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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (13 page)

BOOK: La voz dormida
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—No se encuentra, le ha dado un vahído, y yo soy nueva, y no sabía que en la cola no se puede hablar, le ha dado un vahído, por eso le he hablado yo, que soy comadrona, y como ella está encinta y yo soy comadrona, le he preguntado de cuántas faltas está.

Las presas del primer turno comenzaron a salir del locutorio. Hortensia las miró, miró a Mercedes, apretó los labios y contuvo las lágrimas. La desesperación le hizo tragar el nudo que cerraba su garganta:

—Hoy es Navidad, se lo pido por Dios. Déjeme entrar.

No tuvo valor para negárselo, Mercedes. Y dio la orden de que entrase el segundo turno después de castigar a Hortensia y a Sole.

—Mañana fregarán la galería ustedes dos. Entren de una en una. Ustedes dos pasarán las últimas.

La primera en entrar al locutorio fue Elvira. Corrió hacia la esquina derecha y se apostó pegada a la tela metálica.

—Aquí, abuelo, aquí.

También su abuelo fue el primero en entrar. Anduvo lo más aprisa que pudo y se pegó a su vez a la tela metálica que cercaba el pasillo desde su lado.

—Te traigo una sorpresa.

Pero su nieta ya no pudo oírle, las demás presas gritaban a sus parientes.

—Aquí, aquí.

—Aquí, madre, en el medio.

La sorpresa de Elvira se acercó a la tela metálica con avidez en la mirada. Elvira no reconoció a Paulino de inmediato. Su abuelo señaló al hombre que tenía a su lado y ella le miró. Le miró fijamente. Se miraron. Habían pasado casi dos años desde la última vez que se miraron. Paulino reconoció en la coleta roja a la niña que dejó en el puerto de Alicante.

—Chiqueta.

Y ella, sin pensarlo, movió la cabeza a derecha y a izquierda azotando de rojo el aire.

—Paulino.

Él se llevó el índice a los labios y le ordenó que callara su nombre. A su lado, el hijo de Reme alzaba a su nieto entre las manos estirando hacia arriba los brazos. El niño no paraba de llorar. Reme tampoco.

—Tráemelo el día de la Merced.

Suplicaba Reme intentando controlar su llanto. Pero su hijo no la oía. Su hijo sólo oía los gritos de Pepita llamando a Hortensia:

—Aquí, aquí, Hortensia.

Hortensia había entrado del brazo de Sole. Y habían entrado las últimas. Sole intentaba hacer un hueco para las dos, junto a Reme, empujando a una presa que defendía su espacio a empujones. Hortensia buscaba a Felipe con la mirada. Soltó el brazo de Sole y se apoyó en los hombros de Reme.

—Tensi, ¿estás bien?

Ella dio un paso hacia adelante. Él se agarró a la alambrada.

La comadrona había conseguido por fin abrirse un sitio. Empujó un poco más y abrió otro para Hortensia. Le extendió la mano, y Hortensia se dejó conducir hacia su hueco mirando a Felipe.

La mujer que no sabe que va a morir se acerca a la tela metálica. No intenta hablar. Saborea la mirada de Felipe.

—Tensi.

Él pronuncia su nombre por última vez. La mira en silencio. Saborea su mirada. Ella se acaricia las mejillas con las dos manos. Y él también.

La guardiana que recorre el pasillo central camina despacio con los brazos en jarra. Mira a la derecha y a la izquierda con el ceño fruncido. Observa a los familiares. Vigila a las presas. Es La Zapatones, y murmura en voz baja una letanía, la misma que masculla siempre que le toca el turno de locutorio. Algunos creen que reza una oración. Pero no. Repite una y otra vez el último parte de guerra. El parte que su admirado Generalísimo escribió por primera vez de puño y letra. Estando enfermo de gripe, con fiebre, lo escribió de puño y letra. Y ella lo aprendió de memoria: En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Mira a las presas. Mira a sus familiares. Y repite su desprecio, una y otra vez:

Cautivo y desarmado el ejército rojo.

Una y otra vez: Cautivo y desarmado.

CUARTEL GENERAL DEL GENERALÍSIMO

ESTADO MAYOR

SECCIÓR DE OPERACIONES

PARTE OFICIAL DE GUERRA

correspondiente al día 1° de abril de 1939

III Año Triunfal

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas Racionales sus últimos objetivos militares.

LA GUERRA HA TERMINADO.

BURGOS 1° de abril de 1939

Año de la Victoria

EL GENERALÍSIMO,

SEGUNDA PARTE

«Quieres llorar.

Y es tiempo de sequía.

Quieres llorar. Y son tus ojos

girasoles marchitos.»

MARTÍN ROMERO MORENO

1

En silencio y en orden regresan a la galería número dos las reclusas que han ido a comunicar. En silencio y en orden, todas, excepto Reme, que lleva en la mano una silla baja de anea que le ha traído Benjamín, se dirigen hacia sus petates enrollados contra las paredes del pasillo central, en los peldaños de las escaleras o en las celdas, donde tomarán asiento para memorizar la visita en silencio y en orden. Con la mirada perdida, intentarán atrapar los últimos diez minutos, retener el tiempo que ha pasado ya, para el recuerdo.

