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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (20 page)

BOOK: La voz dormida
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—En Castuera fusilaban días alternos, entre las doce y media y la una de la madrugada. Los domingos descansaban. En la boca mina los echaban a cualquier hora, y no alternaban.

Tomasa llora. Y grita que aquella madre se ahorcó una tarde de noviembre, en el retrete de la cárcel de Olivenza. Antes le había contado que en Castuera fusilaron al alcalde de Zafra, don José González Barrero se llamaba. Lo fusilaron un mes después de acabar la guerra. Y lo enterraron boca abajo, para que no saliera. Contar la historia. Sobrevivir a la locura. Recordar a don José, paseando con su esposa por la calle Sevilla. Era verano. Era la caída de la tarde. Y era la República. Su nuera iba vestida de blanco, como ama de cría. En Zafra. Y era la primera vez que Tomasa y su nuera veían de cerca a un alcalde:

—Mire, señora Tomasa, el alcalde. Ese es el alcalde.

Don José. Se llamaba don José. Llevaba a su mujer del brazo, y un sombrero panamá. Atardecía. Don José iba con un traje de lino, y con su esposa del brazo. Tenían una hija que se llamaba Libertad.

18

—Esta noche la sacan.

—¿Está segura? ¿Y cómo lo sabe?

Sole y Mercedes estaban arreglando la cama de una enferma. La funcionaria se acercó al oído de la presa cuando remetían las dos una sábana. Así supo Sole que a Hortensia le quedaba una noche.

Y Mercedes lo supo por casualidad. La funcionaria se encontraba en Dirección para pedir un cambio de turno, cuando escuchó la orden de labios de la hermana María de los Serafines y oyó cómo la superiora le proponía a La Zapatones asistir a la expedición como testigo. La Zapatones aceptó, y Mercedes cayó desmayada al suelo.

—¿Come usted bien?

—Sí, hermana.

—Ande, váyase a la enfermería. Y que la vea el médico.

Después de recibir unas palmadas en las mejillas, Mercedes se levantó y con el rostro aún pálido, abandonó el despacho olvidando pedir el cambio de turno. Y corrió la voz:

—Esta noche la sacan.

—Esta noche la sacan.

Reme y Elvira se llevaron las manos a la cabeza al enterarse de la noticia y, a pesar de que tenían prohibido acercarse al pabellón de madres, se colaron con Sole para despedirse de Hortensia. Las tres pudieron abrazarla.

Reme cogió un momento a la niña en brazos. Sole envolvió a Hortensia en un abrazo largo, muy largo. Y Elvira le acarició las mejillas:

—No duele.

Las palabras llegaron a los labios de Elvira sin que las hubiera pensado, cuando su terror más íntimo la estremeció al sentir en sus dedos la ternura de Hortensia.

—Me han dicho que no duele.

Todos los comentarios del día siguiente giraron en torno a la niña y a la madre.

—Dicen que la nueva la acompañó a la capilla y se quedó fuera con la hija toda la noche. Y que la niña no paró de berrear de hambre, criaturita.

Y que el cura la quiso convencer para que confesara y comulgara. Le dijo que su deber era salvarle el alma, y que si se ponía en orden con Dios le dejaba que le diera la teta a la niña. Pero ni confesó ni comulgó, no consintió, esa mujer tenía los principios más hondos que el propio corazón.

Y dicen que La Zapatones le metió prisa para vestirse. Y ella la encaró diciendo que la dejara tranquila. ¿No ve que me estoy poniendo mi propia mortaja?, dicen que dijo, y se vistió tranquila con un vestido que le había hecho su hermana para Navidad.

Y dicen, y es cierto, que cuando el capellán se marchó de la capilla, Hortensia escribió una carta. Y en el momento en que acabó de firmarla, Mercedes entró y permitió que la madre amamantara a la hija.

—Gracias.

Gracias, le dijo la mujer que iba a morir. Amamantó a la niña, la besó, y luego le pidió a Mercedes que se la entregara a Pepita.

—Me han dicho que viene a por ella todas las mañanas.

Había llegado la madrugada, cuando sonó el motor de un camión. Hortensia se quitó los pendientes y se los dio a Mercedes, ocultó en la toquilla sus dos cuadernos azules y el documento de su sentencia, y le rogó a la funcionaria que recogiera su bolsa de labor por la mañana y se lo entregara todo a su hermana. Es para la niña, le dijo.

Era el día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. En el libro de inscripción de defunciones del cementerio del Este anotaron el nombre y dos apellidos de diecisiete ajusticiados. Dieciséis hombres y una mujer. Una sola: Isabel Gómez Sánchez. Hortensia no figura en la lista. El nombre de Hortensia Rodríguez García no consta en el registro de fusilados del día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. Pero cuentan que aquella madrugada, Hortensia miró de frente al piquete, como todos.

—¡Viva la República!

Y dicen, y es cierto, que una mujer se acercó a los caídos y se arrodilló junto a Hortensia.

Llevaba unas tijeras en la mano. Le cortó un trocito de tela del vestido que se había puesto para morir.

