—Más, toma más. El consorte de la Diosa… debe estar fuerte…
—No…, no quiero más —balbució Eremon, haciendo esfuerzos por no caerse mientras Talorc reía y le daba palmadas en la espalda con su rolliza mano.
Tras ellos, los hombres de Erín y muchos guerreros epídeos andaban tambaleándose por el camino, sin dejar de cantar. Algunos se detuvieron para aullar a la Luna, que atravesaba un claro entre las nubes, para, inmediatamente después, estallar en sonoras carcajadas. Los perros respondieron con ladridos y una mujer les insultó por armar tanto ruido.
—Puedo andar-dijo Eremon—. Déjame. —¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí! —Talorc se giró y llamó sin ninguna necesidad a los juerguistas.
Eremon se apoyó en la pared de la cabaña nupcial. Tras salir al aire libre, la vejiga estaba a punto de estallarle. Los hombres se arracimaron a su alrededor, sin dejar de cantar. Conaire le cogió por los hombros y dijo, mirando a la Luna, solemnemente:
—¡Que esta noche el colmillo del Jabalí se ponga más duro que nunca!
La carcajada fue general.
—¡Que la Yegua Blanca esté caliente y mojada para su semental! —añadió Talorc entre risas. La cerveza se le escapaba por la comisura de los labios—. Tu semilla es nuestra semilla, hermano. ¡La de todos vosotros! ¡Salud a la casa de Ferdiad!
—¡Salud a la casa de Ferdiad!
¡Slàinte
!
Cuando Talorc soltó a Eremon su bigotazo le arañó la mejilla.
—Esta noche, nuestra fuerza se suma a la vuestra. Permanezcamos juntos, ¡y echaremos a esos perros de vuelta a Roma!
—¡A Roma!
En medio del jolgorio y tropezando y arrastrando los pies, los hombres comenzaron a dispersarse. Antes de desaparecer, Conaire dio a su hermano un fuerte abrazo.
Dioses, por fin se han ido.
De pronto, Eremon se quedó a solas, entre las oscuras siluetas de las chozas. Rebuscó en sus pantalones y, con gran alivio, descargó el agua sobrante. Estaba recostado contra la cabaña, con la cabeza apoyada en el brazo. Al terminar, levantó la cabeza y el mundo se movió arriba y abajo de manera desconcertante.
¡Ah! Entonces estoy borracho.
En fin, la tarea no era difícil y sabía que se le daba bien, eso le había dicho aquella chica del castro de su primo… ¿Cómo se llamaba? Hacía dos lunas ya de aquello, ¡dos lunas! Bastó este pensamiento para que el calor inundase su cuerpo, un calor que descendía hasta su vientre y, con impaciencia, apartaba a un lado su confusa cabeza. Respiró hondo, levantó la piel que cubría la puerta, y entró.
La choza era pequeña y el lecho estaba a un lado del fuego central. Al otro lado había un banco. En la penumbra se veía una forma oscura sobre la almohada, el cabello de la chica. No podía verle la cara.
Se sentó en el banco y trató de quitarse las botas, pero tiró con tanta fuerza que acabó cayéndose al suelo. Mejor, se dijo, y sin volver a levantarse pudo sacárselas. Intentó abrir el broche que sujetaba el manto, pero tenía los dedos muy torpes. Finalmente, lo logró. Luego se quitó el cinturón y la espada. A continuación, se sacó la túnica nueva, cuyos bordados de oro le arañaron el cuello y la mejilla, y luego los pantalones. Se le enredaron en los tobillos, pero para cuando consiguió quitárselos, se dio cuenta de hasta qué extremo estaba excitado, y duro.
¡Dioses! ¡Dos lunas!
Por último, se quitó la torques y los anillos, dejando tan sólo el colmillo de jabalí, que estaba sujeto por una correa; tal vez le diera fuerza.
Entretanto, la muchacha permanecía en silencio, dándole la espalda.
Es tímida.
Se sentó en la cama y apartó las pieles y la sábana. El colchón se hundió bajo su peso. Tan sólo podía ver el vestido interior blanco de la chica y su melena, esparcida sobre él. Su gloriosa melena. Y entonces, con conmoción, reconoció el brillo nacarado de su piel. Un hombro asomaba por el amplio cuello del vestido.
El corazón parecía a punto de saltarle por la boca. Tenía la respiración entrecortada. El calor de la ingle se transformó en urgente llama.
¡Cuidado!
En circunstancias normales, una parte de él le habría susurrado que se lo tomase con calma, que no debía asustar a la muchacha, pero aquella noche, Eremon se había dejado arrastrar por una oleada de hidromiel y lujuria que le había cogido por sorpresa. ¿Qué le decía siempre Conaire?
Eres demasiado serio. Tienes que divertirte.
Pues bien, eso era lo que esa noche estaba haciendo.
Apoyó la mano en la cadera de la chica, donde su vestido hacía un pliegue, y la deslizó hacia el borde. Sus dedos tocaron piel suave y cálida. Piel viva, la primera vida que advertía en aquella belleza fría. El músculo firme de un muslo blanco.
