La yegua blanca (31 page)

Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y es…?

—¿Por qué avanzaron los romanos tan deprisa y luego, de pronto, se detuvieron?

Samana vaciló un instante.

—La respuesta es fácil —repuso—. Lo decían todos los soldados. Su emperador…, Vespasiano, murió durante la última caída de la hoja. Mantenía buena relación con Agrícola y fue él quien autorizó el avance. Su hijo, Tito, le ha sucedido, pero, al parecer, tiene preocupaciones más urgentes que Alba y ordenó a Agrícola que no siguiera avanzando. Es todo lo que sé.

—En fin, enigma resuelto. Aunque me habría gustado que la mano de Agrícola se hubiera detenido por algo más grave…, una enfermedad…, problemas en el Sur.

—Ah, de eso no he oído ningún rumor.

—En ese caso, que Tito se mantenga ocupado en esos otros asuntos tan urgentes por mucho tiempo.

Eremon no tenía intención de que sus hombres se acercasen más de lo necesario, de manera que, pese a las protestas de Rori, les ordenó que le esperasen en una cañada bastante escondida de los montes que se elevaban al sur del Forth. Samana y él prosiguieron; aquella noche extendieron su manta de cuero en un bosquecillo de castaños situado junto al río.

En la distancia, muy débilmente, podía oír relinchos de caballos y rumor de voces. Estaban muy cerca ya. Muy cerca.

Fue entonces cuando aumentó el miedo y se preguntó, muy en serio, si había cometido un error.

—¿De modo que tu pequeño y remilgado yerno ha regresado a Roma?

A pesar de que la Luna se había acostado hacía mucho y de su cabalgada, Samana estaba muy despierta. Miraba con detenimiento los mapas de Agrícola y sostenía una copa de vino en la mano.

—Tácito ha ido a decirle a Tito que cuenta con todo mi apoyo.

—Muy bien, pero ¿cuáles son tus planes?

—Ninguno hasta que el emperador confirme la orden de avance. Todavía queda mucho que hacer para consolidar mi nueva frontera en tus tierras. —Agrícola se reclinó sobre el respaldo de su silla de campaña y estiró el cuello—. No me cabe duda de que sabes leer un mapa, Samana. Pero la cuestión es que no veo resultados. La rendición de los reyes de los texalios y de los vacomagos no parece inminente.

Samana bebió un trago de vino, mirando al gobernador romano con los ojos entornados.

—Te prometo que pronto verás resultados. Necesito más tiempo.

—Yo creía que una mujer de tu alcurnia sabría más de vuestros vecinos del Norte. ¿No será que tu tan cacareada posición no es tan elevada como parece, mi querida y oscura bruja?

Samana odiaba esa palabra. Dejó la copa sobre los mapas, aferró una mano de Agrícola y la metió debajo de su vestido, para que el romano sintiera su pezón duro.

—Creo, mi señor, que no es sólo información lo que yo te doy. Ten paciencia para una cosa, ya que no necesitas tenerla para la otra.

Agrícola no dijo nada, pero con su otra mano tomó la copa de Samana y la apartó, por temor a que se derramase sobre los mapas. Samana no dejó de sonreír. ¡Maldito fuera aquel romano! Era distinto a todos los hombres que había conocido, tenía la mente tan fuerte como la entrepierna. Necesitaba todo su considerable talento para tratar con él. Por fortuna, y pese a que Agrícola tenía el rostro surcado de arrugas y el cabello cano, no tenía que fingir. El poder era tan deseable que el rostro que adoptaba no tenía por qué serlo.

Se sentó en el regazo del romano, moviendo un poco el trasero para acomodarse.

—Da la casualidad, mi señor, de que tengo un regalo para ti.

El gobernador romano hizo una mueca. Samana se puso a juguetear con el broche que sujetaba su manto y se humedeció los labios con la lengua.

—En el campamento he oído decir que estás deseando ver Erín.

