La yegua blanca (35 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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Suspiró. En cualquier caso, no podía ver nada con aquella maldita niebla. Incluso los árboles más cercanos era espectrales esqueletos de tronco y ramas. Si la niebla no levantaba, su salida no serviría de nada y tendría que regresar al campamento sin el trabajo hecho. Pensar en la dura mirada del comandante le daba escalofríos. Y los escalofríos le dieron tos. Una tos tan fuerte que hacía temblar su papada.

¡Maldito frío!

Y eso no era todo, se dijo, mirando los árboles otra vez. Aunque aquel territorio no les había dado problemas y los nativos se habían rendido, Didio no conseguía borrar un miedo enfermizo que se alojaba en su vientre como si hubiera tragado plomo. ¿Y si se topaban con uno de esos salvajes de cara pintada que vivían en el Norte? Los centuriones lo pasaban en grande contándole historias sobre lo que aquellos bárbaros les hacían a sus prisioneros. Y en sus descripciones, los órganos internos desempeñaban un papel protagonista. Ah, lo que él quería era estar en su casa, caliente y protegido.

Y así, mientras los dos soldados que le servían como asistentes conducían su caballo a lo largo de la empalizada, inició su ritual matutino de nostalgia por Galia: las uvas que maduraban lentamente en las vides, el rico olor de la tierra recién arada, las tejas calentadas por el sol sobre las paredes blanqueadas. Pero, por encima de todo echaba de menos su casa. Aunque modesta, era su orgullo y su deleite, con sus suelos con calefacción para el invierno y ventanas para que en verano corriese el aire. Pero lo que más le gustaba era la fuente central, de la que salían cañerías que discurrían hasta los dormitorios, para que sus ocupantes tuvieran agua fresca a su disposición a todas horas y ¡automáticamente!

Suspiró. Era un logro de la ingeniería digno de su talento. Mucho más interesante que diseñar fuertes y murallas y calzadas en aquel lugar helador, perdido en los confines de la tierra. Pero para complacer a su anciano padre, militar, y por el honor de su familia, no había tenido más remedio que alistarse. Volvió a suspirar. Tal vez pronto lo trasladaran a un lugar más cálido. A África o, quizás, a Macedonia…

Una imagen terrible, la más terrible que había visto en su vida, despertó a Didio de su sueño: un hombre alto y envuelto en un manto surgió de pronto del foso de la empalizada como una ira vengadora y se lanzó sobre el primero de los dos guardias que lo acompañaban…, y a Didio los siguientes momentos le parecieron horas.

Se quedó boquiabierto por la sorpresa, pero cuando oyó el inconfundible ruido de una hoja penetrando en la carne y el gemido angustioso del soldado, la sorpresa se transformó en un grito ahogado.

—¡Quieto!

El otro escolta pasó por debajo del cuello del caballo de Didio, pero cuando el hombre del manto soltó a su víctima, esgrimía ya una espada corta. Ahora que el hombre estaba más cerca, Didio pudo ver su melena de bárbaro y sus pantalones a cuadros. ¡Era ese salvaje! ¡El mismo del que hablaban los oficiales! ¡Había escapado!

Didio trató de gritar, pero sólo le salió un chillido apagado, porque, tras una nube de acero y jadeos, el segundo legionario cayó al suelo embarrado con un golpe sordo.

El salvaje miró al caballo y luego directamente a él. El ingeniero se quedó mudo, petrificado por el terror. A la luz naciente del día, los ojos del hombre brillaban con la misma frialdad que la hoja de su espada. Didio se vio a las puertas de la muerte.

De pronto, se oyó barullo en la puerta, que quedaba a pocos pasos, y los gritos de los soldados en el interior del campamento. El bárbaro miró hacia el lugar de donde provenía el ruido y luego a Didio y, antes de que éste se diera cuenta, había saltado a la grupa de su caballo y aprisionaba sus piernas con las suyas.

Didio se retorció, presa del terror, y oyó el chirrido de la puerta al abrirse y llamadas de alarma en su propio idioma. Y entonces, algo duro le golpeó en la nuca. Y le invadió una bendita oscuridad.

Eremon se concentró en mantener la velocidad y el equilibrio mientras el caballo galopaba en medio de la niebla. Si se caía, era hombre muerto. Todavía no había adquirido ventaja pero, con un poco de suerte, los romanos tardarían un tiempo en montar su persecución, porque, seguramente, no harían nada hasta hablar con Agrícola.

Por fortuna, los caballos romanos eran grandes y aquél lo era lo suficiente para llevar a dos personas durante un buen trecho.

Agarraba al romano inconsciente para que no se cayera. Había tenido el impulso repentino y extraño de golpearle y llevárselo en lugar de tirarlo del caballo. Era un gesto inspirado por los dioses. Pero ¿por qué? Evidentemente, la información que pudiera darle aquel hombre resultaría muy útil. Y tal vez, llevarle como prisionero le serviría para recuperar la confianza de los epídeos tras la escapada.

Quizá compensase las dudas que le habían asaltado en los riscos.

