La voz dormida (11 page)

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Authors: Dulce Chacón

BOOK: La voz dormida
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31

El vestido de Hortensia estará listo para el día de Navidad, el vestido que la mujer que va a morir llevará puesto cuando vaya a la muerte. Franela gris, con pequeños ramilletes de flores blancas. Pepita se ha pinchado al dar la última puntada. Distraída, chupa la gota de sangre que brota de su pulgar y mira hacia la calle por el balcón. Es domingo, y está acabando la tarde. La nieve que cayó durante los últimos días se ha convertido en montículos marrones de diferentes tamaños que se derriten al borde de las aceras. Pepita se retira del balcón y se dirige a la cocina. Ensimismada aún, con el vestido de su hermana en la mano, le pedirá permiso a doña Celia para utilizar la plancha:

—¿Me da usted su permiso para planchar el vestido de mi hermana?

—Sí, hija. ¿A ver?, te ha quedado muy bonito.

Y doña Celia la verá llenar la plancha con carbón; la verá comprobar si está caliente con el sonido de la yema de uno de sus dedos mojado en saliva, y deslizar la plancha sobre la tela en recorridos cortos y precisos, mientras ella escucha la novela en el aparato de radio. No le dirá nada su patrona, no interrumpirá el silencio con el que Pepita maneja el vestido dándole la vuelta para colocar la falda, salpicando las flores con agua en las arrugas que se resisten y repitiendo unos pequeños golpes de plancha después de volver a comprobar con el dedo que continúa caliente. Y no le hablará doña Celia, no porque tenga interés en la historia que está escuchando, no, no será por eso por lo que guarde silencio, ni porque piense que Pepita está ensimismada en el planchado, será porque doña Celia sabe que Pepita no tiene ganas de charla. Y sabe por qué.

Y doña Celia espera.

La observa doblar el vestido, y cómo se pone colorada de repente.

—Los hombres son unos frescos. A lo primero, se acercan como bravos, y luego después te despachan y se van.

No tardará Pepita en tener ganas de charla. Pero aún no es tiempo. Y su patrona lo sabe. Sabe que debe esperar porque las palabras de Pepita aún forman parte de un suspiro. Doña Celia la oye suspirar. Y espera.

—Ay, madre mía.

Pepita regresa al silencio.

Aunque no tardará mucho en dar rienda a sus quejas. Será un poco más tarde, después de la cena, cuando vuelva a ponerse colorada de repente en la cocina mientras seca una sartén con un trapo.

—Echan a correr sin dar más explicaciones. Te arrumban como a un trasto viejo, y ahora paz y después gloria. Y no me lo disculpe, señora Celia, que tiene meneo la cosa. No me disculpe a ese mamarracho, que ese malaje vestido de señorito se ha creído que es la mona vestida de seda y que el tronío lo regalan con un traje gris perla. Y si pudo venir a pedirme relaciones, bien hubiera podido volver a decirme que olvidara que me las había pedido. Ése se va a enterar. Cuando lo vea, se va a enterar.

Sí, ya tiene ganas de hablar. Y a doña Celia le corresponde intentar consolar a la que no tiene consuelo desde hace dos días, desde hace dos noches, cuando al salir de la casa de don Fernando la abordó un señor con sombrero marrón y le pidió la hora.

—No llevo reloj. Pero si espera un minuto, oirá usted mismamente que dan las nueve.

Dieron, en efecto, las nueve. Y Pepita no oyó las campanadas. Oyó cómo la voz que le había pedido la hora se convertía en un susurro:

—Si yo le pidiera patatas, ¿qué me contestaría usted?

Y oyó su propia voz que, sin pensarlo, contestaba asimismo en un susurro:

—Patatas, puerros y perejil.

—Le traigo un recado de Ave María. Me han dicho que no vaya esta noche, que han tenido que marcharse, y que se lo diga usted al médico.

Sin darle tiempo a contestar, el señor del sombrero marrón alzó de nuevo la voz:

—Las nueve, sí. Gracias, señorita.

Y la dejó en la puerta de la casa de don Fernando.

—No me lo quiera disculpar, señora Celia, no me lo quiera disculpar que no tiene disculpa, que ese mamarracho se ha ido para Francia sin más miramientos.

—Mujer, hay cosas de fuerza mayor.

—Ni mayor ni menor, ni así de medianas le consiento yo a ése las fuerzas, que ése es un sinconciencia y yo he sido una tonta de remate y en mi pueblo las cosas no se hacen así, señora.

Dormirá Pepita esa noche pensando que es tonta y se levantará temprano al día siguiente para ir a la estación a recoger carbonilla pensando lo mismo. Le dirá a su patrona que es hora de que se vaya al cementerio. Y doña Celia le dará un beso, antes de meter unas tijeras en el bolso.

Y el día de Navidad, Pepita se pondrá el uniforme negro que le ha comprado doña Amparo, con su delantal almidonado y sus puños de puntillas, su cofia y sus guantes blancos. Pensará en Paulino cuando se mire al espejo, y cuando vea lo guapa que se ha puesto doña Amparo y los ojos con los que la mira don Fernando. Y servirá la mesa como le han enseñado, ofreciendo las bandejas por la izquierda, primero a las señoras, inclinándose lo justo, sin mirar fijamente a ningún comensal y sin temblar como tiembla doña Amparo al llevarse la copa de cristal a los labios.

