Se frotó la cara. A veces, sería más fácil estar ciega y sorda ante el Otro Mundo porque entonces no le atormentarían las señales que traían expectativas o preocupaciones. Al fin y al cabo, los poderes humanos únicamente permitían vislumbrar la Fuente; la visión no siempre era clara o se producía a tiempo.
Entonces suspiró. Siempre le pedía a Rhiann que confiara y ahora era ella quien debía hacerlo, sólo que esta vez debía confiar en la propia Rhiann, esa hija suya, triste y voluble. Rhiann sabría qué hacer cuando llegara la elección. ¿Acaso no le habían dicho las Hermanas, antes de que llegara la oscuridad, que era la más dotada?
Por supuesto, era plenamente consciente de que Rhiann había perdido su conexión con la Diosa después de la incursión, pero incluso eso debía formar parte del telar de la Madre, el diseño del destino.
Los pasos de Rhiann estaban tejiendo el camino de su vida y, sin saber cómo, el hilo se estaba doblando, haciéndola retroceder.
La pira resultaba difícil de prender con la salpicadura de la lluvia y el viento racheado. Envuelto en su capa de piel de oso, Maelchon aguantaba con impaciencia, con sus ojos negros clavados en el herrero agachado en la base de la pira.
La llama vaciló y desapareció una vez más. El herrero alzó la vista con miedo.
—Date prisa, hombre —gruñó Maelchon.
El herrero lo intentó de nuevo con manos temblorosas; puso ramas secas sobre los carbones al rojo del brasero al tiempo que protegía la diminuta llama con su gran hombro. Al fin prendió y el hombre sopló hasta alcanzar los hilos de brea que había debajo del cuerpo, donde estalló en llamas.
El rey hizo una señal de asentimiento a la vieja curandera, que aferró su raída capa mientras se esforzaba por rociar la cabeza del cadáver con agua sagrada. Pero Kelturan el druida se había ido consumiendo antes de morir y la mujer no logró que el agua cruzara sobre las ramas y llegara al gastado rostro.
Maelchon resopló para sí. ¡Campesinos!
Aquello era culpa del propio Kelturan. El viejo se había deshecho de los otros druidas de las islas y había roto los lazos con sus iguales en el continente. ¿Qué esperaba que hiciera Maelchon por él? No quedaba nadie competente para oficiar una ceremonia como aquélla.
Maelchon inclinó la cabeza hacia Gelur, el artesano, con un suspiro. Fue un movimiento casi imperceptible, pero Gelur avanzó renqueando a toda prisa para ayudar a la mujer, que se encorvó para apartar su cara picada de viruela de la mirada del rey.
Maelchon lo miró con satisfacción. Había sofocado muy bien aquel obstinado orgullo de un año atrás. El artesano había trabajado sin cesar en los proyectos reales de edificación sin una sola palabra de queja desde que los miembros de su familia eran «huéspedes» del rey. Sí, todo se estaba desarrollando según lo previsto.
Maelchon se frotó las manos bajo la túnica, como hacía siempre que surgían pensamientos agradables. Cuando llegara el momento de
su
propio funeral, sería un rey rico, el más rico de toda Alba, con veinte druidas que cantaran a su paso, diez sementales para degollar y jóvenes esclavas para yacer a su lado, y un yelmo enjoyado… Sonrió para sus adentros. La anciana, que lo contemplaba asustada con ojos legañosos, se apresuró para concluir los ritos funerarios.
De vuelta al salón del trono, el rey consideró el mensaje recibido aquella misma mañana. El mensajero, que ahora descansaba en la casa de invitados, llegaba de una procedencia inesperada,
Calgaco.
Calgaco, ese rey orgulloso, jactancioso y arrogante que se consideraba por encima del resto de los mortales en Alba.
El monarca se bebió la cuerna de cerveza de un trago, entonces permaneció sentado dando golpecitos a su trono de piel de nutria. El mensaje era una invitación para hablar de la amenaza romana. De modo que Calgaco tenía en mente unir a todas las tribus para declararse a sí mismo jefe de guerra, ¿verdad? ¡Debía de pensar que los otros reyes eran tontos de remate! Si soltaban las riendas de sus reinos, Calgaco se limitaría a pisotearlos. Entonces no habría escapatoria de sus insaciables fauces.
Aún.
Tal vez fuera sensato acudir a ese Concilio para ver qué posición adoptaban el resto de los reyes. Quizás pudiera incluso aprovechar la ocasión para sacar ventaja y susurrar en algunos oídos, sembrar la disidencia. Resultaría fácil enfrentar a los restantes monarcas entre ellos si se sentían amenazados.
Por supuesto, resultaría doloroso ver todo lo que tenía Calgaco y él, Maelchon, no. La carne con pequeñas vetas de grasa se le atragantaría y el excelente hidromiel se cuajaría en sus tripas, pero las ventajas pesaban mucho más que tales nimiedades. Necesitaba saber qué sucedía en el corazón de las tribus si quería sobrevivir, y tales invitaciones, tales encuentros, llegaban con poca frecuencia.
