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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (21 page)

BOOK: La voz dormida
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Siempre esperando y temiendo que suene el timbre de la calle, y contando los meses que pasan sin que el cartero pronuncie su nombre.

2

Quizá el tiempo se mida en palabras. En las palabras que se dicen. Y en las que no se dicen. Pepita lee una y otra vez los diarios de Hortensia. Una y otra vez. Un día y otro. Y un mes. Y otro mes. Pepita cuenta las páginas de los cuadernos azules y las veces que las ha leído para Tensi, mientras Tensi crece.

Y cuenta los días y los meses que pasan sin noticias de Francia, idénticos unos a otros en el silencio. Sí, el tiempo es también la duración del silencio.

Es necesario aprender a vivir en la espera. Es necesario aprender a respirar cuando llama el cartero a la puerta y se teme y se desea una carta de Francia. Es preciso distinguir entre el alivio y la tristeza cuando un suspiro se escapa al ver marchar al cartero. Y las manos vacías. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que Jaime Alcántara le escribiera una carta desde Francia? Una sola carta. ¿Y por qué no ha vuelto a escribirle? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que ella regresó de los sótanos de Gobernación? Es preciso distinguir un miedo de otro. Paulino no ha muerto. Jaime Alcántara ha de escribir para decirle a Pepita que Paulino no ha muerto. Es preciso saber que es más fuerte el deseo de recibir una carta que el miedo a presentarse con ella en Gobernación. Y es necesario aprender a vivir en silencio. Jaime Alcántara no ha vuelto a escribir.

Pepita retira un resto de papilla que cuelga de la comisura de la boca de Tensi. Recorre sus labios con la cuchara y vuelve a metérsela en la boca abriendo y cerrando la suya en sintonía con los gestos de la niña.

—Ésta, por mamá.

Gira la cabeza. Mira hacia la puerta de la cocina con ansiedad. Apresta el oído. Detiene la cuchara vacía en el aire. Y espera.

Espera, porque ha sonado el timbre de la calle. Espera, y escucha decir a su patrona:

—Buenas tardes.

Y otra voz que responde maquinalmente:

—Buenas tardes.

Es la voz del cartero. Pepita se levanta de un salto y se sitúa frente a la puerta con la niña en los brazos. Ha soltado la cuchara y se aferra a su sobrina.

Doña Celia entra en la cocina con un sobre en la mano.

—Era para mí. Es de Gerardo.

Pepita deja escapar un suspiro y mira a doña Celia. Mira la carta. Doña Celia muestra una carta de su marido que lleva en la mano. Y ve la inquietud que asoma a los ojos azulísimos.

—No vuelva a mentarme la paciencia, por lo que más quiera usted, no vuelva a mentármela, que de mañana no pasa que me acerque a Ventas.

—Hija, ¿no has tenido ya bastante?

—Para dar y tomar bastante y de sobra he tenido, pero esa muchacha puede darme norte de él, de modo y manera que mañana mismito voy a buscarla.

—Es peligroso, Pepita, los nuestros están cayendo y ella puede estar vigilada.

—¡Los nuestros, los nuestros! ¿Y yo de quién soy?

—No te pongas así.

—¿De quién soy, si se puede saber?

—Pero ¿por qué te pones así? Tú nunca has querido afiliarte.

—Ni he querido ni quiero ni voy a querer, sólo me faltaba a mí eso, ni arrastrada me afilio.

—¿Entonces?

—Entonces le digo que, como yo no soy de nadie, puedo hacer lo que me dé la real gana. Y mañana mismito me voy a Ventas, que esa muchacha me dio un día una carta de él y a lo mejor tiene otra. Y yo aquí, esperando meses y meses porque el dichoso Partido le viene diciendo a usted que me tengo que estar quietecita y que tenga paciencia. Pues ya se me ha acabado la paciencia. Y mire lo que le digo, señora Celia, no crea usted todo lo que le dice el Partido, que si fuera verdad que los aliados van a entrar pronto para echar a Franco, no estarían todos tan escondidos.

