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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (45 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
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Ishmael se colocó al lado de un niño moreno de su misma edad, que tenía la piel castaño claro y la cara enjuta.

—Me llamo Aliid —dijo el niño en voz baja, aunque los guardias les habían ordenado que guardaran silencio. Aliid proyectaba una energía que presagiaba problemas, o tal vez un futuro líder. Un visionario o un criminal.

—Yo soy Ishmael.

Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.

Un dragón se volvió hacia los susurros, y ambos chicos formaron plácidas expresiones en su cara. El guardia apartó la vista, y Aliid habló de nuevo.

—Nos capturaron en Anbus IV ¿De dónde vienes tú?

—De Harmonthep.

Un hombre bien vestido entró en la habitación con gran aparato. De piel pálida y mata de pelo gris acero, se comportaba como un gran señor. Llevaba cadenas decorativas alrededor del cuello y un manto blanco de mangas holgadas. Su rostro y sus ojos penetrantes demostraban poco interés por el grupo de esclavos. Examinó a sus jóvenes trabajadores sin gran satisfacción, solo resignación.

—Servirán, si se les prepara bien y se les vigila en todo momento.

Estaba al lado de una diminuta joven de rasgos vulgares que tenía cuerpo de niña, aunque su cara parecía mucho mayor. El hombre del manto blanco, preocupado, murmuró algo en su oído y se fue, como si tuviera cosas más importantes que hacer.

—Era el sabio Holtzman —dijo la joven—. El gran científico es ahora vuestro amo. Nuestro trabajo contribuirá a la derrota de las máquinas pensantes.

Les dedicó una sonrisa esperanzada, pero daba la impresión de que muy pocos reclutas estaban interesados en las intenciones de su nuevo amo.

Confusa por su reacción, la mujer continuó.

—Soy Norma Cenva, y también trabajo con el sabio Holtzman. Se os enseñará a realizar cálculos matemáticos. La guerra contra las máquinas pensantes nos afecta a todos, y de esta manera podréis contribuir.

Daba la impresión de que había ensayado el discurso muchas veces.

Aliid frunció el ceño.

—¡Soy más alto que ella!

Como si le hubiera oído, Norma se volvió y miró directamente a Aliid.

—Con un solo trazo de vuestra pluma, podéis terminar un cálculo que tal vez logre la victoria sobre Omnius. No lo olvidéis.

Cuando se dio la vuelta, Aliid dijo por la comisura de la boca:

—Y si les ayudamos a ganar la guerra, ¿nos dejarán en libertad?

Por la noche, en sus habitaciones comunitarias, nadie molestaba a los esclavos. Aquí, los cautivos budislámicos mantenían viva su cultura.

Ishmael se quedó sorprendido al ver que había sido alojado entre miembros de la secta zenshiíta, una interpretación diferente del budislam que se había separado de los zensunni muchos siglos atrás, antes de la gran huida del Imperio Antiguo.

Conoció al musculoso líder, Bel Moulay, un hombre que había conseguido permiso para que su gente pudiera llevar las tradicionales prendas a rayas sobre los uniformes de trabajo. La vestimenta tribal era un símbolo de su identidad, el blanco de la libertad y el rojo de la sangre. Los amos de Poritrin no sabían nada de simbolismos, y era mejor así.

Aliid, con los ojos brillantes, se sentó al lado de Ishmael.

—Escucha a Bel Moulay. Él nos dará esperanza. Tiene un plan.

Ishmael se acurrucó. Su panza estaba llena de una comida insípida y extraña, pero alimenticia. Pese a que no le caía bien su nuevo amo, el niño prefería trabajar aquí antes que en las horribles marismas.

Bel Moulay les ordenó que rezaran con voz firme, y después entonó sutras sagrados en un idioma que el abuelo de Ishmael había empleado, una lengua arcana comprendida solo por los más devotos. De esa forma, podían conversar sin que sus amos les entendieran.

—Nuestro pueblo ha esperado la venganza —dijo Moulay—. Éramos libres, luego nos capturaron. Algunos somos esclavos desde hace poco, otros han servido a hombres malvados durante generaciones. —Sus ojos eran ardientes, sus dientes muy blancos en contraste con los labios oscuros y la barba negra—. Pero Dios nos dado nuestras mentes y nuestra fe. Nos toca a nosotros encontrar las armas y la resolución necesaria.

Los murmullos inquietaron a Ishmael. Daba la impresión de que Bel Moulay estaba predicando la revuelta, un levantamiento violento contra los amos. Para Ishmael, eso no era lo que Budalá había predicado.

Los esclavos de Anbus IV, que se habían sentado juntos, sisearon amenazas de desquite. Moulay habló de la desastrosa prueba del resonador de aleación que había provocado la muerte de diecisiete esclavos inocentes.

