La yegua blanca (62 page)

Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero ser atado como un animal, con los brazos en la espalda para que los puños se hundieran más hondo; contemplar cómo la empuñadura de la espada se le caía de los dedos, indefenso, expuesto…

Un gimoteo se escapó de su boca herméticamente cerrado. Enrojeció de vergüenza.
Soy un líder. Tengo valor. Moriré con valor.

Ignoraba por qué no había muerto ya. Debían querer enviarlo al campamento principal; cualquier información del Norte sería valiosa. Un estremecimiento se apoderó de sus piernas y él se mordió los labios para no gritar.

Encontraré la forma de matarme.

Es lo mejor que puedo hacer por Alba.

Conaire agrupó a los hombres bajo la sombra de la torre de la entrada. En el seno de la tormenta, el día se había vuelto poco más que una oscura mixtura de informes nubes grises, pero ahora el corazón de Conaire, con la mente avivada por una resolución sombría, latía claro y tranquilo.

El espacio abierto dentro del baluarte contenía dos grandes edificios. Uno estaba a oscuras y parecía no tener actividad. Una hilera de ventanucos en el otro, el más cercano, dejaba escapar la luz de la lumbre. De vez en cuando se escuchaba un sofocado rugido de risas.

—Colum —susurró Conaire—, toma cinco hombres y rodea la puerta de ese edificio. —Indicó el barracón que estaba a oscuras—. Entrad con precaución cuando escuchéis nuestro ataque. Si encontráis resistencia, acabad con ellos. Si no es así pero Eremon está allí, deja dos guardias con él y los demás volved y uníos a nosotros.

Colum tomó a los elegidos y se arrastraron junto a la empalizada. A través de la nieve que se arremolinaba, Conaire vio las siluetas oscuras acercándose a la posición.

—Tenemos las mejores posibilidades que vamos a tener jamás —murmuró a los que quedaban—. Nos superan en número, pero apostaría que se sienten a salvo dentro de sus muros y que no tienen armas a mano. Debemos tocar a tres por cada uno. —Hizo una pausa—. Agrícola sabrá que hemos sido nosotros si recuerdan nuestros rostros sin pintar. No dejéis a ninguno vivo.

Liberó su espada, el agudo lamento del viento enmascaró el sonido, y se deslizó a través del espacio que separaba la puerta del barracón, con sus hombres detrás, agachándose cuando pasaban debajo de las ventanas.

En un momento, todos estuvieron junto a la puerta, repartidos a lo largo de cada pared. Entonces, al abrigo del viento, aumentó el sonido de las conversaciones y las risas. Al examinar la puerta de cerca Conaire vio que era endeble, no estaba diseñada para impedir la entrada de otra cosa que no fuera el viento.

Con los labios apretados y una seca inclinación de cabeza, dispuso a sus guerreros más fuertes y veloces formados en cuña cerrada detrás de él. Se tensó con una rápida plegaria al Jabalí mientras retrocedía unos pocos pasos, y acomodó el hombro.

Y corrió.

Parecía un toro que embestía cuando derribó la puerta con la misma facilidad que si fuera maleza. Vislumbró veintenas de hombres alineados en los bancos, jugando, bebiendo, a la luz del fuego y las lámparas. Mientras la sorpresa aún surgía en sus rostros, la espada que Conaire sostenía con ambas manos abatió al hombre más próximo como si fuera una guadaña.

Los guerreros entraron a la carga detrás de Conaire, gritando, emprendiéndola a mandobles contra ellos. Cortaron brazos y cabezas de los enemigos; la sangre volvió resbaladizo el piso en pocos instantes.

Conaire vio correr a los hombres de los extremos en busca de sus armas, situadas en lo más alejado de los barracones, y con un grito se lanzó contra el gentío, abriendo brecha entre quienes estaban mal preparados en un esfuerzo por alcanzar a quienes pretendían armarse.