No era la primera vez que discutían. Pepita no podía entender la disciplina de partido. Le costaba comprender que doña Celia aceptara las decisiones que otros tomaban por ella. Le costaba admitir que no se cuestionara jamás las órdenes que recibía y que tomara como propias las consignas que le llegaban no se sabía de dónde, al igual que Hortensia, al igual que su padre y, posiblemente también, al igual que la hija de su patrona, Almudena, y al igual que Carmina, la mujer que tendía la ropa en el balcón. Todos muertos.

—¿Sabe por qué están escondidos? ¿Lo sabe usted? Pues si usted no lo sabe, yo se lo voy a decir. Porque la guerra se ha acabado, por mucho empeño que pongan ustedes, y aquí nadie tiene ganas de más guerra. Estamos más muertos que vivos. Estamos todos muertos. Y solos. Estamos solos. Se acabó. Y punto final. Nadie va a venir a rescatarnos. Nadie. Y ustedes se empeñan en decir «los nuestros», «los nuestros», como si fueran un mundo aparte. ¿Y los demás? Yo no quiero que me diga usted «los nuestros» nunca más. Yo no quiero que esos que se figuran que aprietan la verdad en el puño levantado me digan lo que tengo que hacer, que ésos no mandan en mi persona y lo que digan y lo que dejen de decir no me deja a mí ni fría ni caliente, que yo no ando al dictado de nadie. Yo soy de «los demás». Y los demás estamos cansados. Muy cansados. Muy cansados y muy hartos. ¿Se está enterando?

Doña Celia no contestó. Sabía que Pepita necesitaba expresar su desaliento, y que no tardaría en descargar en llanto su impaciencia. De manera que se acercó a la joven, con el hombro dispuesto a recibir sus lágrimas.

—No vuelva a hablarme de «los nuestros», que yo no quiero saber nada de ellos, señora Celia. No vuelva a mentármelos, que yo sólo quiero a uno y no sé si está vivo o está muerto. Eso es lo único que yo quiero saber, y la muchacha que lo tuvo en su casa me lo va a decir. Me lo va a decir, porque yo voy a ir mañana a preguntárselo. Y me lo va a decir.

Entonces comenzó a llorar. Doña Celia la conocía bien, le abrió los brazos cuando la vio acercarse buscando su hombro.

—Mañana mismo voy. Mañana mismito.

—Es muy posible que ella no sepa nada.

Pepita se abraza a doña Celia y susurra entre sollozos sin que su patrona alcance a oírla:

—Su abuelo sabrá.

3

Con la niña en brazos, Pepita recorre la cola buscando a Amalia. Mira con ansiedad a la concurrencia que, al ser el día de la Merced, es más numerosa que de costumbre. Pero la hija de Sole no ha llegado aún a la prisión de Ventas. No está entre los adultos que forman la fila intentando controlar a los niños que corretean a su alrededor. Voces de Estate quieto se mezclan con risas infantiles mientras Pepita camina más despacio de lo que desea debido al peso de la niña; y entre las risas, descubre al hijo pequeño de Reme. El niño que nació tarde y mal ha soltado la mano de su padre y corre hacia Pepita. Ha venido toda la familia. También el nieto que vive en León. Saludos y besos, y Pepita muestra orgullosa a Tensi durante la emoción del reencuentro. Alegría de Benjamín al tomar a la niña en sus brazos, y al decir que hoy es la patrona de los cautivos, pobre Benjamín. Y alegría de Pepita al escuchar que Reme podrá abrazar a su nieto que vive en León.

Tras despedirse de la familia de Reme, intercambiando sus direcciones, con la promesa de que volverán a verse, Pepita continúa su camino buscando a Amalia. Al llegar a los primeros puestos de la fila, una voz la detiene:

—Señorita Pepita.

