—Cuarto Young, dé órdenes de distribuir los aparatos de respiración. Encárguese de la distribución de mascarillas filtradoras entre la población. Cualquier persona que no se halle dentro de un refugio ha de llevar un respirador.
Las mascarillas no protegían de los lanzallamas ni de las detonaciones de alta energía, pero la gente podía librarse de las nubes venenosas. Mientras se colocaba el respirador, Xavier se sintió invadido por el temor de que las precauciones de la milicia no fueran suficientes.
Los soldados cimek abandonaron sus blindados y avanzaron sobre sus monstruosos pies. Arrojaron proyectiles explosivos, que abrasaron edificios y a personas aterrorizadas. Brotaron llamas de las boquillas de sus miembros delanteros, que prendieron fuego a la ciudad de Zimia. Seguían cayendo blindados del cielo, preparados para abrirse nada más tocar tierra. Veintiocho en total.
El joven tercero vio una columna de fuego y humo que caía dando vueltas con un rugido ensordecedor, tan veloz y brillante que estuvo a punto de quemar sus retinas. El blindado se estrelló en el recinto militar situado a un kilómetro de distancia, desintegró el centro de control y el cuartel general de la milicia planetaria. La onda de choque derribó a Xavier y destruyó las ventanas de docenas de manzanas.
—¡Primero! —gritó Xavier por el comunicador—. ¡Primero Meach! ¡Centro de mando! ¡Quien sea!
Pero al ver las ruinas, supo que no iba a obtener ninguna respuesta del complejo.
Mientras recorrían las calles, los cimeks escupían un humo verdinegro, una neblina aceitosa que, al asentarse, producía una película tóxica que cubría el suelo y los edificios. Entonces, llegó el primer escuadrón de bombarderos kindjal. Lanzaron una andanada de explosivos alrededor de los soldados mecánicos, que derribó tanto a cimeks como a edificios.
Xavier jadeaba, incapaz de dar crédito a sus ojos. Llamó de nuevo al comandante, pero no obtuvo respuesta. Por fin, los centros subtácticos que rodeaban la ciudad se pusieron en contacto con él para preguntar qué había pasado y pedir que se identificara.
—Tercero Harkonnen al habla —dijo. Entonces, comprendió la enormidad de lo ocurrido. Con un supremo esfuerzo, hizo acopio de valor y serenó su voz—. Soy… soy el actual jefe de la milicia salusana.
Corrió hacia el núcleo de humo grasiento. Los civiles se desplomaban a su alrededor, presos de náuseas. Echó un vistazo a los atacantes aéreos, y ardió en deseos de detentar el mando supremo.
—Es posible destruir a los cimeks —transmitió a los pilotos kindjal. Después, tosió. La mascarilla no funcionaba bien. El pecho y la garganta le escocían como si hubiera inhalado ácido, pero siguió gritando órdenes.
Mientras el ataque continuaba, las naves de emergencia salusanas sobrevolaron la zona de batalla, y arrojaron contenedores de polvos y espuma antiincendios. Escuadrones médicos provistos de mascarillas avanzaban sin vacilar.
Indiferentes a los insignificantes esfuerzos de los humanos por defenderse, los cimek continuaban su avance, no como un ejército, sino como individuos: perros mecánicos enloquecidos que sembraban la destrucción por doquier. Un soldado mecánico flexionó sus piernas de cangrejo y desintegró dos naves de rescate que descendían, para seguir su camino a continuación con movimientos siniestros.
La vanguardia de bombarderos salusanos arrojaron proyectiles explosivos contra uno de los primeros cimeks. Dos proyectiles alcanzaron el cuerpo blindado, y el tercero hizo impacto en un edificio cercano, el cual se derrumbó, sepultando bajo los cascotes el cuerpo mecánico del invasor.
Pero después de que las llamas y el humo se despejaran, el cimek volvió a la carga. La máquina asesina se liberó de los cascotes y lanzó un contraataque contra los kindjals que llegaban del cielo.
Xavier estudiaba los movimientos de los atacantes desde lejos, para lo cual utilizaba una pantalla táctica portátil. Era preciso que descubriera el plan global de las máquinas pensantes. Daba la impresión de que los cimeks tenían un objetivo definido.
No podía vacilar o perder el tiempo lamentando la muerte de sus camaradas. No podía preguntar al primero Meach qué debía hacer. Tenía que pensar con la mente despejada y tomar decisiones instantáneas. Si conseguía descubrir el objetivo del enemigo…
La flota robótica seguía disparando en órbita sobre la guardia espacial salusana, aunque el enemigo dotado de inteligencia artificial no podía atravesar los campos Holtzman. Tal vez serían capaces de derrotar a las naves de vigilancia y bloquear la capital de la liga…, pero el primero Meach ya había llamado a los grupos de batalla periféricos, y pronto toda la potencia de fuego de la Armada opondría una seria resistencia a las naves de guerra robóticas.
Vio en la pantalla que la flota enemiga mantenía sus posiciones…, como si esperara alguna señal de las tropas de asalto cimek. Las ideas se agolparon en su mente. ¿Qué estaban haciendo?