—Es posible.

—¿Te agradaría conocer a un príncipe de esa tierra? Podría allanarte el camino.

Agrícola miró los dedos de Samana, que ésta movía sobre su pecho.

—¿Me estás preguntando si me interesaría sumar a mis filas a un cobarde? ¿A un hombre dispuesto a vender a su pueblo en su propio beneficio?

Samana no contestó. Se limitó a sonreír. Conocía bien a Agrícola.

—Me encantaría, en efecto.

La votadina se rió. Cada día que pasaba tenía más en común con aquella gente.

—Pero por muchos defectos que tengan, tus hombres no son unos cobardes, Samana. ¿Por qué iba a ser éste distinto? A propósito, ¿dónde lo has encontrado?

—Se ha casado con mi prima, una epídea, pero, a pesar de ello, no creo que su lealtad a Alba sea inquebrantable…

—En tal caso, seguro que le pareces un gran partido.

Samana hizo caso omiso a este comentario.

—Es a su matrimonio a lo que debe su influencia, que, según creo, es cada vez mayor. Es un hombre serio y atento a las cuestiones estratégicas. Si le demuestras tu verdadero poder, estoy segura de que convencerá al resto de las tribus de que, como he hecho yo, tienen que suscribir un tratado contigo.

Agrícola la miró con frialdad.

—¿También él enviará a la muerte al rey epídeo y a todo su Consejo, preciosa? ¿Está al corriente de tus maquinaciones? —preguntó. Samana evitó su mirada, y él se rió—. En fin… Bueno, ¿y qué ganas tú con todo ello?

—Quiero un país romano, eso es todo. Calzadas…, paz…

—Y aumentar tu riqueza. Lo comprendo. Y si hay guerra, quizás a un príncipe de Erín para gobernar a los derrotados contigo como reina.

Samana levantó la vista con gesto de exagerada sorpresa.

—¡Oh, no, mi señor! ¡Yo quiero quedarme contigo, ya lo sabes!

—Tengo esposa. ¿Renunciarías a tu posición para seguirme a todas partes convertida en la puta de mi campamento?

Samana reprimió un arrebato de ira antes de que Agrícola lo advirtiese y le acarició la oreja. Cuando habló, lo hizo con voz grave y aterciopelada, como a él le gustaba.

—Si las tribus firman un tratado contigo, Britania entera estará bajo tu control y no tendrás por qué continuar de campamento en campamento. Yo viviría donde tú quisieras.

El romano reflexionó durante un momento, rascándose la barbilla suavemente.

—Tienes a ese hombre retenido cerca de aquí, estoy seguro.

—Acampa a solas conmigo y, sí, está cerca de aquí.

—En ese caso, tráelo —dijo, Agrícola, separándose.

—Pero no quieres que me vaya, ¿verdad? —dijo Samana, con un susurro—. Todavía no he recibido ninguna recompensa.

Agrícola la miró, pensativo, pero, por desgracia, sin deseo. La apartó, poniéndola de pie, y se acercó al rincón donde tenía sus bienes personales, que guardaba en bolsas de cuero. Rebuscó en ellas y sacó algo pequeño y brillante que entregó a Samana.

—Es tarde, pero tengo una reunión y debo irme. Ahí, al lado de mi cama, hay comida. Tráeme a tu príncipe mañana por la noche. Cuantos menos hombres lo vean, mejor —dijo, y se marchó.

La votadina abrió la palma de su mano. En ella había un anillo, un anillo de sacerdotisa, grabado con las tres caras de la Madre. Advirtió que tenía incrustado algo oscuro.
Sangre.
Trató de reírse de la sagacidad de Agrícola.

Se acercó a la cama para comer pero, de pronto, se dio cuenta de que se le había pasado el apetito. Dejó el anillo sobre la mesa y se marchó.

Era cerca del amanecer cuando Samana se metió bajo las pieles. De inmediato, Eremon la atrapó con fuerza por los brazos y se sentó a horcajadas sobre ella.