Algunos ya blandían sus espadas para cuando se precipitó sobre ellos, pero Conaire era imparable. Fergus y Angus estaban muy cerca de sus espaldas mientras encabezaba la cuña, por lo que disponían de espacio para maniobrar. Sintió la picadura de las hojas romanas en los brazos, pero sólo eran cortes de refilón. La propia espada de Conaire los aplastó como si fuera la ráfaga de una tormenta.

En la cabeza del gigante repiqueteaba una letanía. Eremon. Eremon. Eremon.

La letanía insufló fuego a sus miembros y fuerza a sus piernas, y al fin, cuando sintió que la sed de sangre florecía en su pecho, brotó de sus labios. Los hombres hicieron suyo el grito hasta que, entre las maldiciones de los romanos y los lamentos de dolor, un nombre resonó entre las vigas.

—¡Eremon!

Eremon se estiró como si caminase en sueños. Ahí fuera, en los aullidos del viento, había un ruido… algo familiar. Alzó la cabeza, pese a que le daba vueltas.

Manannán.

Su nombre. Alguien gritaba su nombre.

¿Eran los dioses que al fin venían a reclamarle? ¿Había pasado al Otro Mundo? Pero no, abrió un ojo hinchado. Ahora estaba casi oscuro, pero la parte de la pared enyesada en frente de él reflejó una última oscilación de luz. No había muerto.

—¿Conaire? —consiguió articular con voz ronca a pesar de sus labios agrietados. El sonido se perdió en la estancia. Rechinando los dientes para combatir el dolor, se alzó apoyándose contra la pared con las manos aún atadas a la espalda. Inspiró hondo.

—¡Conaire! —gritó, más fuerte en esta ocasión, sin saber por qué le llamaba, ya que éste se encontraba lejos.

Aunque a Eremon su grito le sonó como un maullido, propio de un cachorro herido, un momento después las oscuras siluetas de hombres llenaban la entrada. Se tensó, pero no tenía ningún brazo libre que levantar en su defensa.

—Mi señor —dijo alguien. Entendía el idioma. Al fin palabras que tenían sentido.

—Por las pelotas del Jabalí, dame tu cuchillo —dijo alguien más que, tras rodearle con los brazos, cortó sus ligaduras. La sangre volvió a los extremos de los dedos trayendo consigo una agonía.

Eremon se desmayó.

En un rincón de la degollina, Conaire se detuvo y se arriesgó a volver la vista atrás. Sus hombres estaban enzarzados peleando por toda la sala. En la primera carga habría muerto tal vez una veintena de romanos, por lo que la proporción se reducía a dos contra uno, pero ésta incluso sé había invertido al luchar en un espacio tan reducido, con la formación romana hecha trizas y los hombres cogidos por sorpresa.

La fuerza de sus enemigos residía en su disciplina, como siempre decía Eremon. Mano a mano, como ahora, sin corazas y desprevenidos, sólo contaban con sus habilidades de pelear por la fuerza bruta, y en eso les podían ganar.

Los soldados romanos que no habían sucumbido retrocedieron hacia las paredes, conducidos por quien parecía su jefe, pero los hombres de Erín penetraron en sus defensas, abriéndose paso a cuchilladas. La habitación estaba llena de cadáveres y el suelo encharcado de sangre. Fergus acababa de liberar su acero del cuerpo del hombre al que había atravesado y se lanzaba de vuelta a lo que quedaba de la refriega con un grito. Angus debía combatir aún en las sombras.

Pero ya sólo era cuestión de tiempo, y al fin podían conseguirlo sin Conaire, por lo que éste se precipitó de regreso a la puerta astillada y cruzó al otro edificio. Dos legionarios yacían muertos a la entrada y las voces resonaban desde una pequeña habitación en el extremo opuesto.

Conaire atravesó la puerta interior como un ciclón para encararse con la visión de Eremon tendido sobre el suelo. Se arrodilló, apartando a Colum de un empujón.

—¿Está vivo?

—Sí.

Conaire alzó en brazos a su hermano, quien gimió de dolor a pesar de estar semiinconsciente.

