La voz dormida (30 page)

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Authors: Dulce Chacón

BOOK: La voz dormida
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—Te he metido en el bolsillo la medida del largo. Es para que me los arregles.

Ella no sabe que en los bajos, Jaime ha escondido un manifiesto donde los presos piden que se levanten las penas de muerte. Aún no lo sabe. Pero lo sabrá. Lo descubrirá cuando se disponga a arreglar los pantalones y descosa el bajo. Y entregará el manifiesto en Puerta Chiquita, donde sabe que Reme se reúne con las mujeres que colaboran en el Socorro Rojo.

Pepita se acerca mas a los barrotes. Grita, porque estaba acostumbrada a gritar en el locutorio de Ventas.

—Yo te he traído un paquete, y dinero.

—¿Por qué gritas?

—No sé.

—No vuelvas a traer dinero, el Partido se encarga de mí, tú ya tienes bastante con ese angelito.

El tiempo de la visita se acaba. El funcionario ordena a los presos que se retiren. Ahora es Jaime el que pregunta:

—¿Me quieres?

—Sí.

—Yo también te quiero, chiqueta.

Don Gerardo ayuda a Jaime a caminar. El vigilante se impacienta:

—¡Vamos, deprisa, cada uno a su brigada!

Los gritos de Pepita llegan a Jaime atravesando el aire:

—¡Volveré el año que viene!

Jaime gira la cabeza hacia atrás, hacia los ojos azulísimos, mientras se marcha:

—Escríbeme.

Se acabó el tiempo. Jaime ve cómo tiemblan los labios de Pepita, ve cómo agita la mano.

—Volveré el año que viene, amor mío.

Ahora llega la espera.

Esperarán un año para volver a verse. Se escribirán una carta cada quince días. La espera. Jaime regresa a la brigada apoyándose en don Gerardo. Jugará con él al ajedrez. Mientras espera. Espera las cartas censuradas de Pepita. Espera esas cartas, y las cartas de su abuelo. Esperar, esperar. Pamplona y Madrid se alternarán en el remite, una carta por semana. Él contestará las cartas. Alimentará de palabras sus afectos, para poder seguir viviendo. Y no es fácil. Palabras que engañan la ausencia pero señalan la distancia. No, no le resulta fácil saber que la vida transcurre fuera de la prisión, y que él es tan sólo un testigo inmóvil que asiste a los acontecimientos a través de los otros, desde lejos. Siempre desde lejos.

No es fácil, no.

23

Las ciudades tienen su propia historia. Pero tienen también su historia ajena, pequeña y personal, una y múltiple, la historia que escriben los que la llevan en un rincón de la memoria. Jaime está en Burgos. Ha vuelto a la ciudad donde nació, donde fue al colegio por primera vez, donde su madre alejaba el miedo de la cabecera de la cama, donde su padre le enseñaba a desfilar, soldadito de plomo con espada de madera, donde aprendió a leer y a escribir, donde tuvo su primera pelea, donde conoció el placer de tirar de unas trenzas, donde adivinó el alcance de la palabra Pasión. Está en Burgos. Y en Burgos no perderá su pasión. No la perderá, aunque a veces siente que la está perdiendo. Aunque a veces siente que Burgos está muy lejos. Con pasión continuará en la lucha, desde Burgos, desde lejos, recordando a su padre, apasionado en el ejercicio de la disciplina militar, recordando a su madre, apasionada contadora de cuentos infantiles. Con pasión asistirá en su brigada a las charlas políticas nocturnas. Leerá los partes de guerra ingleses. Debatirá con sus compañeros sobre la marcha del conflicto bélico mundial. Con pasión celebrará el avance de los aliados, la toma de París, el repliegue de las fuerzas del Eje, y alimentará la esperanza de que los gobiernos demócratas respalden a la Unión Nacional. Y lo hará con pasión, en el penal de Burgos.