Y le cerró los ojos.

Y le lavó la cara.

RESULTANDO.— Probado y así lo declara el Consejo, que la procesada, Hortensia Rodríguez García, de malos antecedentes morales y perteneciente a las J.S.U., ingresa voluntaria en el Ejército rojo prestando servicio en las Milicias del Pueblo de Córdoba, y toma parte en los desmanes y crímenes que se cometen en la citada capital contra personas de derechas. Y probado, así mismo, que la procesada es detenida en las huertas de El Altollano mientras hacia acopio de víveres destinados a los bandoleros de Cerro Umbría.

CONSIDERANDO.— Que los hechos que se declaran probados y que se refieren a la procesada, son constitutivos de un delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN, previsto y penado en el Núm. 2 del art. 258 del C. de J. M., delito del que aparece responsable en concepto de autora por su participación directa y voluntaria.

CONSIDERANDO.— Que el Consejo, haciendo uso de las facultades que le conceden los art. 172 y 173 del C. de J.M., y teniendo en cuenta que es de aplicar el Grupo Y, apartado 11 —con agravante de trascendencia y peligrosidad—, del Anexo a la Orden de 15 de enero de 1940, estima justo imponer la pena en su máxima extensión.

CONSIDERANDO.— Que todo responsable criminalmente de un delito o falta lo es también civilmente.

VISTOS.— los preceptos citados y demás de general aplicación.

FALLAMOS.— Que debemos condenar y condenamos a la procesada, como autora del delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN, con las agravantes de trascendencia y peligrosidad, a la pena de MUERTE y accesorias legales correspondientes, para caso de indulto, debiendo ser ejecutada la procesada por FUSILAMIENTO. En cuanto a responsabilidad civil se estará a lo dispuesto en la ley de 9 de febrero de 1939.

Así por ésta nuestra sentencia lo pronunciamos, mandamos y firmamos.

TERCERA PARTE

«... Si no veis a nadie, si os asustan

los lápices sin punta, si la madre

España cae —digo, es un decir—

salid, niños del mundo, ¡id a buscarla!...»

CÉSAR VALLEJO

1

El cuaderno azul que Pepita llevó a la prisión hace ya tanto tiempo, el que encontró bajo la piedra casi plana del camino del cerro, está lleno de palabras, desde la primera hoja hasta la última. Palabras escritas con torpeza, dirigidas a Felipe. «Para Felipe», escribió Hortensia en la tapa cuando se le acabaron las páginas, y debajo estampó su firma. El otro cuaderno tiene escritas apenas ocho páginas, y también es azul. Pepita los contempla mientras arrulla a su sobrina en los brazos. En la tapa del segundo cuaderno lee en voz baja: «Para Tensi», y mece al bebé repitiendo palmaditas en su espalda con la mano derecha. En la izquierda oculta un pequeño rollo de tela apretado en el puño.

—Tu mamá te ha escrito un libro.

Hace tiempo que la niña se ha dormido, pero la joven de ojos azulísimos no quiere dejarla en el canasto que doña Celia ha convertido en moisés y sigue acunándola. La abraza, como si temiera hundirse si la suelta, como si la niña fuese lo único a lo que pudiera aferrarse.

—La vas a malcriar, déjala en el moisés o querrá brazos toda la vida.

Pepita no contesta. Mira los cuadernos, situados uno junto al otro sobre la mesa de la cocina, sin atreverse a tocarlos, sin decidirse a abrirlos, con el mismo pudor que sintió al sacarlos de la bolsa de labor que le entregó la funcionaria, donde encontró también la sentencia, los pendientes de su hermana, un lápiz sin punta y un faldón a medio hacer. Desea leerlos, pero no lo hará.

Aún no.

No lo hará. Teme traicionar a Hortensia, ofender a Felipe, arrebatarle a la niña la oportunidad de ser la primera en leer las palabras que ha escrito su madre.

Pepita aún no sabe que perderá su temor. Y será doña Celia quien la ayude a perderlo.

—Anda, trae a la criaturita que yo la acuesto.

Los brazos de Pepita conservan por unos momentos la forma del abrazo vacío y el balanceo de su cuerpo persiste en el arrullo del bebé que ya está tendido en su canasto.

—Vamos, muchacha, acaba el faldón de la niña, crecen muy deprisa. ¿No querrás que lo deje sin estrenar?

Doña Celia ha detenido el vaivén de Pepita, le aprieta los hombros. La mira de frente a los ojos.

—Tienes una sobrina, y me tienes a mí.

—Y tengo una flojera metida hasta en los tuétanos, señora Celia. Y me ha entrado una fatiguita que no se me pasa.

—Ya pasará, hija, ya pasará.

Repite, doña Celia, que ya pasará. Y le coge las manos.

—¿Qué escondes ahí?

Es un pequeño trozo de tela cortado a tijera.

—¿Quieres guardarlo, hija?

—Sí, para siempre.

—Bueno está, pero no hace falta que lo tengas en la mano.

Doña Celia abre el cuaderno que Hortensia tituló «Para Tensi».