—¡Dioses! —chilló Conaire—. Rhiann no está lejos. ¡Quiero que Eremon esté fuera de aquí ahora mismo! Encontrad su caballo, preparadlo y seguidme.

Capítulo 59

Felizmente, Eremon ni se enteró de la mayor parte del viaje de regreso. Luego recordaría los copos de nieve que caían sobre su rostro y las tiritonas debajo de las mantas, delante de un pequeño fuego que crecía y decrecía cuando intentaba contemplarlo con los ojos entreabiertos; recordaría el olor a miel de Rhiann y el golpeteo de su corazón en el oído; y también recordaría el agua que vertía entre sus labios agrietados, y luego un caldo caliente.

Y la voz de Rhiann que aparecía y desaparecía de su mente.

—Le he administrado todo lo que tengo… Le hará dormir. Es la única forma de que podamos viajar deprisa, de otra manera sufriría demasiados dolores… No, podemos llevarle a caballo… Sólo tiene rotos los dedos…

Aquello continuó durante un tiempo sin fin: el paso tambaleante del caballo y las punzadas de dolor abrasador; el frío que se deslizaba por debajo de las pieles y le arañaba la piel; el viento que le azotaba la cara. Ardía de fiebre y se desmayó.

—Demos gracias a los dioses por la nieve. —La voz de Conaire llegaba desde muy lejos—. De otro modo, el rodeo que estamos dando no los despistaría por mucho tiempo.

Una áspera mano ahuecada sostuvo el hombro de Eremon.

A veces, cuando el ajetreo se detenía, alguien le cantaba con voz suave cerca del oído.

Rhiann se sentó junto al lecho del enfermo en su hogar sin dejar de contemplar el rostro de Eremon. Los hombres acababan de depositarlo sobre las pieles y ella le había administrado una dosis adicional de adormidera para poder examinarle las lesiones.

Había resultado difícil hacerlo a la luz del fuego durante el viaje de vuelta, aunque por la deforme hinchazón sabía que los romanos le habían roto tres dedos de la mano izquierda. Por suerte, las fracturas eran limpias y le entablilló los dedos mientras Eremon aún permanecía inconsciente. Tenía los ojos amoratados, pero sin daños en los globos oculares. Fundamentalmente, se había concentrado en bajarle la fiebre y conseguir que ingiriera algo de agua y comida.

—Rhiann —dijo entonces Caitlin—, dime qué he de hacer y lo haré. Lo incorporaré y acostaré por ti, cualquier cosa que pidas.

—No —la interrumpió Conaire—. Me quedaré a su lado. Yo lo haré.

—Lo voy a atender sola.

Su voz, fatigada y gélida, le extrañó hasta a la misma Rhiann.

—¡Podemos ayudarte! —protestó Caitlin.

—Señora —Eithne se puso al lado de Rhiann—, el bebedizo va a estar preparado enseguida. Te lo puedo traer.

—¡No! —Rhiann se volvió hacia ellos. Tres pares de ojos la miraron sorprendidos—.
Lo voy a atender sola.
¡Ahora, dejadme!

Asombrosamente, lo hicieron, tal vez al atisbar la angustia de su corazón cuando le vieron la cara. Después de que se marcharon, suspiró con un estremecimiento. Por primera vez en días, su personalidad como sanadora comenzó a desvanecerse. Tenía que ser fuerte para llevarlo a casa.

Hasta ahora.

Retiró las pieles y subió la túnica de Eremon por encima del vientre liso, de las costillas y del pecho. Entonces bajó los ojos y jadeó.

Los verdugones envolvían toda la superficie de su piel y debajo de éstos amplias franjas de cardenales verdes y púrpuras le moteaban las costillas y el abdomen. Por su aspecto, no sólo los habían ocasionado los puñetazos sino también las patadas.

Rhiann tiró para liberarle de las ropas de fino lino y sus ojos buscaron el rostro de Eremon, un pálido óvalo manchado por las lágrimas.