Los guardianes permanecen en sus garitas, al calor de una estufa, y sólo interrumpen la actividad carcelaria para hacer los recuentos. La población reclusa puede moverse libremente por la prisión, salir al patio, bajar a la cocina, o reunirse en las brigadas para celebrar las reuniones políticas. Jaime asistirá al entusiasmo de la población reclusa por el desembarco de Normandía, al optimismo de los que hicieron las maletas, convencidos de que el fin de la dictadura franquista llegaría con ese desembarco, y a la decepción cuando supieron que las puertas de las cárceles no se abrirían tras la victoria de los aliados. Desde Burgos, asistirá a la impotencia del Gobierno republicano en el exilio, Y a las razones que el Partido Comunista atribuye a las potencias democráticas para no intervenir en territorio español, que serán debatidas entre los presos aumentando el enfrentamiento que existía ya entre socialistas, anarquistas y comunistas:

—Hablan de la situación de España como «el problema español», ¿podéis creerlo? Simplemente somos eso, un problema.

—Me cago yo en esos demócratas.

—Pues límpiate con este papel, que aquí lo dice bien clarito, los comunistas tenéis la culpa. Si no fuera porque todo el mundo piensa que, si la República vuelve, el Gobierno sería para vosotros, nadie temería un satélite de la Unión Soviética en el sur de Europa.

—¿Y quién es todo el mundo, si se puede saber?

—No te pongas chulo, que el compañero tiene razón, sois vosotros los que la habéis jodido con tanto marxismo-leninismo.

—A ti te parto yo la boca.

—Atrévete.

Discusiones a las que se sumarán otros presos. Los que engrosan a diario las listas de la población reclusa. El último camarada que llegó ha traído malas noticias:

—Lo del Valle de Arán ha sido un desastre, un descalabro.

Jaime le ayudó a arrancar la última contraventana de madera, y colocaron encima su colchoneta para aislarla del frío y la humedad del suelo.

—Hay que convocar una reunión urgente.

Convocaron asamblea general. Y el recién llegado dio a conocer el fracaso de la Operación Reconquista de España y propuso como tema de discusión la responsabilidad de Santiago Carrillo en la retirada del Valle de Arán, el protagonismo excesivo de Jesús Monzón, su imprudencia, y el optimismo desmesurado y la ausencia de estrategia de la UNE para una invasión que contaba con un efectivo de siete mil guerrilleros españoles preparados para la ofensiva desde Francia, pero que no tuvo en cuenta la falta de apoyo desde el interior.

—Confiaban demasiado en la insurrección del pueblo, y el pueblo está hasta los cojones.

—Diez días ha durado la aventura, se acabó.

Desde la Prisión Central de Burgos, desde lejos, siempre desde lejos, Jaime asistió con sus camaradas al intento fallido de penetración por los Pirineos. Y a través de la prensa guerrillera que introduce un funcionario en la prisión, previo pago mensual de ciento cincuenta pesetas, se pondrá al corriente de que las Agrupaciones Guerrilleras continúan en la lucha armada a pesar del fracaso.

Las discusiones políticas les ayudarán a sentir que forman parte de la resistencia activa. Escribirán manifiestos y propaganda que distribuirán entre los presos y sacarán al exterior demostrando así que la lucha continúa en las cárceles. Jaime participará en el comité de agitación y propaganda y dará instrucciones a sus compañeros del taller de ebanistería para que oculten en las cajas compartimentos laterales, donde sacarán las octavillas que sus mujeres repartirán en autobuses y trenes. Y el tiempo pasará también en esas cajas. Porque el tiempo no se detendrá en Burgos, aunque Jaime sienta a menudo que lo está viendo transcurrir desde lejos. El tiempo y la pasión de Jaime lograrán engañar a los muros de la prisión, cuando Pepita abra esos pequeños compartimentos laterales en la pensión Atocha.

—Jaime.

—Dime, Gerardo.