—En el nombre de Hawen, ¿dónde has estado?

La voz del erinés era áspera, ronca, carente del deseo al que Samana se había acostumbrado.

—¡Me haces daño!

—¡Más te haré si no te explicas ahora mismo!

—¡Lo haré, lo haré! ¡Pero suéltame! —Eremon la liberó—. He ido a uno de los puestos de vigilancia del campamento —dijo, jadeando—, para decirles que llegaré mañana y que tú irás conmigo.

—¿Te conocen tanto como para dejarte entrar en mitad de la noche?

—Soy una mujer, Eremon. Yendo sola, no creo que piensen que los voy a atacar. En cualquier caso, como soy reina de sus aliados más próximos, me han dado un sello.

—¿Y no les ha parecido raro que te hayas presentado así, sin escolta, en plena noche? No creo que pensaran que ibas en visita oficial, ¿o sí? Pero si puedes entrar así en su campamento, se preguntarán para qué demonios me llevas.

Samana suspiró. Cuanto más se acercase a la verdad, antes se tranquilizaría Eremon.

—Para que lo sepas, soy amiga de un oficial, a quien he visitado en muchas ocasiones…, en plena noche.

Eremon no insistió. Samana se puso de lado, apoyándose en un codo, apretando los senos contra su brazo. El colmillo de jabalí se le hincó en la piel.

—No te hagas el sorprendido conmigo, Eremon. Estoy seguro de que disfrutas de los favores de muchas mujeres. Así que, ¿por qué no puedo yo hacer lo mismo con muchos hombres?

El príncipe resopló.

—¡Porque son romanos, Samana!

—¡Los romanos también tienen algo entre las piernas! —replicó ella, y apoyó la cabeza en el pecho del príncipe, que siguió tenso, inmóvil—. Fue algo sin importancia, hace muchas lunas. Y me enteré de muchas cosas muy valiosas para mi pueblo.

El erinés siguió mudo.

—¡Eremon! —exclamó Samana, con exasperación—. Estás casado con mi prima, ¿cuál es la diferencia? Te lo voy a decir: ¡te acuestas con ella porque quieres conseguir algo!

Al cabo de un rato, Eremon suspiró y se relajó un poco.

—Dicho así, suena distinto. Pero los romanos son nuestros enemigos.

—Tú los ves así, pero recuerda que yo he optado por no luchar.

—Eres una mujer peligrosa, Samana.

Ella sonrió y bajó la mano hasta los
bracae
de Eremon, apretándole sus partes a través de la lana. Los vestigios de su magia se habrían disipado ya, pero sus artes habían surtido efecto: el cuerpo de Eremon seguía ligado al suyo y su mente, confusa.

Estaba muy sorprendida del poder que tenía sobre él porque, en realidad, la magia sólo podía acrecentar los deseos ya existentes. Al hechizarle, no sospechaba que un hombre como él pudiera ocultar una pasión tan viva. Obviamente, el príncipe de Erín aún no había encontrado lo que estaba buscando.

Este pensamiento le hizo sonreír. Buscó sus labios, quería reclamar un territorio que le pertenecía.

Capítulo 28

Conaire no vio a Rhiann ni la mañana ni la tarde siguientes a la partida de Eremon, pero al volver al castro, ya a punto de anochecer y agotado tras una cabalgada por la playa, le asaltaron las ganas de verla.