Don Javier Tolosa le extiende la mano.

—¿Qué hace por aquí? Cuánto tiempo sin verla, ¿cómo está usted?

—Bien, gracias.

La joven sujeta el velo negro que escapa de su cabeza, y el anciano señala su luto. Y lamenta:

—Me enteré de lo de su hermana. Habría querido enviarle mi más sentido pésame en una nota pero no sabía su dirección. Aunque tarde, le expreso mis condolencias. Sabe usted que la aprecio, y la acompaño en el sentimiento de verdad.

—Y yo se lo agradezco.

El aspecto demacrado del abuelo de Elvira inquieta a Pepita:

—¿Se encuentra bien?

El peso de la niña obliga a la joven a cambiarla de brazo mientras don Javier responde con una pregunta:

—¿Quién es esta preciosidad?

—Es mi sobrina. Mira, Tensi, dale un besito a este señor tan simpático.

Pepita se agachó y acercó la carita de la niña a la cara del anciano. Pero la niña no sabía besar y puso la mejilla para recibir un beso.

—¿Está usted malo, señor Javier?

—Tengo un poco de gripe, nada grave, pues.

—Tiene muy mala cara.

—Hombre enfermo, hombre eterno, no se alarme. Se diría que ha visto a un fantasma.

—A un fantasma quisiera yo ver.

Pepita no se atreve a preguntarle abiertamente por su nieto. Don Javier Tolosa también desea preguntar por él, pero no lo hace. Ambos indagan en los ojos del otro esperando una respuesta sin formular ninguna pregunta. Ambos buscan una mirada cómplice que ahuyente el miedo a preguntar. Y el miedo a saber.

Al cabo de unos minutos de sostener sus miradas, Pepita se decidió a hablar. Miró a un lado y a otro. Tomó al anciano por el brazo y pidió a los que le seguían en la cola que le guardaran el sitio.

—Le guardan un momento el sitio, si hacen el favor.

Y lo alejó unos metros de la fila.

Por un momento, don Javier respiró hondo. Levantó el ánimo y pensó que Pepita se disponía a liberar su angustia. Quizá su nieto no esté muerto. Por un momento, sólo por un momento, pensará que Pepita le trae buenas noticias. Pero ella se acercará a su oído y preguntará en voz baja.

Y las palabras que escuchará el anciano no serán las que hubiera querido escuchar:

—¿Sabe usted algo de su nieto?

Don Javier bajará los hombros y hundirá la cabeza. La decepción le llevará a guardar silencio hasta que ella repita la pregunta:

—¿Sabe algo de su nieto?

Con la vista clavada en el suelo, contestará:

—La última vez que lo vi fue cuando usted le acompañó a llevarme a casa. Me dijo que no podría ponerse en contacto conmigo en mucho tiempo, y que tuviera paciencia.

—¿Y desde entonces no sabe nada de él?

Don Javier alzará la mirada y bajará la voz:

—Me dijo que estaba en peligro, y que se iba muy lejos. Y me rogó que no hiciera preguntas.

Que no hiciera preguntas, le rogó. Y don Javier prometió que no preguntaría. Y no preguntó jamás. Aunque los latidos de su corazón se aceleraran cuando veía a Pepita, nunca le preguntó por él, nunca, aunque comprendió que se amaban al ver cómo se miraban uno al otro cuando lo acompañaron a casa. Nunca le preguntó, porque era mejor no hacer preguntas, aunque sospechara que Pepita sabía, al menos, dónde estaba. Pero ahora va a romper la promesa que le hizo a su nieto. Porque ha pasado mucho tiempo y quizá su nieto esté muerto. Va a preguntar, aunque sea mejor no hacer preguntas:

—Usted sabe algo de él, ¿no es cierto?

Con un gesto tristísimo, Pepita niega en silencio.

El anciano busca la mirada de Pepita y descubre en su huida una media verdad.