Un trío de gladiadores mecánicos arrojó explosivos contra el ala oeste del Parlamento. La hermosa fachada se derrumbó sobre la calle como una avalancha de finales de primavera. Algunos despachos gubernamentales, ya evacuados, quedaron al descubierto.
Xavier tosió a causa del humo, forzó la vista y miró a los ojos del médico que colocaba una nueva mascarilla sobre su rostro. Los pulmones de Xavier ardían, como si los hubieran empapado de combustible al que luego hubieran prendido fuego.
—Te pondrás bien —prometió el médico en tono poco convincente, mientras ponía una inyección en el cuello de Xavier.
—Más te vale. —El tercero volvió a toser y vio manchas negras delante de sus ojos—. Ahora no tengo tiempo para morir.
Xavier se olvidó de sí mismo y sintió una profunda preocupación por Serena. Menos de una hora antes, tenía que pronunciar un discurso ante la cámara de representantes. Rezó para que estuviera a salvo.
Se puso en pie y alejó al médico con un ademán, mientras la inyección obraba efecto. Conectó su pantalla táctica portátil y solicitó una vista del cielo, tomada desde las defensas kindjal. Estudió los senderos ennegrecidos de los gráciles y titánicos cimeks en la pantalla.
¿Adónde van?
En su mente, reprodujo el camino seguido por los monstruos mecánicos desde los cráteres humeantes y las ruinas del cuartel general de la milicia.
Entonces, comprendió lo que habría tenido que ver desde el principio, y maldijo por lo bajo.
Omnius sabía que los escudos descodificadores Holtzman destruirían los circuitos gelificados de las máquinas pensantes. Por eso, el grueso de la flota robótica se mantenía alejada de la órbita salusana. Si los cimeks se apoderaban de los generadores de campo, el planeta quedaría expuesto a una invasión a gran escala.
Xavier se enfrentaba a una decisión crítica, pero ya la había tomado. Le gustara o no, ahora estaba al mando. Al aniquilar al primero Meach y la estructura de mando de la milicia, los cimeks le habían puesto al frente de la situación, siquiera de forma temporal. Y sabía lo que debía hacer.
Ordenó a la milicia salusana que retrocediera y concentrara todos sus esfuerzos en defender el objetivo más vital, dejando el resto de Zimia a merced de los cimeks. Aunque tuviera que sacrificar una parte de esta importante ciudad, debía impedir que las máquinas lograran su objetivo.
A toda costa.
¿Qué influye más, el tema o el observador?
E
RASMO
,expedientes de laboratorio no cotejados
En Corrin, uno de los principales Planetas Sincronizados, el robot Erasmo paseaba por la plaza embaldosada que había frente a su villa. Se movía con la agilidad que había conseguido imitar después de siglos de estudiar la elegancia humana. Su rostro de metal líquido era como un bruñido espejo carente de expresión, hasta que decidía formar una serie de emociones imitadas en la película de polímero metálico, como las antiguas máscaras teatrales.
Mediante fibras ópticas implantadas en su membrana facial, admiró las fuentes iridiscentes que le rodeaban, las cuales constituían un digno complemento de la sillería, las estatuas, los trabajados tapices y las columnas de alabastro talladas a láser de la villa. Todo lujoso y opulento, diseñado por él. Después de muchos estudios y análisis, había llegado a apreciar los patrones de la belleza clásica, y estaba orgulloso de su evidente buen gusto.
Sus esclavos humanos se encargaban de infinidad de tareas domésticas: bruñir trofeos y objetos artísticos, sacar el polvo a los muebles, plantar flores, podar los arbustos ornamentales bajo la luz púrpura crepuscular del sol gigante rojo. Cada esclavo tembloroso hacía una reverencia cuando Erasmo pasaba a su lado. Reconocía a todos, pero no se molestaba en identificarlos, si bien tomaba nota mental de cada detalle. El dato más nimio podía conducir a la comprensión total.
Erasmo tenía una piel de compuestos plastiorgánicos entretejidos con elementos neuroelectrónicos. Se jactaba de que su sofisticada red sensora le permitía experimentar sensaciones físicas reales. Bajo la reluciente ascua del gigantesco sol de Corrin, sentía la luz y el calor sobre su piel, en teoría como si fuera de verdadera carne. Vestía un grueso manto dorado ribeteado de adornos carmesíes, parte de un elegante vestuario personal que le diferenciaba de los robots inferiores de Omnius. La vanidad era otra cosa que Erasmo había aprendido al estudiar a los humanos, y le gustaba.
La mayoría de robots no gozaban de tanta independencia como Erasmo. Eran poco más que cajas pensantes móviles, meros apéndices de la supermente. Erasmo también obedecía las órdenes de Omnius, pero gozaba de mayor libertad para interpretarlas. A lo largo de los siglos, había desarrollado su propia identidad y algo parecido a un ego. Omnius le consideraba una curiosidad.