—Traed al emisario caledonio —ordenó a su sirviente— y enviad a buscar a mi esposa también.
Cuando hubo despachado al hombre de Calgaco expresando su aceptación con palabras cuidadosamente elegidas, Maelchon vio a su reina, que se ocultaba cerca de la puerta en la oscuridad.
—Ven aquí, chica.
Ella se arrastró hacia delante a la luz de las teas con la cabeza gacha.
—Ponte erguida… ¡Eres una reina! Aunque supongo que nadie podría confundirte con una.
La joven alzó el pálido rostro y sus ojos centellearon. Maelchon sonrió. Resultaba mucho más divertido cuando saltaban chispas que si se producía una rendición lastimera.
—Me han invitado a un Concilio de todas las tribus en el Castro de las Olas. Vas a acompañarme.
La joven dejó caer la barbilla de nuevo. Probablemente, estaba aterrada ante aquella idea. Bueno, ¿qué podía hacer?
—Debes dar una buena imagen de mí. Haz que tus mujeres te preparen nuevos vestidos. Encontraré para ti algunas joyas adecuadas, aros para los brazos, broches… Y haz algo con tu pelo… Pareces una de esas mujerzuelas de los pescadores.
—Sí, mi señor. ¿Cuándo salimos, mi señor?
—Dentro de una semana. Harías bien en estar preparada o te dejaré aquí.
Se escabulló fuera con rapidez sin dejar de mantener apartado el rostro.
Maelchon cambió de postura en el trono. Por un momento, el odio de sus ojos le había estimulado. Era la única vez que había conseguido enfurecerla, ya que en los últimos tiempos se había vuelto irritantemente sumisa. Incluso tranquila.
Sí, el viaje al Sur ofrecía una ocasión propicia. Tal vez podría venderla a algún otro rey, o declararla estéril en público si estaban allí sus parientes para recuperar la dote que había aportado por ella.
Cualquier cosa que le dejara el camino expedito para cuando tuviera a la princesa de Alba de su elección. Para entonces, ninguna tribu lo rechazaría, ni habría más menosprecios hacia el señor de una isla ganadera de la que ni siquiera era
rey…
Una ola de ira y ardiente amargura invadió su estómago. Su respiración se aceleró.
Después de todos aquellos años, el recuerdo de aquella melena cobriza —y el odio que alimentaba— despertaba sus apetitos con más facilidad que cualquier mujer real y auténtica.
Se tambaleó al ponerse en pie y recogió a tientas su capa de piel de oso. Entre aquellos oscuros norteños, por cuyas venas corría con tanta fuerza la Sangre Vieja, había descubierto una jovencita de melena roja que vivía al otro lado de la bahía. Encontraba en ella algo con lo que mitigar su sed, por poco tiempo.
Sólo por poco tiempo.
Brote de la hoja, 81 d. C.
El viento marino que se arremolinaba alrededor del Castro de las Olas aún conservaba la inclemencia de la larga oscuridad en sus alas.
Envuelta en su capa de montar, Rhiann no le dedicó una mirada más a la roca del águila cuando cruzaron. Quedó complacida al comprobar que esta vez no hubo temblor ni agitación en su vientre. En tal caso, su corazón se había liberado de Drust. Miró desde atrás la oscura melena de Eremon. Si había podido hacerlo una vez, podía repetirlo.
Sobre la planicie, los rutilantes estandartes de las tribus relucían bajo las nubes oscuras como las flores en los bosques umbríos. Las tiendas y los cobertizos se extendían juntos en una mezcolanza de lino y cuero engrasado, sogas y cuerdas; había filas de carros pintados alineados en hileras, y carretas llenas de pieles y rollos de lana. Los perros ladraban y los niños correteaban entre las tiendas dando gritos; débilmente se escuchaban el tintineo del martillo de un herrero y los gritos de los hombres que bebían y jugaban. Los dispersos pueblos de Alba se congregaban pocas veces y ésta era una oportunidad demasiado buena para perdérsela. Se cerrarían acuerdos comerciales, adopciones, esponsales; y los jueces druidas escucharían los pleitos.
A Eremon se le asignó la misma casa central como muestra de la consideración de Calgaco. Las dos parejas casadas disponían de camas, y Eithne y Didio tenían camastros junto al fuego. AI resto de los hombres de Eremon les complació levantar sus tiendas en la llanura, puesto que del campamento llegaba el olor a carne asada y el tenue sonsonete de las gaitas y las risas.
Habían llegado cuando el Sol estaba en su cenit y dispusieron de tiempo para que Caitlin y Rhiann dieran un paseo por las murallas mientras Eremon instalaba a los suyos en el campamento. Didio las seguía a unos pasos de distancia mientras ambas vagabundeaban por el trecho del adarve que daba al mar.
Después de que Rhiann suplicara para que Didio pudiera defenderse en el Concilio de tribus, Eremon cedió y le permitió al romano llevar una daga pequeña por considerar que ningún guerrero diestro con la espada dejaría que un arma como ésa rebasara su defensa. Entonces, Rhiann entregó a Didio la funda más ornada que logró encontrar en el almacén y un casco con la cresta con forma de semental.