Y tiembla doña Amparo porque siente que su marido la está mirando.

Pepita hubiera deseado que Paulino la mirara así.

Después de servir el café en el salón del piano, y de ofrecer polvorones, alfajores, turrones y peladillas en una bandeja de plata, sin mirar el brillo de la medalla que luce en la solapa el padre de don Fernando ni el de los pendientes de su madre, se retira a la cocina y guarda el pavo que ha sobrado en una tartera. Y sonreirá, levemente, porque el pavo de sobra se lo ha regalado su señora, y esta misma tarde se lo llevará a Hortensia. Y Hortensia lo compartirá con su «familia», como llama en sus cartas a las presas que están con ella; las que se reparten el hambre y la comida. Tomasa, la extremeña que nunca tiene visitas, Reme, la mujer que tiene tres hijas y un niño tontito, y Elvira, la chiquilla pelirroja a la que visita su abuelo. Sonreirá, levemente, porque su hermana se llevará hoy una sorpresa cuando descubra el pavo en el fondo de la lata. Ha sobrado bastante, suficiente para que engañen el hambre hasta mañana. Sonreirá, porque ella compró el pavo más grande que encontró en la Puerta del Sol, y lo arrastró con una cuerda porque el animal no quería andar y pesaba demasiado para llevarlo en brazos. Era un pavo enorme, sonríe Pepita, y ella sabía que los señores no podrían comérselo entero aunque les ayudaran los padres de don Fernando. Sonríe al recordar cómo tiraba de la cuerda mirando su volumen, calculando la carne que sobraría y pensando que doña Amparo es muy generosa. Sonríe, porque la gente la miraba al pasar, y se paraban para ver el espectáculo de aquella mujer tan menuda intentando dominar aquel bicho tan grande. Ella tiraba de la cuerda y reía pensando en Hortensia, con el corte de tela para su vestido en una mano y arrastrando con la otra el destino del pavo.

32

La actividad de la galería número dos derecha comenzó como siempre temprano. A las siete de la mañana se levantaron las presas. Era el día de Navidad, y era día de visita. Asistieron a misa obligadas, como todos los días de precepto, pero sólo algunas comulgaron. Las demás permanecieron de pie en señal de protesta durante toda la liturgia y escucharon con la cabeza alta las imprecaciones que el cura les dirigió en la homilía:

—Sois escoria, y por eso estáis aquí. Y si no conocéis esa palabra, yo os voy a decir lo que significa escoria. Mierda, significa mierda.

Tomasa, indignada, pidió al salir una asamblea extraordinaria y propuso en ella una huelga de hambre hasta que el cura les pidiera perdón por sus insultos.

—¿Más hambre?

Era Reme, que miró a Hortensia con desesperación en los ojos, como pidiéndole ayuda, como pidiéndole pan.

—Más hambre no, por Dios.

Algunas mujeres apoyaron la idea de la huelga, y Hortensia tomó la palabra:

—Hay que sobrevivir, camaradas. Sólo tenemos esa obligación. Sobrevivir.

—Sobrevivir, sobrevivir, ¿para qué carajo queremos sobrevivir?

—Para contar la historia, Tomasa.

—¿Y la dignidad? ¿Alguien va a contar cómo perdimos la dignidad?

—No hemos perdido la dignidad.

—No, sólo hemos perdido la guerra, ¿verdad? Eso es lo que creéis todas, que hemos perdido la guerra.

—No habremos perdido hasta que estemos muertas, pero no se lo vamos a poner tan fácil. Locuras, las precisas, ni una más. Resistir es vencer.

Cuando las voces se sumaban unas a otras, a favor y en contra de la oportunidad de la huelga de hambre, y la palabra dignidad resonaba más que ninguna sobre la palabra locura, Elvira llegó corriendo al cuarto de las duchas:

—¡Viene La Veneno! ¡Que viene La Veneno!

Las mujeres que tenían toallas se envolvieron el pelo con ellas o se las colgaron al hombro, y las que no las tenían simularon que se secaban las manos con la falda. La reunión había acabado. La Veneno, acompañada de Mercedes, se acercaba a la cancela con un Niño Jesús en los brazos. Mercedes giró la llave y empujó la puerta, dejó pasar a su superiora y entró tras ella en la galería. Volvió a girar la llave, se la colgó a la cintura y se colocó una horquilla que sobresalía en exceso de su moño de plátano.

—¡A formar!

No era hora de recuento. Pero nadie preguntó por qué las obligaban a formar.

Mercedes dio tres palmadas y las presas se pusieron en fila. La hermana María de los Serafines mostró el Niño Jesús coronado de latón dorado, pasó la mano bajo las rodillas regordetas y cruzadas, y ofreció el pie del infante a la primera reclusa:

—El culto religioso forma parte de su reeducación. No han querido comulgar y hoy ha nacido Cristo. Van a darle todas un beso, y la que no se lo dé se queda sin comunicar esta tarde.