Estaban llegando al final de los campos, se hallaban cerca del bosque. A pesar de la niebla, Eremon no perdía la orientación. Entre los árboles, tendría que aminorar la marcha, pero era inevitable. Justo antes de entrar en la oscura masa de vegetación, sintió el golpeteo de las gotas en la cara. Miró hacia arriba. Estaba lloviendo. A juzgar por el ruido, esa lluvia era intensa y duraría.

Sonrió. El agua borraría sus huellas. Samana sabía dónde estaban sus hombres, pero dudaba mucho de que con aquel tiempo quisiera salir. No, no lo haría a menos que Agrícola la arrastrase.

Apretó los dientes. Ahora que había iniciado la huida podía dar rienda suelta a la furia que llevaba acumulando desde el día anterior.
¡Idiota! Te has portado como un toro en celo. Pero al fin te has dado cuenta de que a tu vaca la montaban muchos otros aparte de ti.

Se había visto obligado a sofocar lo que sentía. Bajo la vigilancia de los soldados en los riscos, mientras comía y se acostaba con Samana…, aunque había conseguido liberar parte de su rabia entre las piernas de ésta. Pero ahora, bajo sus ropas mojadas, su pecho ardía. ¿Le habría hechizado la votadina? Posiblemente, porque el odio que en aquellos momentos sentía era tan poderoso como la lujuria anterior. La piel se le erizaba de nuevo al recordar su magia escurridiza y seductora. Se estremeció, por fin se había librado de ella.

A través de la lluvia y la niebla, casi no podía ver el día y, mientras vadeaba los arroyos y se mantenía por los senderos, el tiempo parecía inmóvil. Finalmente, llegó a la cañada donde acampaban sus hombres. Colum y Fergus aparecieron ante él.

—¡Tenemos que irnos! —dijo—. ¡Dejadlo todo y coged sólo vuestras espadas!

Los hombres conocían bien a su jefe y sabían que no era momento de hacer preguntas, a pesar de que habían visto al romano derrumbado sobre la silla. Eremon advirtió que se despertaba y, cogiéndolo por los cabellos, le obligó a mirarle. Tenía intención de indicarle que quería que montase detrás de él, pero el romano lo miró con expresión de pánico y volvió a desmayarse.

Impartiendo órdenes escuetas, Eremon hizo que sus hombres le ataran a la grupa del caballo para mayor seguridad y, al cabo de un rato, todos abandonaron el valle por su parte alta y llegaron a lo alto de los páramos, por donde podrían avanzar sin obstáculos durante un tiempo.

Rori galopaba al lado de Eremon. Evidentemente, ardía en deseos de hacer preguntas, pero bastó una mirada a su jefe para que guardase silencio.

Viajaron durante todo el día y toda la noche, hacia el Sur, avanzando por las crestas y las cañadas, deteniéndose únicamente para que descansaran los caballos. No había señales de sus perseguidores, pero Eremon no se tranquilizaba.

—Tenemos que recoger a Conaire y a Rhiann antes de que Samana pueda poner al corriente a los de su clan. Y luego debemos salir a toda velocidad hacia Dunadd.

Capítulo 31

Al séptimo día, Rhiann y Conaire dejaron de simular que se dedicaban a otras actividades y se limitaron a bajar al saliente, situado al pie del Castro del Árbol, y a esperar.

El Sol estaba bajo cuando, de pronto, Conaire entornó los ojos y se irguió. Rhiann se acurrucaba cerca de él. Recuperaba el sueño perdido en noches anteriores. Un jinete solitario avanzaba por el camino que discurría entre los campos cultivados. Ya cerca del castro, se puso al trote. En ese momento, Conaire reconoció la melena rojiza de Rori.

—¡Rhiann! —siseó mientras la sacudía hasta despertarla por completo.

Conaire se levantó e hizo señas a Rori, llamándole en su propio dialecto. Éste se sobresaltó, pero se apartó del camino al ver que se trataba de su compañero y guió al caballo a través de las rocas. Estaba exhausto, empapado y cubierto de barro. Su montura echaba espuma por la boca.

—Eremon me ha enviado a buscaros —dijo entrecortadamente. Rhiann le entregó un pellejo lleno de agua. El muchacho echó un largo trago antes de hablar—. Fue solo al campamento romano y allí tuvo que hacer frente a una especie de traición que no ha querido explicar, pero se escapó hace dos días y hemos cabalgado de noche para que no nos atrapen.

—¿Os han perseguido? —preguntó el hombretón, que sostenía las riendas del caballo.

—No hemos visto a nadie, pero Eremon quería que llegásemos antes que la señora Samana o que alguno de sus emisarios. Eso es todo.

—¿Dónde está? —inquirió Conaire.

—Los hombres y él están escondidos a un día de aquí, hacia el Sudoeste. Agrícola está al Norte. Eremon pensó que lo mejor era dirigirse hacia el Sur en línea recta, hasta alcanzar la cordillera que atravesamos para llegar aquí. —Aunque era evidente que estaba agotado, el joven hinchó el pecho—. Le dije que quería venir a buscaros. Eremon temía que hubieran puesto precio a su cabeza, ¡pero soy rápido y sé ocultarme!

