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Authors: Chrétien de Troyes

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Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (16 page)

BOOK: Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta
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«Lanzarote, mucho me maravilla qué signifique o de dónde proceda el que la reina no os quiera ver ni se digne dirigiros la palabra. Si nunca le plugo hablaros, no debiera precisamente ahora dispensaros esta acogida ni rechazar vuestra conversación, después de lo que habéis hecho por ella. Vamos, decidme, si lo sabéis, por qué causa, por qué sinrazón os ha mostrado una apariencia semejante.

»—Señor, hace sólo un momento no lo hubiera creído. Pero no hay duda de que no quiere verme ni oír mi voz: ello me duele y pesa mucho.

»—En verdad —dice el rey— no tiene razón, pues por ella habéis acometido mortales aventuras.
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Y bien, querido amigo, venid. Vais a hablar con el senescal.

»—Iré con mucho gusto».

Ambos se dirigen hacia el senescal. Cuando Lanzarote llegó ante él, Keu le espetó a manera de saludo:

«¡Cómo me has deshonrado!

»—¿Yo? —dice Lanzarote—, decidme en qué. ¿Qué vergüenza he podido causaros?

»—Una muy grande, que tú has llevado a cabo la empresa que yo no he podido concluir. Has hecho lo que yo no pude hacer».

Entre tanto, el rey se va, los deja solos: de la cámara todos han salido. Lanzarote pregunta al senescal si ha padecido mucho:

«Si —responde Keu—, y padezco todavía: nunca he sufrido tanto como ahora. Y hubiese muerto largo tiempo ha, a no ser por el rey que acaba de irse. Él se ha apiadado de mí, demostrándome siempre dulzura y amistad; nunca, enterado él, me ha faltado cosa alguna de la que hubiese menester que no me fuese aparejada al punto, ni una sola vez. Pero por cada bien que me hacía, su hijo Meleagante, lleno de malas artes, mandaba llamar cabe sí y a traición a los médicos, y les ordenaba poner sobre mis llagas ungüentos tales que me hiciesen morir. De este modo tenía yo padre y padrastro; cuando el rey, queriendo contribuir a mi pronta curación, hacía colocar un buen emplasto sobre mis llagas, su hijo, traicioneramente, hacía que me lo cambiaran por un ungüento lesivo, siempre con la intención de matarme. Sé con absoluta certeza que el rey nada sabía de ello: no habría consentido en guisa alguna tal crimen ni tal felonía. Además, no sabéis de su generosidad para con mi señora la reina; nunca fue por ninguna guarda tan
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bien guardada torre ni frontera, desde el tiempo en que Noé construyó el arca, como ha sido guardada ella por él. A su hijo no le permite ni siquiera verla, de no ser ante el común de las gentes o en su propia presencia; mucho se duele Meleagante por ello. Con tan gran honra la ha tratado y trata el noble rey (¡gracias le sean dadas!) como ella misma ha querido disponer, que nunca hubo en esto otro arbitro que ella. Y el rey más y más la ha ido estimando, al ver la lealtad que le demuestra. Pero, ¿es verdad lo que me han dicho? ¿Tan gran cólera siente hacia vos que su palabra, delante de todos, os ha retirado terminantemente?

»—La verdad os han dicho —responde Lanzarote—, la pura verdad. Pero, por Dios, ¿sabríais decirme por qué me odia?».

Keu le contesta que no sabe, que se encuentra también extrañamente sorprendido.

«¡Sea según sus órdenes!», dice Lanzarote, resignado, y añade: «Debo despedirme. Iré en busca de mi señor Galván, también entrado en esta tierra: me prometió que se dirigiría en línea recta hacia el Puente bajo el Agua».

Dicho esto, ha salido de la cámara y ha llegado delante del rey, a quien pide licencia para partir. El rey la otorga de su grado. Pero aquellos a los que había liberado de su prisión le preguntan qué harán. Y él les dice:

«Vendrán conmigo todos los que quieran venir. Quédense los que quieran quedarse junto a la reina; no es razón que conmigo vengan».