Didio caminaba detrás de ellas con la mano en la vaina y la mirada alerta debajo del frontal del casco como si de un momento a otro esperase un ataque contra Rhiann.
—¡Me encanta este lugar! —Caitlin extendió los brazos y se inclinó sobre la empalizada—. El mar está tan tranquilo que puedes ver a mucha distancia… como si pudieras volar lejos. —Miró a Rhiann y se le ensombreció el rostro—. Eso no significa que no me guste Dunadd —se apresuró a rectificar—. La vista de la isla es también preciosa.
Rhiann rompió a reír.
—Prima, está permitido querer más de un lugar al mismo tiempo. —Ladeó la cabeza para dirigirse a Didio—. ¿Qué te parece esta espléndida fortaleza?
Didio permaneció circunspecto.
—Es realmente magnífica, aunque la desventaja de los asaltantes sería mayor si hubieran levantado el acceso con otro ángulo.
—Que Calgaco no te oiga hablar así. —Rhiann le guiñó el ojo a Caitlin—. Te iba a resultar muy difícil permanecer en silencio ante él.
—Te pondría a trabajar en la puerta antes de que te hubieras dado cuenta —agregó Caitlin con una sonrisa en la comisura de los labios.
Pero Didio miraba detrás de ellas con los ojos muy abiertos. Rhiann escuchó cómo una voz musical pronunciaba su nombre en un susurro entrecortado. Era tal y como la recordaba. Se dio la vuelta.
Por una vez Drust vestía con sobriedad una túnica azul oscuro y unos pantalones de color ocre; el sol y el viento le bruñían la piel hasta el punto de que era todo moreno, dorado y cobrizo. Seguía siendo muy guapo, pero esta vez el cuerpo de Rhiann no lo deseaba y su respiración no se aceleraba. Los besos de otra mujer empapaban ese rostro la última vez que lo vio y unos largos dedos femeninos aferraban aquellos anchos hombros. Ahora su proximidad no la hacía sentirse ni excitada ni temblorosa, sino asqueada y fría. Mientras permanecía allí, cara a cara con lo que no era más que una ilusión, los sentimientos que aún inspiraba en el corazón de la joven desaparecieron por completo.
—No me mires de esa forma, Rhiann.
Drust la cogió por el brazo. Caitlin retrocedió diplomáticamente unos pasos y se llevó a Didio con ella.
Rhiann bajó la voz.
—¿Te importaría quitarme la mano de encima?
Los ojos castaños de Drust resistieron la mirada de Rhiann.
—Sí, me importa.
Ella se apartó con impaciencia y Drust sólo le retuvo la mano.
—Sé que no nos separamos en las mejores circunstancias, pero te eché de menos cuando te fuiste. Fui un tonto.
Rhiann sonrió con dulzura.
—No. Yo fui la tonta. Dejémoslo así.
—No quiero dejarlo.
Ella inspiró hondo.
—Drust, déjame ir, ¡ahora!
El hombre intentó atraerla hacia sí, y fue entonces cuando Rhiann olió su aliento. Los festejos de la llanura habían comenzado esa mañana y en el campamento debía haber tantas mujeres complacientes como barriles de cerveza.
—Hablo en serio.
La joven le clavó las uñas en la palma de la mano y sólo entonces la soltó. Rhiann vio por el rabillo del ojo que Didio se precipitaba hacia delante mientras aferraba la daga con mano temblorosa.
Drust retrocedió cuando fue consciente del avance del romano al tiempo que soltaba una carcajada.
—Qué perrito guardián tan extraño tienes, señora.
—No creo que vaya a necesitar ninguno.
—No. —Drust se alisó la túnica—. En ese caso, hablaremos más tarde.
—Si es que tienes algo que decir cuando estés sobrio.
Tras enrojecer, el caledonio se abrió camino entre ellos y se dirigió hacia las escaleras. Lleno de ira, Didio se volvió y lo vigiló con la mirada.
Rhiann permaneció inmóvil durante un buen rato mientras contemplaba el espacio por el que Drust había desaparecido. Suspiró desde lo más hondo de su ser. El sueño dorado del hombre debía ser falso después de todo. Debía dejarlo extinguir para siempre.
Hubo peleas en la fiesta que tuvo lugar aquella noche en el campamento, como era de esperar con tantos hombres de armas juntos en un mismo lugar.
—Sigo esperando la llegada de algunos jefes tribales que están más lejos —dijo Calgaco a Eremon a voz en grito para hacerse oír por encima de las gaitas mientras permanecían cerca de uno de los espetones en que se asaba la carne de venado—. Va a acudir incluso Maelchon desde las lejanas islas Orcadas. —Movió un ala de pato a medio comer en dirección al septentrión.
Eremon engulló su carne de venado.
—¿Las islas Orcadas?
—Sí. Se sabe poco acerca de él. No comercia demasiado con el resto de nosotros, pero al decir de todos tienen una hueste poderosa.