Conaire dio una palmada a Rori en el hombro.

—¡Claro que sí, muchacho! —dijo, y se dirigió a Rhiann—. Tenemos que irnos de inmediato. Vamos directamente a los establos. ¿Necesitas recoger algo de la choza?

La epídea negó con la cabeza. Llevaba consigo su bolsa de hierbas, por si encontraba alguna que deseara recoger, y sus figurillas y otros objetos totémicos en su bolsilla, para que le dieran tranquilidad. Y Conaire llevaba su espada y la de Eremon.

Los guardias votadinos no les prestaron atención al cruzar las puertas. Estaban acostumbrados a Rhiann y a Conaire y no habían recibido ninguna orden restrictiva de su reina sobre ellos ni de ninguno de los hombres de Erín.

Los tres simularon la más absoluta relajación. Luego, en cuanto perdieron de vista las murallas, montaron a caballo y, después de salir del camino, se dirigieron hacia los montes situados hacia el Sur.

Alcanzaron a Eremon al amanecer del día siguiente. Estaban muertos de frío y de cansancio. Bajo las sombras azules de un bosquecillo de abedules, a Rhiann le resultó imposible distinguir a un hombre de otro, hasta que, por fin, vio que el príncipe se aproximaba a Conaire, con quien habló con tranquilidad, pero con apremio. Al oír su voz, el recuerdo de sus miedos, de sus noches insomnes, de su incendiaria visión, se transformó en una aguda sensación de cólera que estuvo a punto de ahogarla.

Al poco, Eremon se acercó a ella. Rhiann, sin mirarlo, taloneó a su caballo y se acercó a Conaire.

—¿Nos vamos a casa?

Los demás hombres guardaban silencio.

—Sí, señora-respondió Conaire. Su voz, había recobrado la distancia y el respeto habituales—. A toda velocidad.

—Bien. Así pues, cabalgaremos juntos, ¿verdad?

Eremon volvió a montar y puso a su caballo junto al de Conaire. La joven apenas consiguió atisbar un gran bulto oscuro en la grupa del caballo del príncipe.

—Sí, hermano, por favor, cuida de la señora. Y que no se rezague.

—Monto a caballo tan bien como tú —le replicó ella. El erinés no respondió.

Cabalgaron hacia el Oeste antes de girar al Norte porque, como Eremon les explicó, los hombres de Agrícola estaban agrupados en la costa Este, cerca de la desembocadura del Forth. Cada vez que se detenían, siempre por breve tiempo, dejaban junto a un árbol al cautivo romano, pues eso había resultado ser el bulto del caballo de Eremon.

Rhiann empezó a llevarle agua y comida porque sentía cierta compasión por él, aunque fuera un enemigo, sobre todo al advertir su mirada aterrada y lastimera. O quizás tan sólo lo hiciera porque esa amabilidad irritaba a Eremon y todavía estaba demasiado enfadada para mirarle siquiera.

Los druidas le habían enseñado algo de latín, el suficiente para entenderse un poco con los comerciantes extranjeros y para averiguar el nombre y posición del cautivo. Y el hecho, importante para ella, de que no fuera un guerrero, sino una especie de constructor.

Rhiann no habló con los hombres hasta que su ira no remitió un poco y, bien envuelta en su manto, se mantuvo a distancia en todos sus debates. Pero al cabo de dos días, se dio cuenta de que, por su propia paz interior, necesitaba saber qué había ocurrido. Mientras ascendían por parejas una cañada empinada y retorcida, aminoró el paso y se mantuvo al lado del príncipe.

El erinés la miró.

—¿Significa esto que por fin vas a escuchar lo que tengo que decir?

Rhiann asintió.

—Pues escucha esto —dijo Eremon, con voz apagada—. En el campamento estaba el mismísimo Agrícola.

¡Ah, el hombre de la visión!

—¿Qué pasó, Eremon? Dímelo, merezco saberlo.

El príncipe suspiró y encogió los hombros. Estaba agotado. Pero recordando sus noches de insomnio, Rhiann no quería ofrecer la menor señal de compasión.

—Pretendía que convenciera a las tribus de que les conviene firmar un tratado…, y me ofreció la posibilidad de convertirme en un rey cliente, quería enviarme a Erín apoyado por una legión romana —dijo Eremon, pronunciando atropelladamente la última frase.

Rhiann se quedó boquiabierta.

—Entonces…, la decisión fue difícil. Y le dijiste que no. Claro, en caso contrario no habrías salido huyendo, pero ¿por qué rechazaste su oferta? ¿Y por qué huiste?

—¡Cómo no iba a rechazar su oferta! —exclamó Eremon, y a Rhiann no le pasó desapercibida la sombra de culpabilidad que cruzó su semblante—. Me tendió una trampa —continuó con voz más suave—. Me habría matado si le hubiera dicho lo que pensaba de verdad. Me dio un día para decidir, pero me escapé antes de que llegara el momento de responderle. Estoy seguro de que creía que iba a decirle que sí.

Esto coincidía con la visión y, también, con lo que había dicho Conaire. Pero, por supuesto, aún quedaba algo por explicar.

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