La Yihad Butleriana (58 page)

Read La Yihad Butleriana Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Yihad Butleriana
8.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Erasmo te trata bien —dijo, como si intentara convencerla—. Tienes suerte de que se interese tanto por ti.

Pese a su abultado estómago, Serena se levantó al punto del sofá como sulfurada por la insinuación. Se volvió hacia él, y el robot saboreó la expresión indignada de su rostro y la mirada estupefacta de Vor.

—Soy un ser humano —dijo la mujer—. He perdido mi libertad, mi hogar, mi vida…, ¿y crees que debería estar agradecida a mi carcelero? Tal vez te convendría dedicar cierto tiempo durante tus viajes a repensar esa opinión. —El joven parecía perplejo por su estallido, y Serena continuó—. Te compadezco por tu ignorancia, Vorian Atreides.

—No he experimentado tu tipo de vida, Serena —dijo al cabo de un momento—. No he estado en tu planeta, así que ignoro qué echas de menos, pero haría cualquier cosa con tal de procurarte felicidad.

—Solo puedo ser feliz si gozo de libertad para volver a casa. —Exhaló un profundo suspiro y volvió a acomodarse en el sofá—. Pero me gustaría que fuéramos amigos, Vorian.

El robot decidió que ya les había concedido bastante tiempo de intimidad. Dejó la pantalla y entró en la sala de estar.

Más tarde, Vorian se preguntó por qué le habían convocado en la villa. Erasmo le había llevado al jardín botánico, donde charlaron, pero el robot le había formulado pocas preguntas importantes.

Mientras volvía en el carruaje al espaciopuerto y el
Viajero onírico
, Vor se sentía desconcertado y confuso. Le frustraba ser incapaz de aportar alegría a la vida de Serena. Sorprendido, se dio cuenta de que la idea de conseguir su aprobación o gratitud le entusiasmaba tanto como la perspectiva de complacer a su padre. Daban vueltas en su cabeza las cosas que ella había dicho sobre historia, propaganda y la vida en los planetas de la liga.

Le había retado. Nunca había sentido curiosidad por leer otra cosa que las memorias de Agamenón, pero nunca había imaginado que existiría una perspectiva diferente de los mismos acontecimientos. No había pensado en la vida al margen de los Planetas Sincronizados, dando siempre por sentado que los humanos salvajes vivían una existencia miserable y absurda.

Pero ¿cómo había podido producir una civilización tan caótica una mujer como Serena Butler? Tal vez había pasado algo por alto.

88

Ciencia: perdida en su propio mito, redobla sus esfuerzos cuando ha olvidado su objetivo.

N
ORMA
C
ENVA
, notas de laboratorio inéditas

Satisfecho con su nuevo escudo protector, Tio Holtzman se hallaba en el interior de su cúpula de demostraciones medio reconstruida. Se burló de su adversaria, rió de las armas mortíferas. ¡Nada podía herirle! El generador latía a sus pies, y proyectaba una barrera personal alrededor de su cuerpo.

Impenetrable…, al menos eso esperaba.

Esta prueba debía demostrar que el concepto funcionaba. Hasta Norma creía en él esta vez. ¿Cómo iba a fallar?

La diminuta joven se encontraba al otro lado del edificio reforzado, y se dedicaba a lanzarle objetos: piedras, herramientas y, a instancias de Holtzman, un pesado garrote. Cada objeto rebotaba en el campo de fuerza y caía, su aceleración anulada por la energía del escudo.

El hombre agitó los brazos.

—No pone trabas a mi movilidad. Es maravilloso.

Norma cogió un cuchillo kindjal, preocupada por herirle. Había repasado las ecuaciones y determinado que el sabio no había cometido errores. Según sus análisis e instintos, el escudo funcionaría con las velocidades de impacto que estaban utilizando en la prueba.

Pero aun así, vacilaba.

—Venga, Norma. La ciencia no es para los débiles de corazón. —La joven arrojó el puñal con todas sus fuerzas, y Holtzman hizo un esfuerzo por no encogerse. El arma se estrelló contra la capa exterior de la barrera. Holtzman sonrió y movió los dedos—. Este invento cambiará el concepto de protección personal a lo largo y ancho de la liga. Ya no habrá nadie vulnerable a asesinos o criminales.

Norma lanzó una lanza improvisada con un gruñido de esfuerzo. Se estrelló ante los ojos de Holtzman, que retrocedió con un parpadeo de sorpresa. Cuando el arma cayó al suelo, emitió una risita.

—No puedo por menos que daros la razón, sabio Holtzman. —Norma sonrió a su vez, y terminó arrojándole un sinfín de objetos, como una esposa encolerizada—. Felicidades por vuestro notable descubrimiento.

La muchacha de Rossak parecía complacida de verdad, sin sentir nada de celos. Al menos, podría presentar un triunfo personal a Niko Bludd, como en sus días de gloria. ¡Qué alivio!

Cuando Norma se quedó sin objetos para lanzar, el sabio mandó venir a los dragones que montaban guardia en el puente provisional.

—Traed al líder de los esclavos zenshiítas. El hombre de pelo y barba oscuros.