—Hemos padecido indignidades sin cuento —dijo Moulay. Los esclavos expresaron con gruñidos su asentimiento—. Hacemos todo lo que nuestros amos nos exigen. Se quedan los beneficios de lo que obtenemos, pero los zenshiítas —dirigió una rápida mirada a Ishmael y a los nuevos miembros del grupo—, al igual que nuestros hermanos zensunni, nunca obtienen la libertad. —Se inclinó hacia adelante, como si oscuros pensamientos cruzaran su mente—. La respuesta está en nuestras manos.

Ishmael recordó que su abuelo había predicado métodos filosóficos y no violentos de solucionar los problemas. Aun así, el viejo y Weycop no había podido salvar a sus aldeanos. Las costumbres pacifistas zensunni les habían fallado en un momento crítico.

Bel Moulay alzó un puño encallecido, como si fuera a hundirlo en el fuego chisporroteante.

—Hombres que se autoproclaman
negreros justicieros
nos han dicho que no tienen el menor escrúpulo a la hora de obligar a nuestro pueblo a trabajar. Afirman que estamos en deuda con la humanidad porque nos negamos a participar en su loca guerra contra los demonios mecánicos, demonios que ellos habían creado y creían controlar. Pero tras siglos de opresión, la gente de Poritrin está en deuda con nosotros. Y esa deuda se tiene que pagar con sangre. Aliid prorrumpió en vítores, pero Ishmael se sintió inquieto. No estaba de acuerdo con esta propuesta, pero era incapaz de ofrecer una alternativa. Como solo era un niño, no alzó la voz ni interrumpió la asamblea.

Como sus compañeros, siguió escuchando a Bel Moulay…

68

Los hombres sedientos no hablan de mujeres, sino de agua.

Poesía de acampada zensunni

Muy lejos de los planetas de la liga, miles de poblados no documentados salpicaban los Planetas No Aliados, lugares donde seres olvidados vivían de lo que encontraban. Nadie se enteraría de que había atacado algunas aldeas.

Por tradición, un buen mercader de carne de Tlulaxa no cosechaba con frecuencia en el mismo planeta, pues prefería sorprender a grupos desprevenidos, sin concederles la posibilidad de defenderse. Un negrero ingenioso encontraba nuevas cepas de vida, recursos todavía no explotados.

Tuk Keedair dejó su transporte en órbita y envió una nave de carga, con una tripulación nueva, a la superficie, junto con créditos suficientes para contratar a algunos nativos codiciosos. Después, se dirigió solo al espaciopuerto de Arrakis City para echar un vistazo, antes de planear un ataque contra alguna comunidad local. Tenía que ser precavido cuando investigaba nuevos objetivos, sobre todo en este mundo desolado situado en los confines del espacio.

Los costes de llegar aquí (combustible, comida, naves y tripulación) eran muy altos, para no hablar del tiempo invertido en el viaje y el gasto de conservar a los esclavos en ataúdes de éxtasis. Keedair dudaba de que la incursión en Arrakis le saliera a cuenta. No era de extrañar que la gente esquivara este planeta.

Arrakis City se aferraba como una costra a la fea piel del planeta. Hacía mucho tiempo, se habían erigido en este lugar cobertizos y viviendas prefabricadas. La escasa población apenas sobrevivía a base de prestar servicios a comerciantes extraviados o naves de reconocimiento, y de vender suministros a fugitivos de la ley. Keedair sospechaba que alguien lo bastante desesperado para huir hasta aquí debía tener problemas muy serios.

Cuando se sentó en el cochambroso bar del espaciopuerto, su pendiente de oro triangular brilló a la tenue luz. Su trenza morena colgaba en el lado izquierdo de su cabeza. Su longitud testimoniaba años de amasar fortuna, que gastaba con prodigalidad pero sin extravagancias.

Inspeccionó a los hoscos nativos, notó su contraste con un grupo de vocingleros forasteros refugiados en un rincón, hombres que debían reunir un montón de créditos, pero se sentían decepcionados por las pocas oportunidades que les deparaba Arrakis de gastar su dinero.

Keedair apoyó un brazo sobre la arañada barra metálica. El camarero era un hombre delgado cuya piel era una masa de arrugas, como si hubiera perdido toda la humedad y la grasa corporal, dejándolo reseco como una uva pasa. Su cabeza calva, similar a la punta de un torpedo, estaba cubierta de manchas típicas de una edad avanzada.

Keedair exhibió su dinero en metálico, créditos de la liga que eran de curso legal incluso en los Planetas No Aliados.

—Hoy me siento contento. ¿Cuál es tu mejor bebida?

El camarero le dedicó una agria sonrisa.

—¿Tienes en mente algo exótico? Crees que Arrakis podría ocultar algo que aplacara tu sed ¿eh?

Keedair empezó a perder la paciencia.

—¿He de pagar un extra por la cháchara, o puedo tomarme mi bebida? La más cara. ¿Cuál es?

El camarero rió.

—Agua señor. El agua es la bebida más valiosa de Arrakis.

El camarero dijo un precio más elevado del que Keedair esperara pagar por el combustible de la nave.

—¿Por agua? No creo.

