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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (14 page)

BOOK: La voz dormida
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El volvió a preguntar:

—¿Comprendes?

Ella temió más que nunca al responder de nuevo:

—Tú dirás.

—Soy comunista.

Pepita soltó una carcajada y se llevó la mano a la boca para seguir riendo.

—¿De qué te ríes?

—Yo me estaba figurando que me ibas a decir que estabas casado, o que tenías un chiquillo por esos mundos.

—Qué cosas tienes.

—A ver, como andas por ahí, en la guerra.

—Esto es mucho más serio que un hijo, chiqueta. Soy comunista, y lo seré toda la vida. Voy a Toulouse a ponerme a disposición del Comité Central. Pueden cogerme por el camino y meterme en la cárcel, o pueden matarme, ¿comprendes?

—Mucha importancia te das tú, ¿qué hay que comprender? Yo ya sabía que eras comunista. Felipe es comunista, mi hermana es comunista, y don Fernando, el último que me podía yo imaginar, también es comunista. Hasta la señora Celia es comunista, cómo no ibas a serlo tú.

—Pero yo soy un huido, chiqueta, ando escondido y tengo que seguir escondiéndome. No quiero engañarte, no sé cuánto tiempo seguirá siendo así. Tienes que saber que soy un hombre político y que nadie podrá cambiar mis ideas. Nadie. Esto es una cosa más seria que si hubiera tenido un hijo, y será así hasta que me muera, o hasta que me maten si me tienen que matar.

—Y la mujer que comparta tu suerte ha de ser conforme con eso.

—La mujer que comparta mi suerte ha de saber que la suya puede ser muy negra. Me pueden coger y me pueden matar, nos podemos casar y quedar viuda o me pueden matar sin casarnos. Y tú tienes que pensarlo bien. Yo no sé si tengo derecho a pedírtelo, o si hubiera sido mejor no pedírtelo. Yo no sé cuánto tiempo tendré que seguir escondiéndome.

Ella levantó la vista del suelo. Él le tomó la mano y la pasó bajo su brazo.

—¿Quieres ser mi novia?

Sonrieron los dos. Los dos desearon abrazarse. Ella se colgó de su brazo y comenzó a caminar deprisa.

—¿Adónde me llevas?

—Adonde van los novios de Madrid.

Lo condujo a la estación de Delicias, y cuando llegó el primer tren y descendieron los primeros viajeros, le abrazó.

Y se entregó a su suerte en aquel abrazo.

Algas.

Sus besos fueron algas enredadas en agua de mar. Algas en dos mares que se encuentran.

Algas.

Sí.

4

—¿Seis mil seiscientas?

—Seis mil seiscientas.

—Están locos.

—Si fuéramos socialistas no nos cobrarían ni una perra chica.

—¿Eso te han dicho?

—Eso mismo, lo primero que me ha preguntado esa rubia es si somos socialistas.

Mientras Felipe y Amalia esperaban a Paulino en la cocina, la militante socialista a la que se refería Felipe aguardaba en la sala de estar. Era rubia, sí. De nariz aguileña y barbilla prominente, vasca, de San Sebastián. La salmantina que milita en Solidaridad Obrera la había llevado a su casa para preparar la fuga de Paulino y Felipe. Pero Paulino no había regresado aún de acompañar a su abuelo, y Felipe obligó a la rubia a sentarse en la sala hasta que regresara. Y la rubia se sentó, después de mantener una breve conversación con Felipe, en la que intentó convencerle de que huir a través de Portugal era imposible. Los que cruzaban la frontera portuguesa eran devueltos de inmediato por los guardinhas de Salazar. Lo más sensato era pasarlos por Irún, así lo estaban haciendo con otros compañeros, y así se lo propuso sin darle otra opción.

—Tú decides, pero nosotros no sacamos a nadie por Portugal.

—Yo no decido solo, hay que esperar a que llegue mi camarada.