—Usted sabe algo más que yo, estoy seguro.

—¿Por qué dice eso, señor Javier?

—Porque no quiere mirarme a los ojos.

—Yo no sé nada. Y aunque supiera algo, no saldría de mis adentros el decírselo. No quiera usted perderse, señor Javier, que el que busca perderse, se pierde.

—Poco será lo que se pierda, señorita, porque si he perdido a mi nieto, si es así, cuando pierda a mi nieta, lo habré perdido todo.

Y bajó aún más la voz para añadir que Elvira iba a ser juzgada. No quiso pronunciar la palabra muerte. Tragó saliva, dijo que a su nieta le pedían la última pena, sacó un pañuelo del bolsillo y enjugó sus lágrimas:

—Acabará frente a un piquete. Como su hermana, señorita Pepita, como su hermana.

Pepita se abrazó a la niña, y comenzó a llorar. Tensi le tiró del velo y la siguió en el llanto, con su pequeña mano buscó la boca de su tía, sus dedos resbalaron en sus labios.

La fila empezaba a moverse.

—Vamos, señor Javier, no vaya a ser que le quiten el sitio.

Los familiares de las presas que se encontraban en los primeros lugares de la fila entraban ya en la prisión. Pepita tomó al anciano del brazo. Don Javier sollozaba repitiendo una y otra vez que su nieta sólo tenía dieciséis años.

—Entre, y que su nieta no le vea llorar. Yo le esperaré aquí.

Pepita controló sus lágrimas y siguió buscando a Amalia. Caminó en sentido contrario a la fila y al llegar al final, cuando ya desesperaba de encontrarla, una mujer la saludó inclinando la cabeza. Llevaba gafas oscuras y se ayudaba de un bastón para caminar. Parecía una anciana. Pero no era una anciana. Se inclinaba a ambos lados apoyándose en el bastón torpemente, como si acabara de aprender a andar. Pepita dirigió sus pasos hacia ella y, sólo al tenerla cerca, reconoció a la muchacha que andaba buscando.

Sí, es Amalia, la hija de Sole, la joven de Peñaranda de Bracamonte que colabora en el Socorro Rojo. Pepita observa sus gafas de ciega:

—¿Qué te ha pasado en los ojos?

—He hecho una visita a Gobernación.

Al tiempo que contesta que ha hecho una visita a Gobernación, Amalia se levanta las gafas y muestra la oquedad de su ojo izquierdo.

Vacío.

Pepita siente vértigo, y tapa la cara de la niña.

—No le tapes la cara, deja que vea lo guapa que es. Pero ¿por qué lloras? Anda, anda, bonita, no llores que te pones muy fea.

Mientras Pepita muestra a su sobrina, le seca las lágrimas con el velo y se acerca al oído de Amalia:

—¿Sabes algo de El Chaqueta Negra?

—Yo no conozco a nadie con ese nombre. Y tú tampoco, ¿me entiendes?

Ante la falta de respuesta de Pepita, Amalia vuelve a preguntar:

—¿Me entiendes?

—Si no conoces al que no conoces, dime por lo menos si sabes algo del que va con él.

—Qué niña más bonita.

—Dímelo, por la niña, que le han muerto a la madre. Y a su padre, vete a saber si también se lo han muerto.

—Su padre vive.

—¿Y el otro?

—También, deja ya de preguntar, no seas insensata y vuelve a casa, no es conveniente que te vean conmigo.

Antes de que Pepita pueda preguntar algo más, una mujer se acerca a Amalia. Acaba de salir de comunicar, y sonríe señalando un paquete que lleva en la mano:

—Lo tengo.

La hija de Sole le devuelve la sonrisa y replica en voz baja sin mirarla:

—Bien. Muy bien. Sigue andando, no te pares.

La mujer que lleva el paquete en la mano mira a derecha y a izquierda y continúa su camino.

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