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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (16 page)

BOOK: La voz dormida
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—Más le hubiera valido.

—¿A qué hora acabas el turno?

El crucifijo ha desaparecido, también las palabras comienzan a desaparecer. Pepita resbala de la silla.

—A las doce, ¿y tú?

—Yo también. Espérame, que acabo con ésta y nos vamos juntos.

—Buena prenda, ¿es para ti solito?

—Y para éste.

Pepita ya ha dejado de oír por completo. Tiene los ojos cerrados. Y yace inconsciente en el suelo.

—¡Joder!

—¿Qué pasa?

—Que la prenda se ha caído. Si es que a las mujeres no se las puede dejar solas, tú.

—Tráele agua.

Un cubo de agua fría la hace despertar.

Y Pepita recupera la conciencia, y el espanto.

9

En la pensión Atocha, doña Celia recorre el pasillo de un extremo al otro apretando su pañuelo entre las manos. Camina sin poder detenerse desde que regresó de casa de don Fernando hace algo más de una hora. Pasea retorciendo el pañuelo, repite el recorrido una y otra vez mirando las agujas del reloj de pared. Se acerca el pañuelo a los ojos enrojecidos, y secos. Hace tiempo que ha dejado de llorar. Le arden los ojos, continúa frotándoselos cuando alcanza el final del pasillo. Sigue caminando y vuelve a enjugarse los ojos cuando llega al otro extremo. Mira las agujas del reloj. Desanda lo andado retorciendo el pañuelo. Ya no puede llorar. Desearía que las lágrimas refrescasen sus párpados.

Llorará de nuevo, doña Celia. Las lágrimas consolarán sus ojos al abrazar a Pepita. Y no tardará en hacerlo. También llorará Pepita cuando se entregue a los brazos de doña Celia. Llorará, mientras le cuenta que la sangre que mancha su vestido no es suya. Se manchó al sentarse en una silla, y se manchó más al caer al suelo de una habitación donde hay un crucifijo en la pared. Llorará al decirle que Carmina está muerta.

—Les he oído decir que no cantó.

Y jurará que ella tampoco ha delatado a nadie, que perdió el sentido. Jurará entre gemidos que no le hicieron ni una sola pregunta. Repetirá que perdió el sentido por dos veces. Y que la primera vez que abrió los ojos llevaba los botones del vestido desabrochados y estaba mojada. Tiritaba, pero no tenía frío. Volvieron a ordenarle que se sentara en la silla. Debía de estar muy pálida, porque uno de los hombres le preguntó al otro que si le gustaban tan blancas y él le contestó que no, que tampoco hay que exagerar, y que si le metían mecha, parecería un cirio. Entonces alguien llamó a la puerta, y ella no recuerda nada más. Sabe que dejó de tiritar. Y que cerró los ojos. Y que le costaba mantener la cabeza derecha. Cuando despertó de nuevo, se encontraba en otra habitación, tendida en una camilla. El padre de don Fernando la estaba auscultando:

—Está perfectamente, ha sido un simple desmayo. Si queréis estar un rato a solas, os podéis quedar aquí, yo os esperaré fuera.

—No hace falta, papá.

Don Fernando cubrió a Pepita con el abrigo y le ofreció la mano para levantarse:

—Vámonos.

—¿Va a sacarme de aquí, señorito?

—A eso he venido. Vámonos.

Ya en la calle, don Fernando le explicó que habían requisado la carta que llegó de Francia. Y que si recibiera otra, ella misma debía comunicarlo de inmediato en Gobernación, sin esperar a que lo hiciera el cartero. Pepita caminaba en silencio, flanqueada por padre e hijo, lívida aún, sin recuperarse del pánico. Don Fernando se despidió de su padre con un abrazo, preguntándole cuándo debía incorporarse a su nuevo trabajo. El padre lo retuvo en sus brazos un instante, después lo separó de él y acarició la mejilla de Pepita:

—Es muy guapa, sí. Mañana mismo empiezas, en eso habíamos quedado, llevan una semana sin médico. Ven a mi consulta a las cuatro y media, te diré lo que tienes que hacer. Muy guapa, pero sácala hoy mismo de tu casa, hombre, por Dios.

Don Fernando y Pepita se encaminaron hacia la pensión Atocha. Cuando habían dado unos pasos, él se giró para comprobar que su padre se encontraba alejado de ellos, y entonces quiso indagar si Pepita había mencionado su nombre en el interrogatorio; comenzó por preguntarle si le habían hecho daño:

—¿Te han hecho daño?

—No, señorito.

—¿Qué querían saber?

—No sé, señorito.

—¿Qué te han preguntado?

—Nada.

—¿No te han hecho ninguna pregunta?

—No, señorito.

—Pero algo habrás dicho tú.

—Yo no he dicho nada.

La insistencia de don Fernando inquietó a Pepita. El continuó haciéndole preguntas.

—¿Has mencionado mi nombre?

—Yo no he dicho nada, señorito, perdí el sentido.

—¿No les has dicho nada de mí?

—Se lo juro que perdí el sentido y que yo no he dicho nada, por mis muertos. Por mi madre y mi padre que en Gloria estén le juro que no he dicho nada.