—No puedo esperar, habíamos quedado a las ocho y son las ocho.

—No sé a qué viene tanta prisa.

—Oye, los vuestros están cayendo cual pichones, supongo que eso sí lo sabes.

—¿Y qué si lo sé?

—Que sois peligrosos, compañero.

—Esperarás. La espera entra en el precio.

La firmeza de Felipe hizo sonreír a la rubia, que contestó con la misma firmeza:

—Hasta las ocho y cuarto. Espero hasta y cuarto, ni un minuto más.

—Bueno está. Siéntate, ahora vuelvo.

Felipe abandonó la sala, cerró de un portazo al salir, y ya en la cocina, le preguntó a Amalia si la rubia era de fiar.

—Han sacado a muchos, ¿por qué?

—¡Pues no que va y me dice que los nuestros están cayendo cual pichones!

—No me extraña que lo diga. En Madrid estamos cayendo cual pichones, o como chinches, como más te guste.

—Lo que no me gusta es que me lo digan. Y menos, ellos.

—Es de fiar.

—Será de fiar pero es socialista, y antipática como ella sola. No se puede ser más siesa, chiquilla, lleva la malasombra puesta al derecho en la cara.

—Es de fiar.

Entonces fue cuando Felipe le contó a Amalia que les cobrarían seis mil seiscientas pesetas por sacarlos de España. Entonces fue cuando ella dijo que estaban locos y él le explicó que tenían que pagar porque no eran socialistas.

—¿Tenéis ese dinero?

—Sacamos quince mil en la última acción, en la fábrica de harina.

—Pues entonces, ¿a qué esperas para decirle que sí?

—A El Chaqueta Negra, él es quien decide.

—¿Y tú?

—Yo, lo que él diga está bien dicho.

En ese mismo instante, entró Paulino en la cocina tocándose los labios. Felipe se acercó a él:

—Seis mil seiscientas pesetas.

—¿Qué?

—Los socialistas nos cobran seis mil seiscientas pesetas por pasarnos a Francia.

Paulino abandonó en sus labios los besos de Pepita y se metió las manos en los bolsillos para escuchar a Felipe.

—Seis mil seiscientas, porque no somos socialistas, los muy cabrones.

—¿A cada uno?

—Por los dos.

Y le cuenta que la rubia asegura que puede conseguir filiaciones auténticas.

—De Belchite, como el pueblo entero está destrozado y los papeles del ayuntamiento y de la parroquia se quemaron, a los de Belchite les dan documentos de verdad, que tienen que hacer listas nuevas porque todo ha desaparecido. Nosotros ahora seremos de Belchite, camarada.

—¿Y pueden conseguir salvoconductos?

—Para seis meses.

—¡Para seis meses!

Se extrañó Paulino, porque el máximo periodo de tiempo que cubrían los salvoconductos solía ser de tan sólo un mes.

—¿Cuándo pueden sacarnos?

—Esta misma noche nos pueden empaquetar para San Sebastián en tren; y mañana, en barco para San Juan de Luz.

—Un momento, habíamos dicho por Portugal.

—Imposible, agarran a cualquiera que lo intente.

Después de que Felipe pusiera al corriente de los planes de fuga a Paulino, ambos se dirigieron a la sala donde aguardaba la militante socialista rubia y le comunicaron que aceptaban sus condiciones.

—A las diez vendrán a buscaros, darán tres golpes en la puerta. Habréis de estar preparados a las diez en punto. Y esta vez no se esperará a nadie. Un compañero os traerá los documentos y os llevará a la estación. Cuando lleguéis a San Sebastián, cogéis el tranvía número siete, el de Pasajes. Os bajáis en la última parada y esperáis allí, en la tapia que hay enfrente. Llevaréis una maleta pequeña cada uno, y el sombrero en la mano. Se acercará alguien a vosotros, se quitará el sombrero y os dirá Madrid. Vosotros le contestáis Madrid. ¿Entendido?

