—¿Rhiann?
Ella ladeó la cabeza.
—Estoy bien, Eremon.
—Gracias sean dadas a los dioses. —Su voz retumbó contra su oído, y ella luchó contra la fatiga, el sueño, y se esforzó en sentarse.
—Eremon, los hombres…
Aunque sabía que estaban vivos, pudo ver de nuevo, a la sombra del reborde, las cabezas gemelas y doradas de Caitlin y Conaire, enlazados, el pelo gris de Colum y los ojos brillantes de Fergus. Estaban a salvo, pero Eremon debía saber mejor que ella que las ropas húmedas y el frío eran peligrosos cuando se combinaban entre sí; éste se incorporó casi al instante.
Hicieron recuento de lo salvado, que no era mucho. Habían sacado casi todos los alimentos de los barriles, y perdido armas y efectos, excepto dos arcos de cuerdas, inútiles hasta que no se secasen, y, para sorpresa de los albanos, Eremon había salvado su espada, aunque pesaba mucho.
—Era la espada de mi padre —manifestó sin rodeos—. No tenía la menor intención de que acabase en el fondo del mar.
Necesitaban sobre todo calor, y Eremon envió a Caitlin y a los hombres a buscar cualquier madera que pudiera haberse librado de la lluvia, al tiempo que Conaire y él comenzaban a astillar los barriles. Mientras éste lo hacía, contemplaba a Rhiann, sentada silenciosa en la arena, cerca del agua. Le había dicho que descansase y, por una vez, le había obedecido.
Dejó a Conaire y se acercó a ella cuando la vio enjugarse los ojos e inclinar la cabeza.
—Eremon —dijo ella sin moverse—. Lo que sentía era real. Sabía que había algo que no iba bien con ese hombre. ¿Cómo no lo vi?
La voz de Rhiann se quebró y él puso una mano sobre su hombro.
—¿Cómo podrías? No es culpa tuya.
—¡Pero debiera haberlo sabido! —gritó, mirándole ahora—. ¡Ahora lo sé, pero ya es demasiado tarde, al menos para Dala y Rawden!
Los rizos del cabello se le pegaban al rostro y ella los apartó.
—¿Qué es lo que sabes?
Ella se volvió hacia el mar.
—El hombre del rostro marcado era un enviado de Maelchon: quería matarnos porque estaba obsesionado conmigo y yo le avergoncé… —Tomó un ramillete de algas—. Ese hombre tenía una carga de dolor. ¡Pude sentirlo desde el principio!
—Fue la acción de un desesperado —convino Eremon al recordar las últimas palabras del hombre—. No quería hacerlo, Rhiann, pero Maelchon debía tener mucho poder sobre él.
—¿Y qué pasa con Gelert, Eremon? Él sabía que esto iba a ocurrir. Debió descubrir que nos íbamos y habló con Maelchon. Trató de matarnos, tan seguro como si él mismo hubiese empuñado la espada.
Eremon apretó los labios.
—Cuando volvamos, será el momento de desafiar abiertamente a ese druida.
Rhiann suspiró.
—Aún no tenemos pruebas.
—¡Ninguna que no sea la evidencia de nuestros propios ojos!
—No la tendríamos de haber funcionado el plan. —Se estremeció—. Pero, aun así, no entiendo por qué el agente de Maelchon esperó tanto en el viaje para actuar. Gracias a eso estamos vivos.
El príncipe se acuclilló.
—Maelchon no quería que ningún rastro de nosotros, de nuestras muertes, se relacionasen con él. Supongo que ese hombre tenía instrucciones de esperar hasta que las Orcadas estuviesen lo más lejos posible. Puede que la tormenta le hiciera cambiar de planes, puede que pensase que podía jugar sus bazas antes de que llegásemos a la orilla. —Recordó la salvaje desesperación de los ojos del hombre—. Dudo de que obrase racionalmente, Rhiann, y ahí fallaron los cálculos de Maelchon. El miedo no es la mejor forma de controlar a la gente.
—Bueno, controlaba a Dala, Casi saltó de mis brazos cuando la ola la golpeó de lleno. Creo…, creo que se sentía demasiado herida para querer vivir.
—Entonces, no fue error tuyo.
Caitlin apareció justo entonces, abriéndose paso por las rocas que bordeaban la siguiente bahía. Su pequeño rostro se mostraba sombrío bajo las enmarañadas trenzas.
—Hemos encontrado a Dala —dijo, los ojos puestos en Rhiann—. Y a su hombre.
Con un grito, Rhiann se puso en pie de un salto y corrió por las rocas.
Eremon impidió que Caitlin la siguiese.
—Deja que se vaya —dijo—. Necesita llorar a solas.
—Encontramos también al traidor un poco más lejos —musitó Caitlin—. La tormenta se ocupó de él.
Eremon se limpió la arena de los dedos.
—Le daremos un entierro idéntico al de los demás. Todos fueron víctimas del mismo hombre.
El capitán caledonio sabía adónde habían ido a parar.
—Si cruzamos este cabo, llegaremos a alguna población de la costa occidental —dijo esa noche, mientras se hallaban alrededor de un débil fuego de duelas de barril. Había dejado de llover, aunque seguía soplando el viento con fuerza y las nubes cubrían el cielo.