Con él van todos los que quieren, más alegres y felices de lo que acostumbraban. Con la reina permanecen las doncellas, manifestando su alegría, y las damas, y más de un caballero.
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No hay nadie de los que se quedan que no prefiera volver a su país antes que prolongar su estancia allí. Pero la reina los retiene; mi señor Galván está cerca, y ella no quiere moverse hasta saber noticias suyas.

Por todas partes se ha extendido la nueva: la reina está libre por completo; y todos los cautivos han sido liberados con ella. Se irán sin falta cuando les plazca y les convenga. Unos a otros se preguntan si es verdad: no hablaban de otra cosa cuando estaban juntos. Desde luego no les enoja que sean destruidos los pasos peligrosos. Se va y se viene a voluntad. Nada hay de lo que antes solía haber.

Cuando supieron las gentes del país —los que no habían presenciado la batalla— cómo se había comportado Lanzarote, se dirigieron todos hacia aquel lugar por donde sabían que él marchaba; cuidan que al rey le agradaría que condujesen ante él a Lanzarote prisionero. Éste y los suyos se hallaban desguarnecidos de armas; por ello los sorprendieron, que los del país venían armados. No es maravilla que prendiesen a Lanzarote, que iba desarmado, y que le hicieran retroceder con los pies atados bajo su caballo.

«Muy mal obráis, señores —dicen los desterrados—, pues el rey nos protege. Todos estamos bajo su guarda.

»—Nada sabemos —les responden—. Habéis de venir con nosotros a la corte en calidad de prisioneros».

La noticia corre, vuela hasta llegar al rey: sus gentes han apresado a Lanzarote y le han matado. En cuanto el rey lo sabe, mucho se aflige, y jura, cuando menos por su cabeza, que quienes le mataron morirán; no se podrán justificar y, cuando caigan en su poder, no habrá cuestión sino de darles muerte en la horca, en la hoguera o en el agua.
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Y si se atreven a negarlo, no les creerá a ningún precio; demasiado han sumido su corazón en duelo, y le han causado una deshonra tal que sobre él deberían caer los reproches, si no tomase venganza. Pero la tomará sin duda alguna.

La nueva, que por todas partes se expande, ha llegado hasta la reina, cuando estaba sentada en la sala de banquetes. A punto estuvo de matarse al oír la noticia. Aunque era falsa, ella la reputaba verdadera. Tan infelizmente desfallece que falta poco para que pierda la palabra. No obstante, dice con claridad a cuantos allí estaban:

«Mucho me pesa su muerte, a la verdad. Y si me pesa no es sin razón, que él vino en mi busca a este país; por eso siento este pesar».

Acto seguido —en voz muy baja, para que nadie la oiga— se dice a sí misma que no beberá ni comerá en lo sucesivo, si es verdad que está muerto aquél por cuya vida ella vivía. Al punto, se levanta muy dolorida de la mesa y va a lamentarse donde nadie pueda escucharla. Tan ansiosa está de matarse que a menudo se aferra la garganta. Pero antes se confiesa consigo misma: se arrepiente y fustiga su culpa, mucho se censura y se acusa del pecado que había cometido contra aquél que siempre había sido suyo —bien lo sabía ella— y todavía lo sería si estuviese vivo. Tal duelo hace por su pasada crueldad que ha perdido gran parte de su belleza. El recuerdo de su perversidad, junto con la vigilia y el ayuno, la han vuelto pálida y sombría. Ha reunido todas sus faltas, y ahora desfilan ante ella; a todas las recuerda:

«¡Ay, desdichada! ¿En qué pensaría cuando mi amigo se presentó ante mí, que no le dispensé una buena acogida, y ni siquiera me digné escucharle?
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Cuando le rehusé vista y palabra, ¿no cometí una locura? ¿Una locura? Así Dios me valga, cometí más bien una perversa crueldad. Yo cuidaba que todo era un juego, pero él no lo entendió así, y no ha podido perdonarme. Nadie sino yo le he asestado el golpe mortal, por mi fe. Cuando llegó a mí sonriendo, seguro de que yo me alegraría al verle, ¿no fue un golpe mortal el no querer concederle una mirada? Cuando le retiré mi palabra, cuido que en ese instante le arranqué la vida con el corazón. Estos dos golpes le han matado, ningún otro asesino a sueldo. ¡Dios mío! ¿Podré algún día rescatarme de este crimen, de este pecado? Bien sé que no; antes se secarían todos los ríos y el mar se agotaría. ¡Ay! ¡Cómo me reconfortaría y cuánto mejor me sentiría si, al menos una vez antes de muerto, le hubiese tenido entre mis brazos! ¿Cómo? Muy fácilmente: desnuda yo y desnudo él, para que mayor fuese el placer. Pero está muerto, y muy cobarde seré si no me doy la muerte yo también. Aunque, ¿irá en perjuicio de mi amigo el que yo conserve la vida después de su muerte, cuando nada me produce placer en el mundo sino el dolor que padezco por él? Ésa es mi única alegría tras su muerte; muy dulce hubiera sido para él, mientras vivía, este sufrimiento de amor por el que ahora siento un deseo semejante. Cobarde me parece la amiga que prefiere morir a sufrir por su amigo. De grado elijo, pues, prolongar durante largo tiempo mi dolor. Antes quiero vivir y sufrir que morir y descansar».

Dos días se mantuvo la reina en este duelo, sin comer ni beber, tanto que se creyó que había muerto. Muchos hay que transmiten noticias: antes la triste que la agradable.
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A Lanzarote llega la nueva de que ha muerto su dama y amiga. Mucho le ha pesado, no lo dudéis. Bien puede imaginar cualquiera el grado de su dolor. A la verdad, si queréis oírme y saberlo, estaba tan afligido que llegó a sentir desprecio por su vida: quiere matarse sin demora, pero antes se lamentará. En uno de los cabos del cinturón que le ciñe anuda un lazo corredizo, y se dice a sí mismo, arrasados los ojos de agua:

«¡Ah, Muerte! ¡Qué emboscada me has tendido! Sano estaba y tú me has hecho caer enfermo. Enfermo estoy, ningún mal siento fuera del duelo que me oprime el corazón. Este duelo es mi enfermedad, y mortal es. Mi afán es que lo sea, y, si a Dios place, moriré. ¿Cómo? ¿No podré morir de otra manera, si ésa no es del agrado de Dios? Sí podré, con tal que me permita apretar este lazo en torno a mi garganta: así espero vencer a la muerte. Me mataré a despecho suyo. Mi cinturón la conducirá prisionera ante mí, por más que ella no quiera llegarse nunca a los que no la temen, y, tan pronto se encuentre en mi jurisdicción, hará cuanto desee. Lentos serán, a la verdad, los pasos con que venga: tan deseoso estoy de poseerla».

No se demora entonces, ni se tarda: antes bien, pasa su cabeza por el lazo, y fija éste alrededor de su cuello. Para que el mal se cumpla, ata fuertemente el otro cabo del cinturón al arzón de su silla, sin que nadie se aperciba de ello. Y se deja en seguida caer a tierra. Quiere hacerse arrastrar por su caballo hasta morir: no juzga digno vivir una hora más. Cuando los que con él cabalgaban le ven caído en tierra, cuidan que se ha desvanecido: ninguno de ellos ha reparado en el nudo que oprimía su cuello. Le han levantado al punto entre sus brazos.
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Fue entonces cuando encontraron el lazo que le había convertido en su propio enemigo, el lazo que en torno a su cuello había dispuesto. Se lo cortan rápidamente. Pero el lazo había mortificado con tanto rigor a la garganta que no pudo hablar en algún tiempo: por poco se le rompen todas las venas del cuello. En lo sucesivo, es incapaz de hacerse mal, por más que lo desee. Mucho le pesaba la vigilancia. A punto estuvo su duelo de consumirle: muy a su gusto se habría matado, si nadie estuviera vigilándole. Viendo que no puede hacerse daño, dice:

«¡Ah, Muerte vil y despreciable! Muerte, por Dios, ¿no tenías poder y fuerza suficientes para matarme a mí en lugar de mi dama? Tal vez no te dignaste ni quisiste hacerlo por miedo a hacer un bien a alguien. Tu felonía no lo permitió: ninguna otra razón. ¡Qué servicio el tuyo! ¡Qué bondad! ¡En qué lugar te has situado! ¡Maldito sea quien te guarde gratitud! No sé quien me odia más, si la Vida que me desea, o la Muerte que no quiere matarme: una y otra me matan. Pero es con razón, así Dios me valga, si vivo yo a pesar mío, pues debería haberme matado cuando mi señora la reina me mostró semblante de odio. Y no lo hizo sin motivo; tenía una buena razón, aunque a mí se me escape cuál fuera. Si hubiese conocido esta razón antes de que su alma fuese al encuentro de Dios, habría reparado mi falta con tanta vehemencia como a ella le pluguiera, con tal que se apiadase de mí. Dios, ¿cuál ha podido ser mi crimen?
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Quizá ha sabido que subí en la carreta. No veo qué baldón puede imputarme si no es ése, que me ha traicionado. Si fue la causa de su odio, Dios, ¿por qué ese crimen me ha dañado tanto? Quien me lo reproche no sabe lo que es Amor. La boca no debe censurar nada de lo que Amor inspira: todo lo que se hace por la amiga se llama amor y cortesía. Pero yo nada he hecho por mi amiga. No sé qué decir, ¡ay! No sé si decir amiga o no. No me atrevo a darle ese nombre. Cuido saber de amor lo bastante para afirmar que ella no debió considerarme el más vil de los hombres, si me hubiese amado. Antes bien, debería haberme llamado su amigo fiel, por cuanto honor me parecía todo lo que Amor deseaba: subir a la carreta, en ese caso. En ello sólo amor hubiera debido ver ella, y su probanza: así pone a prueba Amor, y de este modo reconoce a los suyos. Pero no tuvo a bien mi dama estas servidumbres: bien pude advertirlo en la acogida que me dispensó. Y sin embargo, por ella hizo su amigo lo que más de una vez le supuso vergüenza, reproches y censuras. He jugado ese juego que todos vituperan, y mi felicidad, tan dulce, se me ha tornado amarga melancolía. A fe que tal es la costumbre de aquéllos que de amor nada saben y lavan su honor en la vergüenza: quien sumerge su honra en el oprobio, no hace otra cosa que ensuciarla más. Son los mismos ignorantes que publican su desdén hacia Amor; los que, muy lejos de él, no cumplen sus mandatos. No saben que mucho se ayuda quien hace lo que Amor ordena —no hay nada más digno de perdón—, y que mucho pierde quien rehúsa hacerlo».

Así se lamenta Lanzarote. A su lado se duelen sus compañeros, los que le guardan y vigilan. Entre tanto, llegan noticias de que la reina no está muerta.
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Al punto, Lanzarote se conhorta: si antes por su muerte había hecho enorme duelo, ahora la alegría por su vida es cien mil veces mayor. Como no se encontraban sino a seis o siete leguas de donde estaba el rey Baudemagus, llegó a éste la noticia de que Lanzarote vivía y que llegaba sano y salvo; de grado escuchó el monarca la buena nueva, y, galantemente, fue en seguida a decírselo a la reina.

«Mi buen señor —responde ella—, lo creo, pues que vos lo decís. Si hubiese muerto, os lo prometo, no habría yo jamás recobrado la alegría. Para siempre se habría desvanecido mi gozo, si un caballero hubiese recibido la muerte en mi servicio».

Dicho esto, el rey de allí se parte. Muy impaciente está la reina de que regrese su alegría junto con su amigo. No tiene el más mínimo deseo de mostrarle rigor en nada. Y he aquí que, de nuevo, el rumor que no descansa y corre siempre sin interrupción llega a la reina: ¡Lanzarote se habría matado por ella, si se lo hubiesen permitido! Muy alegre está, y no duda en dar crédito a lo que oye: por nada del mundo querría que le hubiese sobrevenido una desgracia irreparable.

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