Jaime tiene una carta de su abuelo en la mano. Don Gerardo tiene otra. Han estado esperando los dos toda la tarde, pero el funcionario que reparte la correspondencia estaba hoy perezoso y retrasó más de dos horas la entrega.

—¿Echamos la última cuando acabemos de leer?

—Bien.

La carta de don Javier es más corta que de costumbre. La letra más deformada. Más temblorosa la mano que la escribió. En apenas unas líneas, le cuenta a su nieto, Querido nieto, que Elvirita fue a despedirse de él antes de marcharse de España y le dijo que ahora se llamaba Celia, como la abuela. Añade que él se encuentra bien, a pesar de la neumonía. Es leve, le escribe, es leve, tú no te inquietes. Pero Jaime no puede dejar de inquietarse. Las palabras de su abuelo le llenan de congoja. Su abuelo está enfermo. Y Celia está en Praga.

Acabará de leer la carta y, en el preciso instante de acabar de leerla, comenzará a esperar otra.

—Cuando quieras, echamos la última.

La última, sí. Su compañero ya no esperará con él, jugando al ajedrez, el momento de recibir una carta a la semana. No esperará con él el día de visita para bajar al locutorio una vez al año, ni regresará después con él a la brigada, para volver a esperar a que pase otro año. Porque su compañero obtendrá la libertad en el transcurso de la tarde. Un funcionario pronunciará su nombre y añadirá en voz alta:

—¡Que salga con todo!

Saldrá con todas sus pertenencias y una caja que le lleva a Pepita de parte de Jaime. Sus compañeros de brigada aplaudirán, y acompañarán con vítores su partida. Una fila de abrazos. Un llanto vivo. Él se cargará el macuto al hombro, y le entregará a Jaime el ajedrez:

—La próxima la echamos fuera.

Y en la puerta de la prisión, doña Celia le estará esperando.

24

Para celebrar el regreso de su marido, doña Celia ha invitado a Pepita y a Tensi a merendar en San Ginés. Chocolate con churros.

—¿Puedo comer todos los churros que quiera?

—Todos los que quieras.

La niña se muerde el labio inferior y alza los ojos calculando los churros que será capaz de comer. Doña Celia se aferra al brazo de don Gerardo con fuerza. El le aprieta la mano. Ambos intentan ocultar su emoción ante Pepita, para que ella no sienta la ausencia de Jaime a través de la presencia de don Gerardo. Pero la siente, como un golpe, aunque también disimula su emoción y sonríe mirando a Tensi.

—Menudo atracón te vas a dar, chiquilla. Ya te estoy viendo comer con los ojos, y te estoy viendo esta noche con un cólico de muy señor mío.

Sí, Tensi despertará a Pepita de madrugada al darse la vuelta en la cama una y otra vez.

—¿Te quieres estar quieta y dejar de darme patadas, que pareces un rabo de lagartija?

—Es que me duele la barriga.

—Ya lo sabía yo, que no se puede ser tan ansia viva.

Después de vomitar la indigestión de los churros y el chocolate, Tensi busca el mimo de los convalecientes en los brazos de Pepita.

—¿El señor Gerardo es mi abuelo?

—Sí.

—Pero si tú no eres mi madre y él no es tu padre, no puede ser mi abuelo.

—Yo soy tu madre de mentirijilla.

—¿Y el señor Gerardo es mi abuelo de verdad, o de mentirijilla como tú?

—De mentirijilla, pero hay mentirijillas que son una verdad más honda que las propias verdades.

—Los niños de la escuela tienen madres de verdad. Yo quiero tener una madre de verdad.

—Tú tienes una madre de verdad que está en el cielo y otra de mentirijilla, tú tienes mas madres que los demás niños, anda duérmete que es muy tarde.

—Pero ¿qué les digo a los niños que digan que es mentira que tengo un abuelo?

—Diles que hay mentiras que son verdades.

—¿Y a las monjitas también?

—También. Duérmete.