Reme guarda en su mirada perdida el llanto de su nieto. Coloca su silla junto al petate de Hortensia y la invita a sentarse. Reme no debe llorar. Y no llora. Volverá a ver al niño en septiembre, el día de la Merced, el veinticuatro; de hoy en ocho meses volverá a verlo. El día de la patrona de prisiones permiten a los niños entrar al patio del penal. Y Reme abrazará a su nieto por primera vez.

Diez minutos. Todas y cada una de las presas que han pasado diez minutos frente a sus familiares perderán la mirada muchas veces. Se perderán, porque tienen un lugar donde perderse. Diez minutos. Y Hortensia acepta la silla de anea, y en sus ojos resplandecen los ojos de Felipe; su sonrisa sonríe en su boca; y son las manos grandes de Felipe las que acarician las mejillas de Hortensia con las manos de Hortensia. Diez minutos. Y Hortensia no debe llorar. Se sienta. Y no llora. A su lado, Elvira se desata con furia la coleta. No debe llorar. Pero llora. Llora y se despeina porque no sabe cuándo podrá volver a agitar su cola de caballo para su hermano.

—Elvira, compórtese.

A La Veneno le irrita que las internas pierdan el control. Y Elvira comienza a perderlo. No permitirá sus lágrimas. No permitirá que revolucione a las demás. No lo permitirá. Se acercará a ella con los brazos cruzados bajo el escapulario delantero de su hábito y le ordenará con un grito que se controle:

—Contrólese.

La disciplina comienza por el control. La hermana María de los Serafines lo sabe. Y está dispuesta a castigar a la niña pelirroja que no va a morir. La mira con desprecio mientras Elvira llora y revuelve su melena con las dos manos después de arrojar su lazo a los pies de la monja, después de arrojar a sus pies su desesperación.

El volumen del vientre de Hortensia le impide levantarse deprisa. Quiere recoger el lazo. Quiere tranquilizar a Elvira porque teme que la hermana María de los Serafines la castigue.

La va a castigar, sí.

—Sabe de sobra que no quiero lágrimas aquí. Sabe de sobra que no consiento ni una sola rabieta. Lo sabe. Y, por si se le ha olvidado, yo se lo voy a recordar.

La monja la ha cogido por el brazo y la levanta de un tirón de su petate.

—Venga conmigo.

Se la lleva.

Hortensia consigue superar la torpeza, se levanta sujetándose los riñones y se acerca a la monja.

—Hermana, por caridad, no se la lleve, está malita, tiene calentura, y tose.

Reme y Sole siguen a Hortensia.

—Está del pecho, tiene una tos muy fuerte.

—La tiene agarrada en lo hondo, no sabe usted bien cómo está esa niña.

La hermana María de los Serafines se vuelve hacia ellas. Aprieta los dientes y frunce el ceño al mirar a las tres. Sin mediar palabra, tira del brazo de Elvira y la empuja hacia el pasillo.

Se la lleva.

Sí, se la lleva.

Y Elvira no para de llorar.

2

La melena roja de Elvira ha dejado de ser de Elvira. Antes de cortársela, La Veneno le hizo una trenza. De raíz, se la cortó de raíz en presencia de La Zapatones, que estaba de pie frente a Elvira, la barbilla adelantada hacia ella y las piernas abiertas, vigilante, con los pulgares colgados en su cinturón, ordenándole que no se moviera.

—No se mueva.

Se la cortó de raíz, La Veneno. Después entregó su trenza roja a La Zapatones. Y La Zapatones la metió en la bolsa donde guardan el pelo, para venderlo.

—A ver si ahora aprende.

Ha aprendido Elvira. No debe llorar. Regresa a la galería número dos sin su melena. No debe llorar. Y no llora. Se sienta en su petate tapándose la cabeza con las manos y se lamenta sin llorar:

—Me han robado el pelo.

Intenta consolarla, Reme, y comienza a decir el refrán que se ha repetido a sí misma tantas veces:

—El que se pela...

Pero Elvira la interrumpe sin consuelo y se abraza a ella:

—No se estrena, Reme, no se estrena.

—¡Sangre mía!

Le dice sangre mía, aunque en esta ocasión Reme no piensa en sus hijas, y le acaricia la cabeza.

—Crece, crece pronto, ya lo verás.

—Me lo han robado.

Y dice que se lo han robado porque muchas presas venden su cabello a las monjas, para comprar en el economato de la prisión. Y las monjas lo venden a su vez a los traperos, para hacer caridad.

—Van a venderlo.

Elvira ve su pelo trenzado caer a la bolsa. Ve cómo se desliza su trenza. Ve cómo resbala un pez en la talega de un pescador. Y no ve cómo se acerca Mercedes colocándose las horquillas de su moño de plátano:

—Qué silla más bonita.

Hortensia acaricia la espalda de Elvira y contesta que la silla no es suya sin mirar a la funcionaria.

—¿De quién es?