Ella comenzó a sospechar que don Fernando la había sacado de Gobernación para salvarse a sí mismo. Sus sospechas la llevaron a desconfiar de él.

—¿De quién es la carta? ¿Te ha escrito El Chaqueta Negra? Es él quien te ha escrito, ¿verdad?

—No, señorito, ha sido mi novio.

—¿Qué novio? ¿No es tu novio Paulino González? Piénsalo bien, Pepita, no me engañes. Os vi juntos, vi cómo os mirabais cuando fui a curarle la herida a tu cuñado. A mí no tienes por qué engañarme. Ellos se fueron a Francia y tú has recibido una carta de Francia. Tu novio nos está poniendo en peligro a todos, ¿no lo entiendes?

Los temores de don Fernando confirmaron las sospechas de Pepita.

—Ya le he dicho que Paulino no es mi novio. Mi novio se llama Jaime.

—Pero bueno, ¿quién es ese Jaime?

—Jaime Alcántara.

—¿Y qué decía en la carta?

—Cosas de amor.

—¿No mencionaba mi nombre?

—No, señorito.

Nadie podría descubrir al leer aquella carta que Jaime ocultaba a Paulino. Nadie, excepto Pepita. Ahora sabe por qué utilizó unas claves que sólo ella podía descifrar. Y sabe por qué ha inventado una historia, lo sabe con certeza cuando se dispone a contarla, y descubre que él no la inventó para protegerse, sino para protegerla a ella.

—¿Seguro que no mencionaba mi nombre?

—Seguro, señorito. Mi novio no le conoce a usted. Mi novio se fue a Francia de maquinista de tren hace cinco años, antes de que empezara la guerra, y como ahora es allí donde hay guerra, me dice que se va a volver. Eso es lo que me dice en la carta, que se va a volver, y que nos vamos a casar cuando vuelva.

La memoria funcionó como estrategia, Pepita recordó las palabras que su novio había escrito, y don Fernando dejó de preguntar.

10

El hacinamiento en la enfermería de la prisión provincial de Ventas produjo en el doctor Ortega un extraño sentimiento de horror, mezcla de impotencia, repugnancia y lástima. Todas las camas se encontraban ocupadas por dos presas. Las enfermas compartían los lechos de sábanas escasas en limpieza, y faltos de mantas. Pelagra, disentería, sífilis, desnutrición, tuberculosis, todo tipo de enfermedades, contagiosas o no, aquejaban a las mujeres que respondieron en un hilo de voz a las preguntas de don Fernando, cuando éste recorrió la primera sala que le mostró La Zapatones. Al pasar a la segunda sala, contigua a la anterior, el médico se detuvo espantado. Colchones en el suelo y somieres sin colchones acogían a las pacientes en parejas.

—¿Cuántas enfermas hay aquí?

La Zapatones no supo contestar:

—De un día para otro cambian, doctor.

—¿Cómo es eso?

—Unas se mueren, otras no.

La desidia de La Zapatones señaló el estado de aquel lugar donde los quejidos se confundían con la debilidad de las toses.

—¿Quién cuida de esta gente?

—Hace una semana que se murió el médico.

—Eso ya lo sé, pero alguien habrá que atienda a las enfermas, ¿no?

—Hay dos funcionarias allí, en control.

La Zapatones señaló las rejas de una puerta situada al fondo de la segunda sala.

—Quiero verlas inmediatamente.

Detrás de la cancela, en una pequeña habitación amueblada con una mesa, dos sillas y una camilla de reconocimiento, las dos funcionarias jugaban a las cartas ajenas a la llegada del médico.

—Abran esta puerta.

El grito de don Fernando les hizo abandonar los naipes sobre la mesa. No guardaron la baraja, se pusieron en pie, una de ellas cogió un manojo de llaves y cumplió la orden del médico.

—¿Se puede saber qué están haciendo?

Las dos funcionarias se miraron con un gesto de extrañeza.

—Nada.

Nada, replicó la que había abierto la cancela, y la otra añadió que ya les habían dado de comer a las presas.

—¿No tienen nada más que hacer? ¿Y ustedes se consideran enfermeras?

—Nosotras no somos enfermeras.

Desde el patio llegaba un rumor de risas, a través de los cristales de la ventana se escuchó una voz en falsete cantando La tarántula:

... es un bicho mu malo.

No se mata con piedra ni palo...

Era una mañana de sol, de frío y viento. La alegría que subía con el aire llamó la atención al médico.

Bailando se cura tan hondo dolor.

¡Ay! ¡Mal haya la araña que a mí me picó!

La Zapatones advirtió su sorpresa y se acercó a una ventana.

—Se distraen así, unas cantan y otras bailan. ¿Le molesta el ruido, doctor?

—No, por Dios.

—¿No quiere que las haga callar?

—Lo que quiero son sábanas limpias, y más mantas.

—Eso no sé si va a poder ser.