Por la mañana, cuando Pepita esté peinando a Tensi, la niña mirará el reflejo de ambas a través del espejo. Y por la tarde, cuando se dirijan a la Casa de Campo a reunirse con Reme, Tensi tirará de la mano de Pepita para que su tía la mire.

—¿A que me parezco a ti?

—Sí.

—¿A que me parezco como si fueras mi madre de verdad?

Es domingo y a pesar del frío, la Casa de Campo está más concurrida que de costumbre. Al llegar a Puerta Chiquita, el grupo de mujeres que simula haberse reunido para merendar rodea a Reme.

—Pobrecito.

—Te acompaño en el sentimiento.

—Es un consuelo que no ha sufrido.

—¿Qué ha pasado?

—El chico de Reme, que se le ha ido de repente.

Pepita se abre paso hacia Reme mientras las mujeres que van quedando a su espalda se lamentan:

—Ya se sabe que a esos angelitos no les dura mucho el corazón.

—Pero una nunca está preparada.

—Y menos ella, que llora los años que estuvo en la cárcel. Dice que los perdió de cuidar a su niño y que ha sido una mala madre.

—Mala madre no ha sido.

Reme abraza a Pepita.

—Mi niño.

—Ahora está en el cielo. Es un angelito del cielo y está mucho mejor que aquí. Mucho mejor que todos nosotros, Reme.

Después de intentar consolara la madre que ha perdido a su hijo, las mujeres abren sus cestas. Sacan la comida que han podido reunir y Reme la distribuye en paquetes que harán llegar a los presos que no tienen familia.

—No es mucho.

No es mucho. No.

—¿Alguna traéis dinero?

Pepita lleva dinero. Y Lleva también un manifiesto en la caja que Jaime le envió con don Gerardo.

—Hay que mandar esto al extranjero, para que lo publiquen los periódicos.

Antes de que acabe el año, el manifiesto será publicado. Las cajas de ebanistería cumplirán su función de palomas mensajeras y Pepita, sin pretenderlo, se convertirá en un miembro más del Partido Comunista en la clandestinidad, aunque jamás se afiliará.

—Yo lo hago por Jaime, ¿sabe usted? Yo no le debo nada a los suyos, señora Reme. De buena gana los mandaba a todos a tomar vientos.

Lo hace por Jaime. Lleva a la Casa de Campo los mensajes que él envía, rifa en el Rastro las cajas, o visita en nombre del Socorro Rojo las tiendas de comestibles que Reme le indica para llenar su cesta, por Jaime. Y reserva parte de lo que gana cosiendo para entregárselo a Reme porque sabe que ella distribuye entre los presos el dinero que recauda. Y Jaime está preso. Y siempre se niega a coger el dinero que Pepita le lleva una vez al año. Se reúne con Reme en Puerta Chiquita por Jaime. Pero todos los meses acude a la cita renegando del Partido.

—Los suyos a mí no me han traído nada más que disgustos, señora Reme.

—Mujer, ya será para menos.

—Disgustos, se lo digo yo, y a ustedes no les arriendo ninguna ganancia con tanta política cuando pase lo que quiera que pase, que pasará.

—Lo que quiera que pase será la libertad.

—Y los disgustos. Y si no, al tiempo. Disgustos.

El último disgusto de Pepita se lo dio el arzobispado, hace un mes, cuando le negó el sacramento del matrimonio porque su novio era comunista. Jaime ya había firmado el poder donde designaba a don Gerardo para que, en su nombre y representación suya, contrajera matrimonio por poderes con Pepita. Pero el capellán de la Prisión Central de Burgos le dijo que tenía que abjurar de sus ideas políticas antes de casarse. Jaime se negó. El arzobispo dice que la culpa está en ti, añadió el capellán. Por mí no me preocupa, pero a mi novia le van a dar un disgusto, le contestó Jaime, y después le preguntó que si él se quitaría la sotana por alguna razón. Cuando el cura respondió que por ninguna, él le pidió que entendiera que un comunista tampoco abandona por ninguna razón su ideología.

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