—Puede que podamos abordar un buque que vaya al Sur, hacia Dunadd —añadió Rhiann.
Eremon la miró, más allá del fuego. Dirigir los funerales esa noche parecía haberla calmado, como si el ritual le hubiese devuelto la fuerza de cuerpo y espíritu. La sombra de la pena acechaba en sus ojos, pero también iba naciendo la aceptación.
Bueno, la necesitamos en plenas facultades si queremos volver sanos y salvos a casa.
—La gente de la zona vive aislada —estaba explicándole a Caitlin— porque la sangre de los Antiguos corre más pura por sus venas y se venera a las integrantes de la Hermandad aún más que en otras partes de Alba. Puede que no tardemos en encontrar ayuda.
Aunque aún se sentían débiles y hambrientos, Eremon puso a todos en movimiento con las primeras luces del día siguiente, cuando un débil Sol asomó a través de los desgarrones de las pesadas nubes.
Quería refugiarse detrás de muros sólidos lo más pronto posible y en Dunadd poco después.
Dos días de deambular por cañadas baldías los condujeron al mar Occidental y a una larga playa en la que la escasa vegetación se doblegaba bajo el fuerte viento, pero tampoco encontraron nada entre las hierbas de las dunas, cuyas raíces se hundían en la turba a gran profundidad. El agua chorreaba por las uniones de las tortuosas rocas de forma interminable.
Tras una somera comida a base de lapas recogidas en la orilla, formaron un círculo en las dunas envueltos en sus capas húmedas y se apiñaron en torno al fuego moribundo.
—Mañana dejaremos la costa y entonces podremos encontrar comida —le dijo Eremon a Rhiann mientras yacían arrebujados en sus capas—. No puedo dejar que los hombres se debiliten. Tendremos que defendernos pronto y no tenemos más arma que la mía.
—No habrá peligro mientras estéis conmigo. —Rhiann se dio la vuelta sobre la espalda.
—¿Cómo puedes estar segura?
Antes de que ella pudiera responder, les llegó un grito de Fergus, que había montado la primera guardia. Todos se pusieron en pie de un salto.
Tensándose en la oscuridad, Eremon no pudo creer lo que veía: un círculo de hombrecillos emergía del manto de la noche, como si hubieran brotado de las oscuras rocas que los rodeaban o salido reptando de madrigueras de la tierra misma. Sus ropajes parecían moverse y cambiar, con diseños del color de la arena, las algas y los líquenes. Sus ojos relucían como los de los lobos a la luz del fuego.
Entonces una de las figuras se adelantó, empujando a Fergus delante de él.
—Tiró una flecha en la arena, señor —dijo Fergus con voz entrecortada—. Me sorprendió por detrás y me puso una lanza en la espalda cuando fui a investigar la causa del ruido. Lo siento, estaba fatigado, yo…
—¡Galla! —le conminó Eremon con dureza—. Es demasiado tarde para eso. —Alzó la espada para que la luz destellase a lo largo de toda la superficie en un gesto inconfundible para sus atacantes—. Probaréis el filo de mi espada si herís a ese hombre. ¡Os lo prometo! —gritó.
El hombre que sujetaba a Fergus dijo con aspereza algo que el erinés apenas pudo comprender; parecía usar un dialecto extraño, pero Eremon entendió la palabra
gael
y comprendió, horrorizado, que esos hombres los habían visto a el y a sus hombres a la luz del día. Sabían que no lucían los tatuajes de los albanos. Eso los convertía en extranjeros, en asaltantes. Estar en una costa aislada sin otra arma que la espada de Eremon era una posición peligrosa.
Sintió a Rhiann a su lado.
—Escúchame esta vez, aunque sea la única —le dijo con mansedumbre—. No interfieras o nos matarán a todos. Cada uno de esos hombres tiene una flecha en el arco.
Antes de que Eremon pudiera detenerla, se dirigió al hombre que había hablado y le replicó con dureza en el mismo dialecto. Eremon entendió las palabras «Ban Cré» y «epídeos».
El hombre la respondió, menos acerbamente ahora, pero aún apretando su lanza contra la espalda de Fergus. Entonces Rhiann se detuvo, se enderezó e hizo un ademán. Cuando habló, su tono era conminatorio, como lo había sido al recitar la letanía por los ahogados Dala y Rawden, y su perfil pareció temblar y, sin saber cómo, convertirse en algo más alto, más enhiesto y reluciente en medio de las oscilantes sombras que proyectaban las llamas mientras invocaba el carisma de las sacerdotisas, como lo hiciera en Beltane. Su cabello era un halo de llamas alrededor de su cabeza… ¿o sólo un efecto de la luz?
Los otros hombres pequeños cobraron vida, agitándose y murmurando al oír las palabras de Rhiann, y el que había hablado les gritó algo, áspero como una gaviota, al tiempo que retrocedía y liberaba a Fergus.
Mientras Fergus se tambaleaba hacia Eremon, el jefe de los recién llegados se aproximó con lentitud a Rhiann, con la lanza olvidada en la mano, y se arrodilló a sus pies. Allí se quedó, con la cabeza hundida en aparente sumisión.