Paseó la vista a su alrededor, para comprobar si el camarero estaba bromeando a sus expensas, pero dio la impresión de que los demás clientes aceptaban sus palabras a pies juntillas. Había supuesto que el líquido transparente de los vasos era alcohol incoloro, pero la verdad era que parecía agua. Observó a un extravagante mercader local, cuyas ropas coloridas y abultadas, así como los chillones adornos, le señalaban como un hombre acaudalado. Hasta había pedido cubitos de hielo para el agua.

—Ridículo —dijo Keedair—. Sé muy bien cuándo me engañan.

El camarero sacudió su cabeza calva.

—Es difícil encontrar agua por estos pagos, señor. Puedo venderle alcohol a mejor precio, porque los nativos de Arrakis no quieren nada que les deshidrate más. Y un hombre con demasiado alcohol de graduación elevada en el cuerpo puede cometer errores. En el desierto, si no prestas atención a todo, te estás jugando la vida.

Al final, Keedair aceptó una sustancia fermentada llamada
cerveza de especia
, potente y picante, que dejaba un fuerte sabor a canela al resbalar por la garganta. Encontró la bebida estimulante y pidió una segunda.

Mientras seguía dudando sobre la viabilidad de Arrakis para su negocio, Keedair todavía tenía ganas de celebrar algo. El éxito de su incursión en Harmonthep, cuatro meses antes, le había reportado suficientes créditos para vivir durante un año. Después del ataque, Keedair había contratado un equipo nuevo, pues nunca le gustaba conservar empleados durante un período dilatado de tiempo, no fuera que se ablandaran. Un buen mercader de Tlulaxa sabía que esa no era la forma de llevar un negocio. Keedair supervisaba el trabajo, se encargaba en persona de los detalles y obtenía pingües beneficios, que iban a parar a sus bolsillos.

Bebió cerveza de nuevo, y le gustó todavía más que antes.

—¿Qué lleva? —Como ninguno de los clientes parecía interesado en su conversación, miró al camarero—. ¿La cerveza se fabrica aquí, o es de importación?

—Está hecha en Arrakis, señor. —Cuando el camarero sonrió, sus arrugas se plegaron sobre sí mismas, como una misteriosa escultura origami hecha de cuero—. Nos la trae la gente del desierto, nómadas zensunni.

La atención de Keedair se despertó al oír hablar de la secta budislámica.

—Me han dicho que algunas bandas habitan en el desierto, ¿Cómo puedo localizarlos?

—¿Localizarlos? —El camarero lanzó una risita—. Nadie quiere buscarlos. Son gente sucia y violenta. Matan a los forasteros. Keedair apenas dio crédito a la contestación. Tuvo que formular su pregunta dos veces, porque los efectos de la cerveza de especia le habían pillado por sorpresa, y arrastraba las palabras.

—Pero los zensunni… Pensaba que eran pacifistas.

El camarero rió.

—Puede que algunos lo sean, pero estos no tienen miedo derramar sangre en caso necesario, ya me entiende.

—¿Son numerosos?

El camarero emitió un bufido.

—Nunca vemos a más de una o dos docenas a la vez. Son tan endogámicos, que no me extrañaría que todos los bebés fueran mutantes.

Keedair se quedó boquiabierto, y se pasó la trenza al otro lado. Sus planes empezaban a desmoronarse. Además de los gastos de haber traído el equipo hasta Arrakis, sus hombres tendrían que explorar el desierto solo para desenterrar unas pocas ratas. Keedair suspiró y tomó un largo trago de cerveza. No valía la pena. Lo mejor sería atacar Harmonthep de nuevo, aunque quedara mal ante los demás negreros.

—Podría haber más de los que creemos, claro está —dijo el camarero—. Envueltos con esos ropajes del desierto, todos se parecen.

Mientras Keedair saboreaba la bebida, un hormigueo recorrió su cuerpo. No se trataba de euforia, pero sí de una oleada de bienestar. Entonces, una idea alumbró en su mente. Al fin y al cabo, un hombre de negocios, siempre a la busca de oportunidades. Daba igual de donde procediera la mercancía.

—¿Qué me dices de esta cerveza de especia? —Tabaleó sobre el vaso casi vacío con una gruesa uña—. ¿Dónde encuentran los ingredientes los zensunni? No creo que en el desierto pueda crecer nada.

—La especia es una sustancia natural del desierto. Se encuentran yacimientos en las dunas, que quedan al descubierto gracias al viento o explosiones de especia. Pero también es el reino de los gusanos gigantes, y estallan tormentas que matan a cualquiera. Si quiere saber mi opinión, que los zensunni se ocupen del asunto. Los nómadas traen cargamentos de especia a Arrakis City para comerciar.

Keedair pensó en llevarse muestras de melange a los planetas de la liga. ¿Encontraría mercado en la rica Salusa, o entre los nobles de Poritrin? Desde luego, la sustancia obraba un efecto inusual en el cuerpo… Era relajante, de una forma que jamás había experimentado. Si podía venderla, quizá compensaría una parte de los gastos de este viaje.

El camarero movió la cabeza en dirección a la puerta.

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