Pero sí pudo ser. El doctor Ortega consiguió sábanas limpias, y mantas suficientes para todas las enfermas. Y exigió además una ayudante con experiencia, cuando La Zapatones le informó de que las funcionarias que había encontrado jugando a las cartas no poseían ningún conocimiento de enfermería, simplemente trabajaban allí porque les habían asignado ese puesto, y permanecerían en él durante un mes, cumpliendo un turno rotatorio que obligaba a todas las funcionarias del penal. Su función era dar de comer a las enfermas, y a las presas que cumplían castigo, que se encontraban en las celdas de aislamiento situadas dos pisos más abajo, al final de la escalera que salía de una de las esquinas del puesto de control.

—Habrá que buscar una voluntaria entre las internas, doctor.

—Pues búsquela.

Y habría que buscarla entre las internas porque La Zapatones supuso que ninguna funcionaria ejercería de enfermera por voluntad propia.

Esa misma tarde, una ayudante se presentó como voluntaria de enfermería y le dijo al doctor Ortega que se llamaba Sole.

—Para servirle.

Le dijo que se llamaba Sole, para servirle, y que era comadrona, y que en su pueblo, en Peñaranda de Bracamonte, en Salamanca, ayudaba al médico en lo que hiciera falta. Pero Sole no iba sola, en contra de las conjeturas de La Zapatones. La acompañaba una funcionaria que expuso su deseo de trabajar con el doctor Ortega. No era otra que Mercedes, que se colocó las horquillas de su moño antes de entrar a hablar con don Fernando.

—Yo no tengo experiencia, doctor, pero mi marido era practicante, y le he visto poner muchas inyecciones.

La falta de carácter de Mercedes la llevó a tomar aquella decisión. Ella supo que era incapaz de imponer su autoridad cuando preguntó de quién era la silla donde Hortensia estaba sentada. Lo supo, con la más absoluta de las certezas, cuando se dio la vuelta y sintió las miradas de las presas, dirigidas como flechas a su espalda. Las risas le dolieron como heridas abiertas, y se le saltaron las lágrimas. No tardarían en despedirla si continuaba comportándose así. De modo que, al escuchar a La Zapatones que buscaban voluntarias para la enfermería, pensó que quizá con las enfermas podría conservar su trabajo.

No fue necesario mucho tiempo para que don Fernando tomara aprecio a las voluntarias. La energía de las dos mujeres hizo posible que el aspecto de las enfermas se convirtiera en un poco menos lamentable. Ellas se bastaron solas para organizar las dos salas de la enfermería siguiendo las indicaciones del médico. Acomodaron en la primera sala a las pacientes contagiosas y en la segunda a las que no lo eran. Las lavaron, las peinaron, y suministraron a las que tosían pañuelos limpios que ellas mismas confeccionaron con las sábanas viejas que don Fernando ordenó desechar. Las funcionarias que jugaban a las cartas dejaron de jugar. Las miraban con desprecio cuando el médico se dirigía a ellas para dar instrucciones, recelosas de su confianza, y se turnaron para recorrer el pasillo custodiando a las presas, y vigilando a Sole y a Mercedes. Tan sólo las perdían de vista cuando bajaban, una vez al día, a las celdas de castigo. No era un trabajo agradable, llevar la comida a las que estaban castigadas sin comer más que un rancho escaso y pestilente; por eso una mañana, cuando se dispusieron a bajar quejándose de tener que hacerlo, y Mercedes se ofreció a sustituirlas, cedieron a la novata, con gusto y para siempre, aquel cometido enojoso. Para siempre, o hasta que se cansara de un servicio del que abominaban todas las demás. Y Mercedes se llevó a Sole con ella. La comadrona cargó con el cesto de chuscos de pan y con la olla de una sopa que las presas se negaban a comer, caldo tibio y sucio donde flotaba la repugnancia. Sole les entregaba el hambre llenando sus cazos, y el consuelo de un chusco de pan. Mercedes abría las puertas metálicas de las celdas y entregaba una escoba a las presas. Así fue como se alarmaron al ver a Tomasa, sentada en su petate, desnutrida y cubierta de sabañones, sin fuerzas para levantarse a barrer su celda, mirando fijamente la canasta del pan.

Mercedes se estremece y pregunta por el tiempo que lleva allí:

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—No llevo la cuenta.

La comadrona lo sabe, y le recuerda a Mercedes el día de Navidad, el dedito del Niño Dios.

—Le dieron «cubo» para tres meses, va para un mes.

—Barra usted la celda, Sole.

Sole barre la celda de Tomasa. Después regresa a la enfermería decidida a hablar con el doctor Ortega. Decidida a impedir que Tomasa se muera.

11

—Tiene sabañones en las piernas, y en las rodillas. Hasta en la cara tiene sabañones. La nariz parece un pimiento morrón, tal cual.

—¿Qué le dijiste al médico?

—Que bajara a verla.

—¿Y fue?

—No. Pero la vio, en cuanto le dije cómo estaba la Tomasa. Está en el puro pellejo, doctor. Baje a verla, si no quiere que se la suban muerta para que sea usted el que diga que está muerta, le dije, que tiene una ictericia que la cara se le ha quedado como la bandera de los nacionales, escuchimizada, amarilla en los lados y en el medio rojo sangre de pimiento morrón.

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