—Perfectamente.

—No podéis llevar armas, ¿tenéis armas?

—Sí.

—Las dejáis aquí, pues. Si os cogen con ellas en el tren estáis perdidos.

Acordaron que el pago de las seis mil seiscientas pesetas lo harían en San Juan de Luz. Y la rubia se despidió diciendo que volverían a verse.

Felipe desconfiaba aún. Le expuso sus temores a Paulino:

—No me fío de esa flamencota. Ni de uno de los pelos de esa rubiales me fío yo. Yo me llevo el naranjero como me llamo Felipe, y mi astra me la llevo también.

—Llevamos casi dos años escondidos, Cordobés.

La respuesta de Paulino sorprendió a Felipe.

—Y eso qué tiene que ver.

Llevaban casi dos años en Cerro Umbría, sí. Llevaban demasiado tiempo huidos. Pero El Chaqueta Negra nunca se había lamentado por ello. El tono de su voz le delató, Paulino no pensaba en las armas al contestar a Felipe:

—Voy a escribir una carta.

Paulino pensaba en la carta que le había entregado a Pepita en la estación de Delicias. Y volvió a tocarse los labios. Deseaba escribirle otra carta. Pensaba en la carta que iba a escribirle. Sacó papel y lápiz. Escribirá. El tiempo que llevo escondido en el cerro no me duele. Me duele el tiempo que podría ser nuestro. Me duele esta noche. Y me dolerá mañana. Me dolerá cada minuto, hasta que vuelva a verte, chiqueta. Tengo que irme. Y escribirá que desea casarse con ella el mismo día que vuelva. Volveré, escribirá.

Volverá, Paulino.

Pero no podrá casarse con Pepita el día de su vuelta.

5

Dos cartas. Pepita tiene en su mano dos cartas de Paulino. La primera se la entregó él mismo, después de besarla en la estación de Delicias. Pepita la leyó muchas veces, durante muchos días, y muchas noches. La segunda se la metió Amalia en el bolsillo del abrigo, en la puerta de la prisión, y también la ha leído muchas veces, muchos días y muchas noches. Siempre sonríe cuando las lee, y siempre llora al guardarlas. Ella no sabe que Paulino también sonreía al escribir la segunda carta. Ella no sabe que Paulino controló las lágrimas al meterla en el sobre. No sabe que después sacó un pañuelo doblado del bolsillo y doblado se lo pasó por la nariz a espaldas de Felipe antes de entregarle el sobre a Amalia:

—Cuando vayas a ver a tu madre, dale esta carta a Pepita. Procura que nadie te vea dársela. Hazme este último favor.

—Descuida, nadie me verá.

Al tiempo que Paulino guardaba su pañuelo, Felipe se acercó a él.

—¿Lleva Pepita el mismo interés en ti que tú en ella?

—El mismo.

—Estáis buenos, chiquillo. ¡Válgame el momento para amoríos nuevos!

Se llevó la mano a la cabeza, se rascó. Después le pidió también un favor a Amalia:

—¿Puedes llevar este cuaderno? Es para Tensi, le gusta mucho escribir, y me figuro que ya lo anda necesitando.

Un cuaderno azul. Felipe había comprado otro cuaderno azul, para Hortensia.

—Claro.

—Pero no se lo des a Pepita. Se lo puedes pasar a tu madre, si me haces el favor, y que tu madre se lo dé a Tensi, así le evitamos un susto a Pepita, que a esa chiquilla le da susto de todo.

Eran las diez. Y sonaron tres golpes en la puerta.

—Abre tú, Amalia.

Abrió Amalia.

Sin que le invitaran a entrar, un sacerdote soltó un Ave María Purísima y se coló aprisa en el vestíbulo. Llevaba las cédulas de identificación para Felipe y Paulino. Y salvoconductos válidos para seis meses. Insistió en que debían repetir sus nombres en voz alta.