Dormido, la curvatura de sus labios era suave. El pelo le caía sobre un ojo amoratado y las largas pestañas negras sobre las mejillas. Perfecto.

Y más abajo… una ruina.

Los dedos de Eremon habían sido bien entablillados y, aunque descubrió una costilla rota al palpar los moretones, ningún órgano interno estaba dañado. El hambre, la sed y la paliza lo habían debilitado, provocando la fiebre, pero era una postración leve y pronto la fiebre desapareció por sí misma.

Lo primero que hizo Eremon al recuperar el conocimiento fue preguntar por sus hombres. Conaire lo miró con pena en los ojos.

—Angus y Diarmuid no lo consiguieron, hermano. Tres de los guerreros epídeos también murieron.

Eremon ladeó la cabeza al oírlo y no habló durante mucho rato. Caitlin se tironeaba los extremos de la manga con fiereza mientras Rhiann escogió ese momento para ocuparse del fuego. Conaire estaba sentado pesadamente sobre las mantas sin decir nada.

—Fui un necio —confesó Eremon con el rostro lívido—. Sabía que debía regresar, pero… sólo vi el peligro cuando se me echó encima. ¡Maldición! ¡Madito sea!

Conaire negó con la cabeza.

—Asestamos a los romanos un golpe increíble, hermano. Angus y Diarmuid, como cualquiera de nosotros, se sentirían honrados de morir por esa causa. Ahora lo festejan con los dioses y los bardos cantarán sus nombres.

—Todos nos moríamos de ganas de matar a los invasores, Eremon. —La mano de Caitlin descansaba sobre el hombro de Conaire—. Estuve con Angus y los demás, los oí hablar. Estaban donde querían estar.

Pero los ojos de Eremon siguieron teniendo un aspecto sombrío y, por más tonificantes que Rhiann le administraba, tampoco parecía volver el color a las mejillas.

Fue por aquel entonces cuando Didio, que había permanecido con Bran, regresó para hablar con Rhiann. Se deslizó en la habitación y permaneció tan lejos como pudo del lecho del enfermo. Pero Eremon, con las mejillas hundidas en sombras, le vio.

—Hijo de Roma —dijo con voz ronca. Didio se quedó helado—. Tus compatriotas me han dispensado la misma hospitalidad que nosotros a ti.

—Lo sé —replicó Didio, que observaba a Eremon con cautela.

En ese momento, Eremon parecía mirar más allá del romano, hacia las sombras de la pared.

—Tu gobernador quiere toda Alba y es la clase de hombre que jamás descansa hasta que lo consigue. ¿No es cierto?

Confuso, Didio miró a Rhiann y luego otra vez a Eremon.

—Lo es.

—La muerte de un sinnúmero de personas no le detendrá, ¿verdad? La muerte de un hombre tonto y necio no le beneficiará en nada así que… nada va a significar para él. ¿Verdad?

Los ojos del herido, dos pozos oscuros, no buscaban una respuesta de Didio, pero Rhiann avanzó hacia el lecho.

—No, Eremon, no significa nada —le dijo con suavidad—. Sólo para nosotros.

Eremon se estremeció al suspirar, como si acabara de librar una batalla. A partir de ese día su recuperación fue rápida, como si la juventud y la fuerza se reafirmaran soldando huesos y calentando mejillas. La juventud, la fuerza, y tal vez el deber. El deber, desde luego.

Fue entonces, una vez que Eremon estuvo fuera de peligro y necesitó menos cuidados por parte de Rhiann, cuando al fin los sentimientos de la joven respecto a todo lo acaecido afloraron a la superficie. Y le sorprendieron incluso a ella.

Other books

Maniac Magee by Jerry Spinelli
Winter Garden by Adele Ashworth
The Four Stages of Cruelty by Keith Hollihan
EMS Heat 01 - Running Hot by Stephani Hecht
A Mother for Matilda by Amy Andrews
Dancing Dragon by Nicola Claire
The Scent of Sake by Joyce Lebra
Elizabeth McBride by Arrow of Desire