Cuando un guardia se marchó en busca del esclavo, Holtzman dedicó una sonrisa traviesa a Norma.

—Le tomaremos un poco el pelo. Es un tipo arisco, y estoy seguro de que me odia.

Bel Moulay entró en la cúpula. Su barba era como humo de carbón que brotara de su barbilla. Desviaba la vista siempre que Holtzman le miraba fijamente.

Daba la impresión de que los dos dragones se fiaban muy poco del líder de los esclavos, pero Holtzman desechó con un ademán sus preocupaciones, pues se sentía muy seguro detrás de su escudo corporal.

—Entregadle vuestra pistola Chandler, sargento.

—¡Pero, señor, es un esclavo!

El rostro del guardia no cambió de expresión. Moulay pareció sorprendido por la sugerencia.

—No estoy preocupado, sargento. Vuestro compañero le vigilará. Disparadle en la cabeza si no sigue mis instrucciones al pie de la letra.

—Tal vez deberíamos prolongar las pruebas, sabio Holtzman —dijo Norma—. Podríamos colocar un maniquí dentro del escudo y ver qué pasa.

—Estoy de acuerdo, sabio —asintió el sargento—. Nuestro deber es protegeros, y no puedo permitir…

Holtzman le interrumpió, irritado.

—Tonterías, solo se puede controlar el sistema desde dentro. Mi trabajo, encargado por lord Bludd en persona, y por la Liga de Nobles, es desarrollar y probar un medio de protegernos de las máquinas pensantes. A menos que deseemos ser capturados por atacantes robot y convertirnos en esclavos de Omnius, sugiero que me dejéis hacer mi trabajo. Ya hemos perdido bastante tiempo.

El sargento, todavía inquieto, desenfundó la pistola de agujas y la depositó en las manos encallecidas del esclavo. Bel Moulay asió el arma, mientras miraba de un lado a otro como si no diera crédito a su buena suerte.

—Bien, tú…, ¿te llamas Moulay? Apúntame con ese arma y dispárame en el pecho. Adelante, no puedes fallar.

Moulay ni se inmutó. Todo el mundo había oído la orden. Apretó el botón de disparo. Los dragones gritaron. Norma se encogió.

Fragmentos de cristal lanzados a gran velocidad se estrellaron contra el escudo que rodeaba a Holtzman, y luego cayeron al suelo como cristales rotos. El científico exhaló un silencioso suspiro, y notó que las rodillas le fallaban.

Sin apenas disimular su cólera y odio, Bel Moulay apretó el botón una y otra vez. Una lluvia de cristales afilados se estrellaron contra el escudo corporal. Disparó hasta vaciar la pistola Chandler.

Dos cautos dragones aparecieron en la puerta, con las armas alzadas para abatir al esclavo en caso necesario, pero al ver a Holtzman ileso y riendo, Moulay bajó la pistola con mirada llameante. Los guardias le arrebataron la pistola.

Por todas partes había restos de agujas cristalinas. El sabio esperaba que le concedieran otra Medalla del Valor de Poritrin por su invención.

Sin pensar en las consecuencias, el científico se volvió hacia los dragones.

—Ahora, sargento, entregadle vuestro explosivo manual, la pequeña granada que cuelga de vuestro cinturón. El dragón se puso rígido.

—Con todos los respetos, sabio, me niego.

—Vuestra pistola Chandler fue ineficaz, y pasará lo mismo con la granada. Imaginad lo útiles que serán estos escudos para vos y vuestros hombres una vez hayamos demostrado su eficacia. Norma intervino.

—Está bien, sargento. El sabio sabe lo que hace.

Moulay giró en redondo como un perro de presa y extendió la mano para recibir la granada.

—En primer lugar —dijo el sargento—, quiero que todo el mundo vaya al otro lado del puente.

Los demás guardias se llevaron a Norma obedeciendo las órdenes.

Por fin, el sargento entregó la granada al zenshiíta. Sin esperar que se lo dijeran dos veces, Bel Moulay apretó el botón y lanzó la granada contra Holtzman, pero sin imprimirle excesiva velocidad.

Norma tuvo miedo de que la granada se desplazara con la lentitud suficiente para atravesar el escudo antes de estallar.

Bel Moulay, consciente de que se hallaba dentro de la zona que abarcaría la onda expansiva, corrió por el puente. Al otro lado, o Norma vio que la esfera parpadeante rebotaba en la barrera como fruta podrida.

Una ruidosa flor de fuego estalló en la cúpula de demostraciones. La onda expansiva bastó para derribar a Norma. Cayó de rodillas, echó un vistazo al río por encima del borde del puente, pensó que tendría que haber traído su nuevo ingenio suspensor, y recordó también a los esclavos que se habían precipitado a la muerte durante el anterior experimento de Holtzman.

Dos de las ventanas recién instaladas estallaron en una nube de cristales, y los fragmentos centellearon cuando la luz del sol se reflejó en ellos. Una nube de humo se alzó hacia el cielo. Norma se puso en pie.

Bel Moulay, ileso, se erguía con las manos engarfiadas. Los guardias se pusieron en tensión, dispuestos a abatir al líder de esclavos si se mostraba agresivo.