La respiración de Eremon silbó al salir por entre sus dientes. El ataque había durado sólo unos momentos, pero su cuerpo vibraba con la crispación del peligro. Observó cómo Rhiann ponía una mano sobre la cabeza del hombre y decía algo, ahora de forma más suave, antes de que éste se levantara de nuevo.
Eremon vio que el hombrecillo sólo le llegaba a Rhiann al hombro, y que su cabello y ojos resplandecían negros a la luz del fuego. Vestía pantalones de cuadros y una túnica sin mangas de ese cambiante color liquen, pero, a pesar del viento nocturno, no llevaba capa. Había un buen motivo, y éste colgaba de su espalda: una aljaba de piel con flechas teñidas de ocre y ornadas con cuentas; la pulida muñequera de piedra era señal de que esa gente tenía en gran estima al arco. Una capa o unas mangas dificultaban el tirar de la cuerda. Lo único que le diferenciaba de sus hombres era una banda de piel de foca alrededor del brazo y un collar de conchas.
Eremon se acercó lentamente a Rhiann, sin apartar la mirada de aquel hombre, que se la devolvía de forma abierta, incluso con orgullo, aunque debía levantar la cabeza para hacerlo.
—Recuérdame que te deje arriesgarte más a menudo —murmuró Eremon a Rhiann.
—Eremon —Rhiann señaló al jefe—. Éste es Nectan, hijo de Gede, un cabecilla de los cerenios. Son una de las tribus occidentales que hemos venido a buscar. Quiere saber por qué he traído hombres
gael
a su territorio.
Ahora que se encontraba más cerca, Eremon pudo ver las vetas plateadas que recorría el oscuro cabello de su atacante y comprendió que la altura y ligereza del hombre ocultaban las arrugas de sus ojos y la bizquera causada por el viento marino y el Sol.
—Entonces será mejor que le cuentes quién soy.
Una vez efectuadas las presentaciones, Nectan dirigió un torrente de preguntas a Rhiann que Eremon apenas pudo seguir. Rhiann respondía con paciencia y pronto él pareció quedar satisfecho. El jefe contempló a Eremon de arriba abajo, como si quisiera tomarle la medida, antes de reunirse con sus hombres. Entonces, comenzaron a hablar entre ellos con una cascada de voces musicales.
—¿Por qué no podemos entenderlos? —preguntó Eremon.
—Esta gente usa muchas de las palabras antiguas. De ahí que puedas entender parte de lo que dicen, pero no todo. Es capaz de hablar con nosotros, empero, cuando así lo quiere.
—Entonces, ¿qué les dijiste para que se rindiese?
Rhiann sonrió de forma irónica.
—No se rindió. Rindió homenaje a una Ban Cré. Aquí la adoración de la Diosa es más fuerte que la de los dioses de la espada. Le hablé con palabras sagradas. Entonces me creyó de verdad.
—¿Y qué le dijiste de mis hombres y de mí?
—Que eres mi hombre unido, estás para ayudarme…
—¿Hombre unido?
—Su forma de entender el papel de un esposo es algo diferente. —Le puso la mano en el brazo—. Eremon, esto es la vieja tradición. Todo cuanto importa es que necesitamos ayuda. Nos llevarán a su aldea, y luego les pediremos que nos ayuden a volver a casa. Me respetan, pero desconfían de vosotros, así que estáis en mis manos. No hay mucho más que se pueda hacer.
Él comprendió que todo eso era verdad y cabeceó.
—Me comportaré lo mejor posible. Sobre todo si nos dan comida; el estómago me ruge como un oso.
Nectan volvió junto a Rhiann y la instó a seguirlos indicando que «el hombre de la espada» se mantuviera junto a él; el resto de sus hombres se desplegaron para rodear al pequeño grupo y los llevaron de vuelta por las dunas hasta llegar a una senda estrecha que discurría hacia el Sur.
En lo alto, el último golpe de viento había dispersado las nubes y la Luna cruzaba ahora el cielo oscuro, alumbrando a su paso la superficie de una ría angosta. Chapotearon en una corriente que surcaba las arenas y treparon a un terreno más elevado de nuevo para llegar a la aldea de Nectan antes de que la Luna hubiese recorrido la mitad del horizonte.
Allí les aguardaba una extraña visión. Un grupo de techos pequeños y puntiagudos surgían sobre la arena entre las dunas, como los yelmos de un ejército enterrado. Nectan se detuvo a las puertas de un pasillo que llevaba, por el interior de la duna, hasta uno de los tejados.
Eremon observó el pequeño cono que sobresalía de la arena y luego el estrecho pasadizo.
—¿Todos? ¿Seguro que no somos muchos para entrar en esta casa?
—No. —La voz de Rhiann sonaba risueña en la oscuridad—. Entre esta gente, no todo es como parece.
Transitaron por un pasaje techado con masivas piedras dinteladas, y entonces Eremon vio a qué se refería Rhiann, ya que se encontraron con una enorme casa, construida de forma acogedora en el seno de un gran pozo de la duna.