Más sorprendente aún era la compasión que sentía por ella, un sentimiento que no le había abandonado desde que comprobó con cuánta inquietud se había tomado la joven los planes de Eremon. Jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera llegar a sentir algo por la esposa de su hermano, de la cual nadie más se había compadecido. En realidad, su interés por la epídea provenía del momento en que, en Dunadd, la vio proponer aquella expedición descabellada. Parecía pensar como un hombre, algo absolutamente novedoso e intrigante para él. Era obvio, aunque no se explicaba el porqué, que ella y Eremon no se gustaban. De acuerdo, Rhiann tenía la lengua afilada y no se entregaba con la facilidad de Aiveen o Garda, pero ¿qué importaba eso? Su comportamiento, primero frente al Consejo y luego ante la patrulla romana, era prueba suficiente de su valía, al menos para él. Eremon no podía verla como una mujer, tenía que olvidarse de eso, porque, evidentemente, Rhiann no tenía el menor interés en que así fuera. Lo mejor era tratarla como a un camarada. Para acostarse ya había chicas de sobra.

Desmontó con un suspiro y entregó las riendas a un mozo. Pese a su indudable capacidad, Eremon conocía muy poco a las mujeres. Prueba de ello era su relación con Samana. Aunque él también se habría acostado con esa mujer a la menor oportunidad, había algo inquietante en la reina de los votadinos. En realidad, no se trataba de ella, que tenía aspecto de ser una gata salvaje bajo las pieles, lo cual sólo podía ser positivo, sino del cambio profundo que se había operado en Eremon.

Conaire se había acostado con muchas mujeres, pero jamás se había encaprichado particularmente de ninguna. Ahora bien, ¿y si la relación con Samana tenía efectos perjudiciales en su juicio, en su criterio, siempre tan sensato? A Conaire le pareció que estaba siendo horriblemente desleal y, a medida que, con la última luz del día, se acercaba a su choza, iba haciendo presa en él una enorme frustración. Eremon y él jamás se habían distanciado tanto. Desde luego, no cuando uno de los dos se estaba metiendo en la boca del lobo.

Se dio cuenta de que sus pasos le habían llevado directamente a la choza de Rhiann. Se quedó mirando la tela que cubría la puerta y, cuando oyó ruido dentro, actuó sin pensar y entró.

Rhiann estaba sacudiendo sus faldas antes de dárselas a una criada. Parecía cansada.

—Siento curiosidad por saber por qué te has mojado tanto en un día tan soleado, señora —dijo Conaire.

La epídea levantó la cabeza con gesto de sorpresa pero, de inmediato, su semblante cedió al cansancio y señaló una cesta que había cerca de la puerta.

—Los bosques todavía están húmedos. He estado recogiendo plantas medicinales. Por aquí hay algunas que no crecen en mi tierra.

Conaire no supo qué más decir, pero fue Rhiann quien rompió el silencio.

—Entonces, ¿se han ido?

—Sí, esta mañana.

La joven asintió, parecía muy pálida.

—En fin, buenas noches —dijo Rhiann, y dio media vuelta para irse a la cama.

—Esto… —Conaire estuvo a punto de cogerla por el brazo, pero se contuvo en el último momento. Sabía que no podía hablar con ella de Eremon. No, al menos, de momento. Bastaba con mirarla para darse cuenta de que sufría. Cualquiera se habría dado cuenta, cualquiera que se hubiera tomado la molestia de fijarse en ella. Se esforzó por buscar algo que decir, algo a lo que no estaba acostumbrado. Señora, no llegué a darte las gracias por curarme…, y por salvarme la pierna —dijo, sonriendo y dando unas palmaditas en su pierna. Se alegró al ver que las mejillas de Rhiann se llenaban de color.

—Fue tu cuerpo el que hizo la mayor parte del trabajo, pero gracias.

—He venido para pedirte ayuda, si me lo permites.

Rhiann lo miró con recelo.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Bueno… —dijo Conaire, mesándose los cabellos—. Es terrible, no sé esperar. Si te parece bien, podríamos cenar… —se interrumpió, sabiendo que Rhiann diría que no. Con gran sorpresa, vio que vacilaba.

Other books

Duel of Hearts by Anita Mills
All the Shah’s Men by Stephen Kinzer
The Amazing Absorbing Boy by Rabindranath Maharaj
So Speaks the Heart by Johanna Lindsey
Bye Bye Love by Patricia Burns