—Los papeles no servirán de nada si antes os preguntan vuestros nombres y titubeáis un solo instante. Sin pensarlo, hay que decirlo sin pensar. ¿Cómo te llamas?

—Mateo Bejarano.

—¿Y tú?

—Jaime Alcántara.

Un leve movimiento de cabeza, una mínima indicación del sacerdote, fue suficiente para que volvieran a contestar:

—Mateo Bejarano. Jaime Alcántara.

—Bien, grabaos en la memoria a conciencia vuestros nombres. Hay compañeros que han caído sólo por eso.

Amalia se despidió de ellos con un abrazo y deseándoles suerte.

—Suerte, Mateo. Suerte, Jaime.

Felipe salió de casa de Amalia llamándose Mateo.

Paulino hizo suyo el nombre de Jaime. Y le gustó. Durante el trayecto hacia la estación, Mateo se quejó de que no le hubieran permitido llevarse las armas:

—Ir desarmado es lo mismo que ir indefenso.

Lo repitió en la estación, cuando el sacerdote se despidió de ellos. Volvió a repetirlo en Medina del Campo, cuando su tren se detuvo y tuvieron que esperar al que llegaba de Salamanca, que traía demora. Lo repitió en San Sebastián, al tomar el tranvía número siete y al apearse en la última parada. Y lo repitió muchas veces durante las tres horas que estuvieron esperando con el sombrero en la mano.

—Ir indefenso, mismamente.

Tres horas.

Y nadie llegaba a decirles Madrid.

De pie, apoyados contra la tapia, sin perder de vista la parada del tranvía, Mateo Bejarano y Jaime Alcántara fumaron un cigarro tras otro. Apagaron las colillas con el tacón del zapato. Dejaron las maletas en el suelo. Las cogieron. Volvieron a dejarlas. Y se sintieron extraños en sus nuevos nombres, perdidos en sus trajes grises, en su sombrero en la mano, en Pasajes. El que antes se llamaba Paulino le dio la razón a su compañero aplastando otra colilla contra el suelo:

—Teníamos que haber traído las armas.

—Eso ya te lo dije yo.

El Cordobés apagó también su cigarro, miró hacia la parada del tranvía. Dio unos pasos por la acera. Regresó junto a su compañero y repicó su sombrero contra su pierna a ritmo de taranto:

—¿Qué hacemos si no aparecen?

Ahora es Jaime el que se golpea la pierna con el sombrero.

—Esperaremos un poco más.

—Al pulso que lleva esto, me da a mí que, aparecer, no van a aparecer.

—Si no aparecen, cruzaremos la frontera como sea.

La inquietud de los dos hombres desarmados se centró en un tercero que bajaba del tranvía. Cruzó la calle. Se acercaba. Les miró. Miró después a un lado y a otro. Se colocó junto a ellos, observó sus maletas, se quitó el sombrero y dijo Madrid.

¡Madrid!, contestaron Mateo y Jaime liberando la angustia retenida, entonando a dúo la palabra Madrid como si cantaran un himno. Madrid, volvieron a decir, soltando el aire que les quedaba en los pulmones. Y esta vez pronunciaron Madrid como si se les escapara un suspiro.

—Síganme.

Mateo se puso el sombrero, cogió su pequeña maleta del suelo y se la entregó al hombre que les había hecho esperar tres horas:

—Aguarde usted una mijita, y sujéteme esto que voy a echar una meada.

—Dese prisa, nos están esperando.

Al cabo de un instante, el hombre que había tardado tres horas en llegar tenía la maleta de Jaime en la otra mano.

—Sujétemela, yo también tengo ganas.

Los dos compañeros le dieron la espalda al hombre que llevaba una maleta en cada mano. Se alejaron de él unos pasos calándose el sombrero, y vaciaron su necesidad contra la tapia.

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