más sentido pésame.
—Gracias.
Ni una palabra más ni una menos. El comisario comprendió que le correspondía seguir hablando a él.
—Verá, doctor, usted le ha dicho hoy al juez que ignoraba dónde se alojaba su esposa cuando venía aquí.
—Así es.
—No conseguimos averiguarlo.
—No creo que haya mil hoteles entre Montelusa y Vigàta.
Se notaba que el profesor Licalzi estaba muy dispuesto a colaborar.
—Perdone que insista. En caso de absoluta necesidad, ¿no tenían ustedes previsto...?
—No creo que pudiera producirse semejante necesidad. Y, en todo caso, en Vigàta vive un pariente lejano mío, con quien la pobre Michela se había puesto en contacto.
—¿Me podría decir...?
—Se llama Aurelio Di Blasi. Y ahora disculpe, pero tengo que regresar al quirófano. Mañana hacia el mediodía estaré en la comisaría.
—Una última pregunta. ¿Usted ha comunicado los hechos a su pariente?
—No. ¿Por qué? ¿Habría tenido que hacerlo?
—¡Una señora tan bella, elegante y exquisita! —dijo Claudio Pizzotta, el sexagenario y distinguido gerente del hotel Jolly de Montelusa—. ¿Le ha ocurrido algo?
—La verdad es que todavía no lo sabemos. Hemos recibido una llamada de su preocupado marido desde Bolonia.
—Claro. Que nosotros sepamos, la señora Licalzi salió del hotel el miércoles por la noche y, desde entonces, no hemos vuelto a verla.
—¿Y no les extrañó? Estamos a viernes por la noche, si no me equivoco.
—Sí, claro.
—¿Les avisó de que no regresaría?
—No. Pero verá, comisario, la señora suele alojarse en nuestro establecimiento desde hace dos años por lo menos. Hemos tenido tiempo más que suficiente para conocer sus ritmos de vida. Que no son, ¿cómo diría?, muy usuales. La señora Michela Licalzi es una mujer que no pasa inadvertida, ¿comprende? Y, además, yo siempre he tenido una preocupación especial.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—Bueno, la señora posee muchas joyas de gran valor. Collares, pulseras, aros, anillos... Yo le he rogado repetidamente que las deposite en una de nuestras cajas fuertes, pero ella siempre se ha negado. Las guarda en una especie de saca, no utiliza bolsos. Siempre me ha dicho que estuviera tranquilo, que no dejaría las joyas en la habitación y las llevaría consigo. Pero yo temía que se las robaran por el procedimiento del tirón. Ella sonreía y no había manera.
—Usted se ha referido a los especiales ritmos de vida de la señora. ¿Podría explicarse un poco mejor?
—Naturalmente. A la señora le encanta trasnochar. Regresa a menudo con las primeras luces del alba.