No hubo reacción. Parecía petrificada. ¿Petrificada por la timidez? ¿Por la incertidumbre? Pues bien, él le proporcionaría una certeza, la certeza del deseo.
Lenta, muy lentamente, metió la mano bajo el vestido y la fue deslizando por el muslo, hacia arriba, hacia el lugar donde el músculo daba paso a la redondez de la cadera. Siguió un poco más hacia arriba, hasta llegar a la cintura, de textura dolorosamente aterciopelada. Respiraba con tanta dificultad, tan deprisa y tan ruidosamente, que el aturdimiento volvió.
Y entonces lo advirtió. El ligero temblor de la carne. Y supo que podría excitarla. Alentado, se arrimó a ella y, cogiéndola por el hombro, la apretó contra sí.
Diosa de la Luz, Señora de los Bosques, La que prodiga la Vida, La que La que dispensa la Muerte, La de las Tres Caras, El Cuervo de la Guerra, La Madre de la Tierra, Diosa de la Luz, Señora de los Bosques, La que prodiga la Vida, La que dispensa la Muerte, La de las Tres Caras, El Cuervo de la Guerra, La Madre de la Tierra, Diosa de la Luz…
Desde la distancia, Rhiann fue consciente de que él se sentaba en la cama.
No importa.
Notó que se aproximaba y el calor de su cuerpo.
No importa.
Y entonces una mano extraña tocó su piel, y eso fue lo que la quebró.
¡No! ¡Va a tomar, a tomar eso que yo no he elegido entregar!
La letanía y la distancia y el aturdimiento se disiparon. Trató, con desesperación, de aferrarse a ellos, de asirlos, de proteger con ellos su desnudez, pero los había perdido…
Está en la playa otra vez. La arena cruje bajo sus pies…
Esta vez, el grito súbito que oye a sus espaldas no es sólo un grito. Trepa a gatas por la colina…, casi ha escapado ya…, pero una mano de hierro se cierra sobre su tobillo.
Hay manos por todas partes, la agarran por los hombros, la empujan sobre el suelo cenagoso; las rocas arañan los pechos. Más manos cogen sus hombros con más fuerza de la que ha sentido en su vida, la sujetan contra el suelo. Le aprietan la cara contra un charco de agua sucia, el barro se adhiere a sus dedos. Abre la boca para gritar, presa del pánico, pero un puño la golpea. En sus ojos explotan las estrellas, le dan la vuelta, la colocan de espaldas. Oye cómo le rasgan la ropa. Siente frío en los senos, en el vientre. Las manos que aprietan sus hombros son toscas, llenas de vello negruzco, con las uñas sucias. Por encima de esas manos escucha la risa gutural de un hombre, y el peso de un toro la aplasta y la asfixia. Una barba negra la envuelve, la impregna el hedor del pescado podrido, y se ahoga. Una boca mojada como un pez muerde sus labios, la muerde hasta hacer sangre. Más arriba: carcajadas. No puede moverse, no puede gritar, no puede pensar, no puede respirar, no puede sentir, no puede ver… y unas manos de hierro separan sus piernas, y unos dedos se clavan en su piel. Trata de cerrar las rodillas, pero el toro las abre otra vez, y ella se recrimina su debilidad. Indefensa… indefensa… Algo la embiste, rompe su cuerpo. Pero es su cuerpo… y él no puede entrar…
Es empalada.
El invasor empuja otra vez y otra y otra y otra… y estalla el dolor, abrasando sus entrañas. Y en la oscuridad de su cuerpo, la inunda de vergüenza líquida y ella sabe que, en respuesta, su vientre derrama sangre…
En el espacio de una respiración, el hielo de la mente de Rhiann se quiebra con el tacto de los dedos del príncipe y, en su lugar, hierve la ira. Con la potencia de una bestia arrinconada, se retuerce, abriendo la bolsita, y en su mano, de repente, aparece el acero de una daga que despide chispas de luz.
Una daga se clava en la blanda piel del cuello de Eremon mac Ferdiad.
Ella advierte su mirada salvaje y su semblante pálido de perplejidad, y cómo una gota de sangre se forma en la punta de la hoja.
Él está indefenso… ¡indefenso! Se felicita por ello y su corazón canta, libre de toda opresión. La sangre fluye en cascada por sus venas. Está viva.
—Si alguna vez —siseó—,
si alguna vez
te atreves a ponerme las manos encima, te mato.
La noche había pasado. Acurrucada, temblando, encima del banco que había arrastrado hasta la puerta, Rhiann vio el primer resplandor del alba sobre el lejano horizonte. Miró la daga, que apretaba entre los dedos rígidos, y advirtió que, bajo la grisácea luz del día, estaba apagada e inerte. Ya no despedía chispas de fuego.
Oh, Diosa, pero estaba agotada. La explosión de rabia se había apagado tan rápidamente como había surgido, consumiendo sus últimas energías. Extrañamente, sin embargo, su mente estaba despierta. Ya había dejado atrás la lasitud que se había apoderado de ella tras el asalto.