Una a una, las presas fueron besando el pie ofrecido. Una a una, inclinaron la cabeza para besar al Niño. La Veneno lo sostenía a la altura de su estómago para obligarlas a una inclinación pronunciada. Después de cada beso, Mercedes secaba el pie de cartón piedra con un pañito de lino almidonado.

—Ahora usted, Tomasa.

Es el turno de Tomasa, que no puede contener su ira. Cuando se le acercó La Veneno, la extremeña le mantuvo la mirada, con la boca apretada de rabia. Después de unos minutos, la monja obligó a Tomasa. Atrajo la cabeza de la reclusa hacia el Niño Jesús. Tomasa agachó la cabeza, acercó los labios al pequeño pie, y en lugar de besarlo, abrió la boca y separó los dientes.

Un crujido resonó en el silencio de la galería.

Un crujido.

Y una boca que se alza sonriendo, con un dedo entre los dientes.

Y un grito:

—¡Bestia comunista!

El grito es de la hermana María de los Serafines. Mercedes acerca su pañito almidonado al pie del Niño Jesús y cubre su amputación como quien cura una herida. La monja vuelve a gritar:

—¡Bestia comunista!

Y propina un golpe seco con el puño cerrado en la boca de Tomasa.

Un vuelo de hábitos, de anchas mangas blancas dirigidas a un rostro que no ha perdido la sonrisa.

La fuerza del puñetazo hace escupir a la sacrílega, y el dedo del Niño Dios vuela con las tocas por los aires. Ha terminado el besa pie. La hermana María de los Serafines ordena la búsqueda del dedo cercenado. Y las reclusas rompen la formación sofocando una carcajada. A Elvira se le escapan dos lágrimas al intentar controlar su sofoco, y Hortensia se lleva las manos al vientre y exclama:

—¡Ay, madre mía! ¡Ay, madre mía de mi vida y de mi corazón!

Para no reír, las reclusas buscan el dedo perdido sin mirarse unas a otras. Para no reír, no miran a Tomasa.

—¡Aquí está!

Es Reme, que ha encontrado el dedito de Dios y se lo entrega a la monja.

El labio de Tomasa ha comenzado a sangrar, la hermana María de los Serafines la empuja hacia Mercedes ordenándole que quite a la sacrílega de su vista:

—¡Quite a esta sacrílega de mi vista!

Y acerca el pequeño dedo al pequeño pie para comprobar si podrá curar la herida. Sí, podrá pegarlo. Lo mira con arrobo. Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo. Podrá pegarlo, aunque se notará la juntura como una pequeña cicatriz.

Las presas de la segunda galería derecha podrán reír cuando se estén arreglando para acudir al locutorio. Cuando la agitación bulliciosa por la alegría del encuentro con sus familiares les haga olvidar la tristeza que les produjo la imagen de Tomasa, intentando mantener el equilibrio, saliendo a empujones hacia su castigo. Podrán reír cuando olviden la pena que sintieron al verla caminar abrochándose el vestido de la madre de Elvira. Sólo entonces, cuando las reclusas estén preparándose para la visita, podrán reír. Y será Reme la que provoque sus risas. Se pellizcará, como todas, los pómulos, para que el color lleve a su rostro un aspecto un poco más saludable, un poco menos demacrado y famélico, y dirá mientras lo hace:

—Y ahora, se cargarán de razón cuando digan que las comunistas nos comemos a los niños. Carajo que es bruta la muy puñetera.

Reme será la primera en reír. Elvira la seguirá después de preguntar a Hortensia:

—¿Te fijaste en la cara de La Veneno?

—¡Cómo se puso!, capaz de darle algo.

La tensión acumulada saltará en carcajadas mientras se arreglan las que tienen visita, ayudadas por las que no la tienen.

—Toma, Reme, ponte esta bufanda roja que te alegre un poco la cara.

Reme se limpia con saliva las manos, porque hace tiempo que han cortado el agua. Se asea pensando en Benjamín. No debería haberle pedido jabón en la visita anterior. El jabón escasea. No tenía que habérselo pedido, y menos aún la sillita de anea. Pobre Benjamín, no tenía que haberle pedido nada. Él siempre le lleva lo que puede llevarle. Y sonríe pensando en su nieto, al que verá esta tarde por primera vez. El hijo de su hijo, nacido en León hace apenas seis meses.

Hortensia está más excitada que de costumbre, y no sabe por qué. Se estaba haciendo dos trenzas, como le gusta a Felipe, cuando una mujer que trajeron hace unos días de Salamanca se acercó a ella. Había sido acusada de colaboración con bandoleros, eso era todo lo que sabían de aquella mujer pequeña y enérgica que entró en la galería número dos derecha sin que el miedo asomara a sus ojos. Algunas creyeron que se trataba de una guerrillera, pero en realidad pertenecía a la dirección del Partido Comunista en Salamanca.

—Me llamo Sole.

Después de decirle que se llama Sole, añade que es comadrona, y que su hija le ha enviado un mensaje:

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