—Déjenos en paz.

—¿Cómo dice?

—Hágame usted ese favor, estamos en familia y en familia queremos estar. La silla es de la Reme, por si lo quiere saber de veras. Y ahora que ya lo sabe, ¿quiere alguna cosita más, vida mía?

Todas las miradas se dirigen hacia Mercedes: la de Sole, la de Elvira, la de Reme, la de Hortensia; y Mercedes da media vuelta mientras las presas continúan mirándola.

—Coño, le has echado valor.

Rió Sole al admirar a Hortensia.

—Cojones es lo que le ha echado.

Rió Reme. Rieron las demás. Y rió Elvira.

—Ahora vamos a ver lo que nos han traído, que los malos momentos vienen solos, pero los buenos hay que buscarlos.

—Y en barriga llena no entran penas.

Lo primero que vio Hortensia entre las cosas que le había enviado Pepita fue su vestido. Un vestido de franela gris, cuajado de pequeñísimos ramilletes blancos.

—Quiere que me alivie el luto.

—Pues hala, a aliviarse, Hortensia.

Reme sacó un paquete envuelto en papel de estraza. Era jamón. Un pequeño trozo de jamón.

—Benjamín me ha traído jamón.

—¿Jamón? ¿Has dicho jamón?

—Pobre, yo le había pedido jabón. Yo le había pedido una pastilla de jabón. Y él me ha traído jamón. Me entendería mal.

—Yo tengo pavo, madre mía de mi vida. Mira, Elvirita, tengo pavo.

—Hoy vamos a cenar largo, Elvirita.

—Como reinas, hija, como reinas.

—Pues yo voy a ir al economato a comprar agua caliente y nos hacemos un café, ¿quieres?

Todas intentaban distraer a Elvira, que dejó de tocarse la cabeza para buscar sus viandas, y gritó entusiasmada al descubrir la sorpresa que le había enviado su abuelo:

—¡Turrón!

Esa noche, mientras compartan el placer de saciar el hambre, Hortensia, Reme y Sole pensarán en Tomasa. Pero ninguna de ellas hablará de Tomasa.

Elvira sólo pensará en su hermano. Comerá intentando recordar su aspecto, apreciará el gran parecido con su padre. Después, dormirá junto a Reme, abrazándose a ella para sentir su calor, y despertará en numerosas ocasiones:

—Paulino.

Lo verá acercarse a la valla metálica del locutorio y llevarse el índice a los labios. Se mirarán los dos. Se reconocerán:

—Paulino.

Ella intentará dormir de nuevo, tapándose la boca con la mano, para callar su nombre. Y volverá a dormir. Y volverá a verlo. Y no podrá evitarlo, gritará:

—Paulino.

Él volverá a llevarse el índice a los labios.

3

La carta que escribió Paulino continúa en el bolsillo de su chaqueta. La escribió para Pepita. Y la olvidó. La olvidó por completo al ver a su abuelo en la puerta de la prisión de Ventas. Ahora la acaricia con los dedos. Y duda. Quizá sería mejor no entregársela. Aprieta la carta que escribió al llegar a casa de Amalia, la salmantina que milita en Solidaridad Obrera, la hija de Sole. Tengo que irme, pero quiero que sepas que, aunque mi gusto sería quedarme contigo, mi deber está por encima de mi gusto, y siempre lo estará. Quizá sería mejor decirle a Pepita que olvide lo que le pidió en la iglesia de San Judas Tadeo.

Aprieta la carta. La arruga.

Y camina junto a Pepita.

El grupo que se había formado para entrar en la prisión se dispersó al salir. Los que habían entrado juntos salieron juntos y se despidieron en la puerta. Cada cual marchó con los que había llegado, pero Paulino le dijo a Felipe que no regresaría con él, que llevaría a su abuelo a casa. Y le pidió a Pepita que les acompañara.

—Si es de tu gusto...

Si es de tu gusto, contestó ella ruborizada mirándole a los ojos. Y ahora que ya se han despedido de don Javier, caminan juntos. Solos. Y los ojos de un color imposible vuelven a mirarle con rubor mientras él arruga la carta en su bolsillo y Pepita baja la mirada para hablarle a media voz:

—Me pediste una contestación que todavía no te he dado. ¿Quieres que te la dé, o ya no quieres?

—Antes, quiero que sepas una cosa.

—¿Qué cosa?

—Una cosa muy importante, que quiero que entiendas bien.

—Tú dirás.

—Quiero que la entiendas muy bien, ¿comprendes? Si después de lo que voy a decirte no quieres saber nada de mí, lo entenderé, ¿comprendes?

Ella continuó mirando al suelo. La indignación que había sentido al creerse abandonada por Paulino había ido en aumento a medida que pasaron los días. Pero desapareció al instante cuando le vio en la prisión de Ventas. Al verle llegar, se desvaneció el abandono. Se desvaneció el temor a no verle nunca más. Aunque ahora, prende en ella idéntico temor. ¿Qué es aquello que debe saber antes de contestar? Va a abandonarla. ¿Qué debe comprender? No volverá a verla nunca más.

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