La daga que ahora tenía entre las manos la había hecho añicos. Y también revivir lo sucedido con los hombres de la playa, el contacto de sus manos…, cada uno de aquellos agonizantes latidos. En todo aquel tiempo, no se había permitido recordar nada: ni un solo detalle, ni una sola sensación. Todos sus sueños acababan con el grito que había oído a sus espaldas. Y ahora esto…, una ensoñación, una visión, que habían convocado las caricias del príncipe.
Se volvió para mirar hacia el interior de la choza, pero tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la penumbra para ver algo. El príncipe estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared del fondo, lejos de ella, todo lo lejos que podía. Se había bajado de la cama, se había vestido y había permanecido despierto largo rato. Durante horas, Rhiann sintió sus ojos clavados en ella, pero, finalmente, la bebida había hecho efecto en él. En aquellos momentos dormía con la cabeza sobre el pecho y las piernas estiradas.
Rhiann volvió a mirar la daga y la sopesó. Qué fácil sería clavarla en el blando pecho del hombre de Erín… si así lo quería… Suspiró y miró al cielo.
¿Y convertirme en alguien como él?
La pureza de las sensaciones, el brillante resplandor de la pena, de la rabia, de lo inesperado, el triunfo bendito de aquella hoja afilada clavándose en la piel del príncipe…, todo eso se había disipado con la luz gris del día. Había llegado la hora de volver a vivir con la cabeza. Ante todo, eso supuso darse cuenta de que había esgrimido un arma contra su reciente esposo y de que le había hecho sangre, por poca que fuera.
Nadie comprendería su punto de vista; claro que no. La violación en el seno del matrimonio estaba condenada, pero él no la había violado. Y nadie sabía lo que de verdad había ocurrido en la playa, durante el asalto, ni siquiera Linnet. Hasta tal punto había ocultado ese recuerdo.
Ese hombre era el defensor y la esperanza de su pueblo. Todos confiaban en él. Al atacarle había atacado también esa confianza. Una parte de ella estaba horrorizada por su gesto; otra, llena de satisfacción.
Fue un momento de locura, eso es todo. No quería matarle.
Volvió a mirarle, con aprensión. ¿La acusaría de estar loca? ¿La avergonzaría delante de su tribu? ¿La repudiaría? ¿O no diría nada y la pegaría en la intimidad de su cama? Con sorpresa, se dio cuenta de que, ensimismada en sus problemas, ni siquiera le había observado lo suficiente para saber qué clase de hombre era. ¿Era un bruto? ¿Era un simple?
Tranquilízate. Reflexiona.
Con un dedo, dio golpecitos en la daga.
El príncipe se había quedado, había pasado allí la noche, como ella. Después de todo, se habían casado por muy buenas razones y él tenía tanto que ganar con su unión como los epídeos. De momento, lo que había ocurrido quedaría entre ellos, pero ¿por cuánto tiempo? Si la repudiaba, ella se libraría del matrimonio, pero, en ese caso, su pueblo quedaría en una posición muy débil. Y los romanos se aproximaban.
Oyó un ruido y volvió la cabeza, escondiendo la daga debajo de una pierna, para que el príncipe no la viera. Nada ganaría recordándole lo sucedido. Al cabo de un instante, dos botas entraron en su campo de visión.
—Señora…
Tenía la voz grave, pero también áspera a consecuencia de la bebida y de la falta de sueño.
Rhiann respiró hondo y levantó la cabeza muy despacio, preparándose para lo que había de ver. El príncipe tenía la ropa arrugada, pero se mantenía erguido y altivo. En el lugar donde le había clavado la daga había una costra diminuta. Las trenzas de las sienes estaban deshilachadas y unos mechones cubrían su frente. Pero Rhiann no podía evitar sus ojos por más tiempo, así que, poniéndose muy tensa, los miró directamente. ¿Qué traslucirían? ¿Asco? ¿Odio?
Lo que vio fue lo último que esperaba ver, lo último… El príncipe tenía los ojos verdes y la mirada limpia, una mirada en la que había asombro, curiosidad y… ¿lástima?
—Señora, anoche me comporté de un modo incalificable. Te ruego que me perdones.
Rhiann se quedó muda.
—No tengo más disculpa que la de que bebí demasiado, si es que puedes aceptar eso como excusa. Pero te aseguro que, respondiendo a tu petición, no volveré a tocarte.
Rhiann abrió la boca, pero no pudo emitir ningún sonido.
El príncipe se ajustó la vaina de la espada y, tras echar un vistazo al cielo, se dispuso a salir.
—Teniendo en cuenta la alianza que vincula a nuestros pueblos, ¿podría quedarse mi indiscreción… dentro de estas paredes? Por favor, no temas y ten por seguro que no volveré a importunarte con mis atenciones.
Rhiann estuvo a punto de echarse a reír de incredulidad, pero lo cierto era que el príncipe le estaba ofreciendo una salida, de modo que no le quedaba más remedio que echarse el manto sobre los hombros y asentir con fría formalidad.
—No se lo diré a nadie. —Quería añadir algo más, pero no sabía qué.
—Bien —repuso el príncipe, más resuelto—. Y ahora, ¿qué esperan que hagamos?