Norma corrió hacia el edificio. Su mente le decía que el escudo había funcionado, pero en el fondo de su corazón temía haber pasado por alto algún sutil defecto en el trabajo del científico.

Holtzman, como un soldado victorioso, salió contoneándose, parpadeando y apartando el humo de su cara. Había desconectado el generador del escudo y abandonado el aparato en el centro de la sala. Tenía un aspecto algo desaliñado, pero estaba ileso.

—¡Funciona! Protección total. Ni un rasguño. —Se volvió hacia la cúpula de demostraciones—. No obstante, temo que hemos estropeado un equipo bastante caro.

Frunció el ceño en señal de consternación, y luego estalló en carcajadas.

89

Todo cuanto posee forma, sea humano o mecánico, se halla afectado por la mortalidad. Es una simple cuestión de tiempo.

P
ENSADOR
E
KLO
, de la Tierra

Incluso con recuerdos perfectos basados en los principios informáticos más fiables, las máquinas conscientes tenían limitaciones. La precisión dependía del método de recoger información, así como de los circuitos gelificados, los sistemas neuroelectrónicos y los materiales utilizados en su construcción.

Por lo tanto, Erasmo prefería verlo todo en persona, antes que confiar en observadores mecánicos o grabaciones almacenadas en los bancos de datos de la supermente. El robot quería estar presente. Quería vivir la experiencia.

Sobre todo cuando tuvo lugar la memorable experiencia del parto de Serena.

Erasmo perfeccionó su sistema de observación a base de disponer una red detallada de fibras ópticas que grabaran sin cesar cada instante desde cada perspectiva. Había sido testigo de otros partos de esclavas reproductoras; que consideró meras funciones biológicas normales. Pero Serena le impulsaba a pensar que se le escapaba algo. Erasmo abrigaba la intención de seguir paso a paso el proceso.

Lástima que no fuera a parir gemelos…

Serena estaba tendida sobre la cama, atormentada por las contracciones, aunque de vez en cuando se acordaba de maldecirle, y en otras se concentraba en el proceso biológico o llamaba a gritos a Xavier. Aparatos de diagnóstico implantados y artefactos que se deslizaban sobre su piel transmitían todo tipo de datos, catalogaban los elementos químicos de su sudoración, analizaban su pulso, respiración y otros ritmos corporales.

Mientras el robot sondeaba y estudiaba, fascinado por el dolor de Serena y sus diversas reacciones, ella le chillaba. Los insultos no le ofendían. Era interesante, incluso divertido, que la mujer exhibiera una ira tan imaginativa, cuando tendría que estar concentrada en el parto.

Por consideración hacia ella, y para reducir al mínimo las variables del entorno de observación, mantenía la temperatura de la sala en un nivel óptimo. Los esclavos habían desnudado por completo a Serena.

Gracias a sus analizadores murales y ojos espía ocultos, Erasmo había visto desnuda a Serena muchas veces. El robot no albergaba el menor interés erótico por su cuerpo despojado de vestiduras. Solo deseaba recoger los detalles clínicos de los que obtendría conclusiones más amplias.

Recorrió todo el cuerpo de la mujer con su sonda personal, absorbió el olor almizclado que proyectaba, las intrigantes interacciones químicas. El conjunto le resultó muy estimulante.

Serena yacía en la cama, aterrorizada por su hijo y por ella. Seis comadronas humanas, procedentes de los recintos de esclavos, la atendían.

Erasmo la observaba desde muy cerca. Su obsesivo escrutinio asustaba a Serena, sobre todo porque la sonda no dejaba de entrar y salir del compartimiento de su cuerpo. Sabía que Erasmo no podía estar preocupado por el bienestar de una simple esclava y de su hijo.

Repentinos accesos de dolor abdominal alejaron tales pensamientos, y solo pudo concentrarse en el esfuerzo más básico de cualquier mujer. En un instante de euforia, Serena se maravilló de que la biología posibilitara la creación de la vida, combinando los genes de hombres y mujeres. Cuánto deseaba que Xavier estuviera a su lado.

Apretó los dientes hasta que la mandíbula le dolió. Resbalaron lágrimas sobre sus mejillas. El rostro de Xavier flotó ante ella, una alucinación nacida de su anhelo desesperado. Después, fue presa de un espasmo más violento todavía, y ya no pudo concentrarse en nada más.

Llevaba diez horas de parto, y las comadronas utilizaban diverso procedimientos para atenuar el dolor, clavaban delgadas agujas en puntos de compresión, masajeaban centros nerviosos, inyectaban drogas. Erasmo proporcionaba a las comadronas todo cuanto necesitaban.

Incluso dentro del quirófano, el robot llevaba un manto dorado ribeteado de azul cobalto.

Other books

My Daughter, My Mother by Annie Murray
A Pirate Princess by Brittany Jo James
Hell Train by Christopher Fowler
Don’t Look Twice by Carolyn Keene
Midnight Shadows by Lisa Marie Rice
Bad Nights by Rebecca York
The Halloween Mouse by Richard Laymon
In the Enemy's Arms by Marilyn Pappano