Mientras el robot continuaba andando con gracia perfecta, detectó un zumbido. Sus fibras ópticas localizaron una pequeña esfera voladora, uno de los muchos espías móviles de Omnius. Siempre que Erasmo se alejaba de las pantallas ubicuas dispuestas en todos los edificios, los ávidos ojos le seguían, grababan todos sus movimientos. Los actos de la supermente hablaban de una curiosidad insaciable…, o de una paranoia peculiarmente humana.
Mucho tiempo antes, cuando manipulaba los primeros ordenadores provistos de inteligencia artificial del Imperio Antiguo, el rebelde Barbarroja había añadido imitaciones de ciertos rasgos de personalidad y ambiciones humanas. Por consiguiente, las máquinas habían evolucionado hasta transformarse en una sola mente electrónica que conservó algunos deseos y características humanos.
En opinión de Omnius, los cimeks biológicos, compuestos de cerebros humanos y miembros mecánicos, eran incapaces de asimilar las perspectivas históricas que los circuitos gelificados de una mente informática podían abarcar. Cuando Omnius analizaba el universo de posibilidades, era como una inmensa pantalla. Había muchas formas de vencer, y siempre las tenía en consideración.
El programa básico de Omnius había sido duplicado en todos los planetas conquistados por las máquinas, y sincronizado mediante el uso de actualizaciones regulares. Carentes de rostro, pero capaces de ver y comunicarse a través de la red interestelar, existían copias casi idénticas de Omnius distribuidas por todas partes, presentes de manera vicaria en innumerables ojos espía, aparatos y pantallas de contacto.
En el momento actual, daba la impresión de que la mente informática no tenía nada mejor que hacer que fisgonear.
—¿Adónde vas, Erasmo? —preguntó Omnius desde un diminuto altavoz situado bajo el ojo espía—. ¿Por qué andas tan deprisa?
—Tú también podrías andar, si te diera la gana. ¿Por qué no te concedes piernas durante un tiempo y adoptas un cuerpo artificial, para saber cómo es? —La mascarilla de polímero metálico de Erasmo compuso una sonrisa—. Podríamos ir a pasear juntos.
El ojo espía zumbaba al lado de Erasmo. Las estaciones de Corrin eran largas, porque su órbita se alejaba mucho del gigantesco sol. Tanto inviernos como veranos se prolongaban durante miles de días. El escarpado paisaje carecía de bosques o desiertos, apenas un puñado de huertos y terrenos de labranza antiguos que no se habían sembrado desde la conquista de las máquinas.
Muchos esclavos humanos se habían quedado ciegos debido a la exposición a la potente luz solar. Como consecuencia, Erasmo había proporcionado a sus trabajadores protectores oculares. Era un amo benévolo, preocupado por el bienestar de sus recursos.
Cuando llegó a la cancela de su villa, el robot ajustó su nuevo módulo de potenciación sensorial, conectado mediante puertos neuroelectrónicos a su núcleo corporal y oculto bajo su manto. El módulo, diseñado por el propio Erasmo, le permitía reproducir los sentidos de los humanos, pero con ciertas limitaciones inevitables. Quería saber más de lo que el módulo le facilitaba, quería sentir más. En este aspecto, era posible que los cimeks superaran a Erasmo, pero nunca lo sabría a ciencia cierta.
Los cimeks, en especial los primeros titanes, constituían una pandilla de seres brutales e intolerantes, sin el menor aprecio por los sentidos y sensibilidades que Erasmo tanto se esforzaba por alcanzar. La brutalidad no era desdeñable, por supuesto, pero el sofisticado robot consideraba que se trataba de una faceta más de la conducta humana que valía la pena estudiar. Aun así, la violencia era interesante, y emplearla proporcionaba placer con frecuencia…
Sentía una extremada curiosidad por saber qué convertía en humanos a los seres biológicos racionales. Era inteligente y seguro de sí mismo, pero también quería comprender las emociones, la sensibilidad humana y las motivaciones, los detalles esenciales que máquinas nunca conseguían reproducir con fidelidad.
Durante su larguísima investigación, que se remontaba a siglos atrás, Erasmo había asimilado el arte, la música, la filosofía y la literatura humanas. En último extremo, deseaba descubrir el epítome y la sustancia de la humanidad, la llama mágica que hacía diferentes a esos seres, esos creadores. ¿Qué les daba… alma?
Entró en su salón de banquetes, y el ojo volador se elevó hasta el techo, desde el que podía observar todo. Seis pantallas de Omnius arrojaban un resplandor gris lechoso desde las paredes.
Su villa imitaba el opulento estilo grecorromano de las propiedades en que habían vivido los Veinte Titanes antes de renunciar a cuerpo humano. Erasmo era el propietario de fincas similares en cinco planetas, incluidos Corrin y la Tierra. Poseían instalaciones adicionales: corrales de esclavos, salas de vivisección y laboratorios médicos, así como invernaderos, galerías de arte, esculturas y fuentes. Todas ellas le permitían estudiar el comportamiento y la fisiología humanas.