—Lo puedes guardar aquí.

Y al abrirlo, una carta cae al suelo. «Querida hermana, queridísima mía:»

—¡Es para mí! ¡Hortensia me ha escrito también a mí!

Sí, en la capilla de Ventas, en su última noche, Hortensia escribió la carta que vencerá el pudor de Pepita. En ella le ruega que cuide de Tensi y le pide que le lea su cuaderno en voz alta, para que su hija sepa que siempre estará con ella. Le pide también que lea el cuaderno de Felipe, «así la niña irá conociendo a su padre», y que le entregue sus pendientes cuando sea mayor. Y le da instrucciones para terminar el faldón, que a ella no le ha dado tiempo de hacerlo, «.., al punto de cruz le faltan dos filas, para que esté bien fruncidito».

La carta es larga. Dos hojas escritas por ambas caras que Pepita leerá con avidez. Dos cuartillas que serán su tristeza y su consuelo.

—De usted también se ha acordado, señora Celia. Me dice que no me aparte de su vera, que su cariño de usted no lo voy a encontrar yo. Y que es usted la mar de buena, señora Celia, la mar de buena.

—¿Eso dice?

—Así mismito. Y va cargada de razón.

Pepita se ha levantado de la silla. Le enseña la carta a su patrona señalando con el dedo:

—Mire este renglón, aquí: «La mar de buena».

Doña Celia lee las palabras que Pepita ha repetido en voz alta y les resta importancia:

—Se hace lo que se puede.

—Y lo que no se puede también lo hace usted, y no me lo quiera negar, que nunca le agradeceré bastante todo lo que yo le debo. Que cuando me despidió el señorito usted me acogió como a una hija y me consiguió los ajuares que mejor se pagan de todo Pontejos. Y si no es por usted, yo me habría largado ya a Córdoba sin perro que me guarde. Y usted lo sabe y lo sé yo. Y lo sabe el que hay en lo alto, si es que en lo alto hay alguien.

Pepita recoge la carta y los cuadernos y se marcha murmurando a su habitación:

—Que si arriba hubiera alguien, no le saldría por el alma consentir que aquí abajo pase lo que está pasando.

Continúa hablando para sí mientras saca una lata de galletas que esconde bajo la cama.

—¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puedes consentir que se lleven a la juventud a golpe de redoble? ¿Cómo es posible? Que a los mejores te estás llevando a golpe de Santo Paredón.

Guarda en su interior los diarios, la sentencia, la bolsa de labor de su hermana y sus pendientes, y vuelve a colocar la caja de lata bajo la cama.

Más tarde, cuando la niña se despierte, leerá para ella. Ahora va a terminar el faldón que comenzó a hacerle su madre.

Se sentará Pepita en la cocina. Y coserá, como todas las tardes. Acabará el faldón y Tensi podrá estrenarlo el domingo de Ramos.

—Que quien no estrena nada se queda sin manos.

Y seguirá cosiendo ajuares de novia para la tienda de Pontejos que mejor los paga. Le gusta coser, le gusta más que ir a recoger carbonilla a la estación, y más que servir en casa de extraños. Don Fernando le hizo un favor al pedirle que no volviera a su casa. No le dio explicaciones, pero ella sabe que prefiere verla desde lejos. Lo sabe. Don Fernando tiene miedo. Tiene miedo y se le ve en la cara. Del derecho y del revés se le ve. Ella sabe que don Fernando no quiere verla de cerca para que a él no le vea el miedo que le asoma cuando la tiene enfrente. Porque se le ve, clarito se le ve, hasta cuando se cruzan en la calle y él levanta el sombrero. La mira sin querer verla y sigue para alante sin pararse. La mira poco, para que el miedo no se le enrede en los ojos con el pestañeo. Y cuanto más pestañea, más se le enreda. Buenos días, Buenas tardes, eso es lo único que le sale en la voz. Y ella contesta Buenos días, Buenas tardes, señorito, aunque ya no sea su señorito y no sepa que le ha hecho un favor dejando de serlo. Ahora se gana la vida sin tener que asistir en casa de nadie, sólo cosiendo. Y con las migas que recoge en su bolsita de terciopelo, que eso también lo hace con gusto. Y pasea todas las tardes de domingo por el parque del Retiro, con la niña y con la señora Celia. A ella casi le da lástima don Fernando, cuando lo ve irse deprisa creyendo que puede huir del miedo. Y no puede, porque lo lleva puesto en la mitad de los ojos. Casi le da lástima, sí, casi, porque lástima, lo que es lástima, no le da, que ya tiene de sobra con aguantar las propias penas, que este amargamiento de vida va de mal en peor. A ella sólo le cabe un pesar, sólo uno más, que ya carga bastantes. Y es que Jaime no ha vuelto a escribir, y pasan los meses.

Sí, pasan los meses. Y seguirán pasando. Y Pepita seguirá ayudando a doña Celia en la limpieza de la pensión por las mañanas y coserá por las tardes, atenta al timbre, por si suena la puerta, por si viene el cartero, por si llega otra carta de Francia.

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